Decía el filósofo y escritor Miguel de Unamuno que “el progreso consiste en renovarse”. La pandemia provocada por el coronavirus nos ha obligado a hacer realidad la esencia de esa frase en todos los ámbitos políticos, sociales, laborales y culturales. Además, lo estamos haciendo en un tiempo récord. La creatividad ha dejado de ser una opción para convertirse en una condición sine qua non para la supervivencia. Hemos tenido que reinventarnos para continuar con nuestras vidas. Y es que la historia nos demuestra que circunstancias adversas como esta, que ya vivieron nuestros antepasados en numerosas epidemias, catástrofes naturales, crisis económicas o conflictos bélicos, tienen también una vertiente positiva: la de hacernos crecer y mejorar. Todos hemos conseguido ampliar nuestras habilidades y crear nuevas “costumbres”. Las antiguas inercias ya no sirven, debemos replantear cada acción cotidiana para adaptarnos a esta situación inédita. Afortunadamente, los avances tecnológicos que ha logrado el ser humano están de nuestro lado. La meta ahora consiste en implantar definitivamente estas mejoras más allá de la epidemia y hacer realidad otro de nuestros dichos más populares: “no hay mal que por bien no venga”.

La cultura es un derecho. Tal y como se recoge en la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”, o en el tan mencionado artículo 44 de la Constitución Española: “Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho” y “Los poderes públicos promoverán la ciencia y la investigación científica y técnica en beneficio del interés general”. Este artículo reconoce, por tanto, el principio de libertad cultural y, al mismo tiempo, conlleva la exigencia de una actividad pública encaminada al desarrollo cultural y científico. Más que nunca, durante la cuarentena, todas las capas de la población se han percatado del valor real del arte y, más concretamente, del arte de los sonidos. Nos hemos dado cuenta de que podemos prescindir de muchas cosas en el día a día, pero no de la música. 

Desde que se decretó el estado de alarma, u ordenamientos similares en otros países, hemos visto cómo las instituciones musicales más potentes del mundo se pusieron manos a la obra para hacer llegar la cultura de forma gratuita a los hogares confinados. En los primeros momentos, el Digital Concert Hall de la Orquesta Filarmónica de Berlín, la Metropolitan Opera de Nueva York, el Wigmore Hall de Londres o la plataforma My Opera Player del Teatro Real y el Gran Teatre del Liceu de Barcelona, por citar sólo algunas iniciativas, compartieron generosamente en sus páginas web grabaciones audiovisuales de conciertos o representaciones de excelente calidad que guardaban celosamente en sus archivos. Los miembros de distintas orquestas públicas nos ofrecieron interpretaciones, reflexiones o breves conferencias a través de las redes sociales. Incluso músicos, tanto jóvenes como veteranos, se volcaron en hacernos más llevadera la cuarentena con los auditorios cerrados emitiendo conciertos gratuitos en Facebook o Instagram desde sus casas, una actividad no exenta de polémica por poner en el punto de mira la mal entendida gratuidad del arte. De nuevo, la respuesta inmediata llegó, por ejemplo, con las valiosas iniciativas de Daniel Barenboim, transmitiendo conciertos en directo a través de la red, sin público presencial, desde la Konzerthaus de Berlín. En el caso español, no podemos olvidar los esfuerzos del INAEM para celebrar una maratoniana Fiesta de la Música online el pasado mes de junio. También las radios públicas y privadas aumentaron su oferta de podcasts o agilizaron los trámites burocráticos, técnicos y humanos para generar nuevos espacios elaborados desde los domicilios de la plantilla. Y lo mismo ocurrió con otras disciplinas artísticas, como el teatro, la literatura, el cine, las artes plásticas o la danza.

En la mayoría de estas acciones —podríamos exceptuar exclusivamente las emisiones radiofónicas— el vehículo imprescindible para poder ofrecer el “producto” artístico a la sociedad ha sido internet, que se ha revelado como un medio “casi idílico” para disfrutar desde casa con la buena música. Como decía el compositor Igor Stravinsky: “No basta con oír la música, además hay que verla”. Recordemos que el propio origen de la red de redes se remonta a la II Guerra Mundial, otro de esos momentos históricos de replanteamiento vital en Occidente que modificó sustancialmente el anterior orden establecido, porque, como decíamos, las crisis más profundas consiguen explotar al máximo las capacidades de la especie humana. Por eso, ahora urge generalizar aún más el uso de internet en todo el tejido social, independientemente de la edad o la condición económica. Y no sólo eso, sino también dentro del colectivo musical clásico. Resulta evidente que normalizar y monetizar los eventos online es uno de nuestros retos (tanto para programadores y ejecutantes como para el público) de cara al futuro próximo, y especialmente, con el fin de garantizar la supervivencia de todas las formaciones, sobre todo las que se financian con fondos privados. Para mantener el buen funcionamiento del mundo musical en la era de convivencia con el coronavirus, y también en el período post-pandemia, nuestro objetivo primordial ha de ser la implantación definitiva de una oferta que complemente el modelo de concierto tradicional.

