La filósofa y educadora Gayatri Spivak proponía que para educar era necesario mantenerse en la tensión entre dos posiciones que son complementarias y que al mismo tiempo se contradicen. Partir de que la educación se ha construido como sistema que estructura y desestructura, que incluye y excluye, que hace y deshace, que visibiliza y oculta, que somete y libera. Marina Garcés apuntaba a esta ambivalencia como un punto de partida necesario desde el cual pensar prácticas educativas emancipadoras: “no hay cielo o tierra virgen para la práctica educativa; siempre se está en la trinchera, haciendo y deshaciendo los vínculos que estructuran las relaciones establecidas de cada sociedad y de aquellas que se quieren transformar”. Para repensar la educación, y para confiar en la posibilidad de construir otras formas de aprendizaje, hay que partir de que cualquier acción educativa lleva implícitas tensiones históricas, sociales y culturales en los contextos específicos donde se producen. Negar estas tensiones equivaldría a pensar que podemos partir de cero sin tomar responsabilidades en un mundo lleno de fisuras.
La pandemia ha obligado a improvisar nuevos escenarios culturales y educativos que hacen todavía más visibles las fracturas sociales que arrastramos desde hace siglos. Digo visibles, porque estaban allí antes de que comenzara la crisis del coronavirus, aunque ahora nos toquen de manera más sensible y profunda. Esta nueva situación ha incendiado las redes de viejos y nuevos debates sobre quién tiene acceso o no a la educación, a quién se dirige la cultura, qué puede la educación en tiempos de pandemia, qué contamos cuando todo esto acabe o de qué manera la cultura y la educación se hacen cargo del mundo cuando ambas se encuentran bajo mínimos. La interrupción de nuestras actividades cotidianas ha permitido escuchar más y mejor estos contratiempos y la incertidumbre de no saber qué vendrá después ha colocado sobre la mesa la clásica pregunta sobre el sentido de la educación. Parece ser que cuando las cosas están más revueltas nos urge volver a las preguntas esenciales: ¿hacia dónde se dirige la educación?, ¿es posible educar “hacia un ideal” cuando no hay una ruta definida?, ¿educar para el futuro?
Con la crisis de telón de fondo, me pregunto cómo la educación artística se hace cargo hoy de estas preguntas y de qué manera las pone en práctica. En estos últimos años, hemos sido testigos de numerosos debates sobre la importancia de “educar a través del arte”. Muchos de estos discursos se han poblado de conceptos como experimentación, transformación, creatividad e innovación para definir prácticas que están lejos de situarse en los márgenes: es decir, fuera de una educación dominante. Creo que cuando hablamos de educación artística hay que partir de un terreno incómodo y contradictorio. Los términos educación y arte traen consigo tensiones que cuando se unen se vuelven todavía más evidentes. Bajo esta premisa, me parece necesario proponer una educación para la emancipación que se sitúe en un terreno incómodo. “Emancipación”; porque implica pensar y actuar por uno/una misma. “Educativa”; porque se produce a partir de la posibilidad de aprendizaje y no de unos saberes acumulados. Y “desde lo incómodo”; porque se sitúa en la tensión que lo que al inicio definimos. La emancipación, entendida como forma de “pensar por uno mismo”, ha generado posiciones contradictorias porque ha liberado en tanto que ha oprimido. Es decir, los relatos ideales de la emancipación como práctica de libertad fueron posibles porque justamente negaron otras formas de conocimiento. Si queremos construir “otra” educación, debemos situarnos en estas contradicciones y asumir sus tensiones como punto de partida. Eso implica hacer y deshacer de forma continuada como condición para nuevos escenarios cuyos conocimientos sean heterogéneos y no exclusivos. Llevados a la práctica, estos conocimientos se traducirían como proyectos sin jerarquías ni formas dirigidas de aprendizaje que permitirían apropiarnos de ellos para ir hacia lugares desconocidos. En términos de Rancière, provocarían escenarios de disenso donde las fronteras entre individuos y miembros de un cuerpo colectivo quedarían diluidas.
La siguiente cuestión es cómo plantear proyectos emancipadores dentro de las instituciones culturales. Es decir, si es posible “desinstitucionalizar” desde las instituciones para provocar cambios desde dentro y hacia fuera. Para ello, y para evitar que algunas ideas acaben en propuestas anecdóticas, es necesario pensar desde los márgenes sin salirse de ellos. Para transformar los viejos paradigmas hay que encontrar sus límites y expandirlos sin abandonarlos, asumiendo que solo se trata de un cambio de rumbo y no de un destino.
Una educación crítica, que se construye sobre terrenos resbaladizos, implica también un ejercicio de revisión de las formas y los contenidos de los proyectos. Los conciertos “didácticos”, por ejemplo, contienen los clásicos problemas de una educación artística no revisada. Por lo general, se basan en la reproducción acrítica del cánon musical. Una idea que responde al relato de que “la música” hace mejores y más inteligentes a las personas y que por ello es fundamental que los niños conozcan los grandes clásicos. Es decir, que reproducen los valores dominantes en vez de reconsiderar su legitimidad. Además, se basan en la idea de “didactización”, que simplifica la forma y el contenido como único modo de acercarse a los niños. Estas prácticas se fundamentan en valores y creencias no revisadas, unidas a una visión reducida del adulto hacia el niño: aquella en la que el adulto decide qué es lo mejor para ellos.
Walter Benjamin decía que los errores de los adultos tenían que ver con la necesidad de “dejar huella” en los niños. En su historia cultural del juguete, analizó cómo los juguetes mostraban los errores de concepto de los adultos, convencidos durante años de que los niños eran hombres y mujeres a escala reducida. Decía que las modificaciones más interesantes de los juguetes se producían a partir de lo que hacían los propios niños al jugar y no del juguete en sí mismo. El error del adulto estaba en caracterizar al juguete presuponiendo unas determinadas necesidades infantiles que debían ser cubiertas. Como si el niño jugara porque reconoce algo del adulto en el juego. Los conciertos didácticos, así como los juguetes “hechos a medida”, están plagados de pequeñas decisiones que esconden necesidades no superadas de los adultos hacia los niños. Es, como decía Benjamin, la ideología del “seguir mal que bien como hasta ahora”. La “caracterización” de un juguete, como el contenido de un concierto, en tanto se dirigen hacia un ideal para el cual educar o hacia unos valores que hay que transmitir, provocan limitaciones en las experiencias de los niños. Pierden la capacidad de provocar lecturas distintas a las dadas y les impiden construir mundos posibles donde el adulto no esté presente.
Sin una educación crítica en las artes acabamos reproduciendo los errores clásicos de una educación dominante. Por eso, y tomando como pretexto los conciertos didácticos, sugiero pensar dos caminos para una educación artística emancipadora: en primer lugar, apostar por proyectos de nueva creación que persigan una relación con el sonido amplia, sin prejuicios ni jerarquías. Que se fundamenten en ése “jugar sin sentido”. Por el otro lado, propongo una revisión antropológica de los contenidos de los conciertos basados en el repertorio clásico. Eso significa preguntarnos qué contamos hoy a los niños, por qué y para qué. Qué esperamos que los niños hagan de esas experiencias y, sobretodo, qué tanto desconocemos. Reescribir implica pensar de dónde surgen las cosas. Volver a lo genuino para provocar el juego. Sin duda, ése es el gran reto de la educación artística.