Si bien las transmisiones en el contexto digital nunca podrán igualar el disfrute de la música en directo —y en eso estamos todos de acuerdo—, también es cierto que semejante movilización cultural no puede caer en saco roto. El naturalista inglés Charles Darwin, en su paradigmática obra El origen de las especies (1859), fundamento de la teoría moderna de la biología evolutiva, concluyó que “aquellos miembros con características mejor adaptadas sobrevivirán más probablemente”. Es decir, no resisten los más fuertes ni los más inteligentes, sino los que mejor consiguen adecuarse al medio. En tiempos de confinamiento, por si a alguien aún le quedaba alguna duda, la tecnología se ha consagrado definitivamente como la gran herramienta de adaptación con la que cuenta el ser humano. Por eso, se ha puesto de manifiesto que aquellos organismos que aún permanecían a la cola del tren tecnológico han respondido con más lentitud y menos eficacia a las nuevas condiciones del mercado musical. No lo veamos como una derrota, sino como una enorme oportunidad de evolucionar.

En este punto, la divulgación cultural cobra una importancia radical. Transmitir el mensaje “divino y humano” de nuestro patrimonio musical, como alimento espiritual del alma indispensable para una existencia rica y completa a todos los niveles, se ha convertido en una tarea fundamental que deberá ser valorada aún más por gestores y programadores. El propio concepto de “concierto en directo” lleva aparejados fenómenos como la concentración o la escucha colectiva. La recepción de una sesión de música en vivo lleva siglos proporcionando al ser humano una satisfacción personal e intransferible. Las obras maestras de la historia y las de nueva creación unidas a una interpretación rigurosa y apasionada nos remueven por dentro, tanto en la sala de conciertos como en los teatros de ópera: nuestro espíritu sufre una transformación. Sin embargo, durante la pandemia, nos hemos visto despojados de esta liturgia ritual comunitaria por motivos sanitarios y de seguridad pública. Es entonces, durante el consumo musical en streaming, cuando algunos de estos fenómenos pueden correr peligro. 

La labor de pedagogos, educadores y divulgadores musicales puede suplir parte de estas carencias mediante una apropiada presentación de las partituras, la aportación de materiales complementarios audiovisuales (documentales o charlas) que faciliten las claves de la escucha de una obra determinada e incluso la sobretitulación de guías de audición opcionales mientras se está desarrollando la interpretación musical. Nuestro desafío radica en dotar al “concierto en casa” de la misma aura trascendental que tiene el “concierto en el auditorio”. Debemos conseguir que el distanciamiento físico no impida la cercanía emocional, así como que la actitud del espectador sea tan atenta, activa y plena de energía interna como lo es en las salas. Y, sobre todo, nuestro ímpetu tiene que focalizarse en que estas prácticas se implanten estructuralmente en el desarrollo de la vida musical y perduren en los tiempos venideros. Estoy convencida de que la difusión musical saldrá fortalecida tras estas duras circunstancias que vivimos y no al contrario. Afortunadamente, son muchas las entidades nacionales e internacionales de envergadura que ya remaban en esta dirección siendo enteramente conscientes de su cometido de servicio a la sociedad. Muchas otras se han puesto manos a la obra “gracias al virus”, tras comprobarse que el nivel de progreso técnico alcanzado facilita su viabilidad práctica y económica. 

Esperemos que poco a poco todos asumamos esta nueva realidad y contribuyamos, en la medida de nuestras facultades potenciales y en función del lugar que ocupamos en la cadena de transmisión, a la presentación de proyectos lo suficientemente atractivos como para que la gran música siga llegando a todos los estratos de la población, sin olvidar la tan necesaria creación de nuevos públicos. Instigados por pandemias como la del coronavirus, y otras circunstancias adversas que según los expertos llegarán en los próximos años, se nos presenta una ocasión única de dar por fin el reconocimiento definitivo al contexto digital, también en nuestro ámbito. No tengamos miedo. La capacidad de adaptación es un signo de evolución. Sólo hace falta mirar a nuestros mayores, como Leonard Bernstein, que sigue siendo una referencia musical con mayúsculas para todos los que nos dedicamos a la divulgación musical. Siempre se mostró dispuesto a utilizar el desarrollo tecnológico para que sus propuestas llegasen al mayor número de personas posible. En su madurez afirmó: “A medida que envejezco, asumo más riesgos, tanto en el día a día como en la interpretación musical. La vida se vuelve más expuesta, pero también más divertida, te queda menos, y tienes que aprovechar cualquier oportunidad para probarlo todo”. Hagámosle caso.

 

Eva Sandoval
musicóloga e informadora de Radio Clásica (RNE)