“La desintegración de la humanidad y la conservación de los bienes del espíritu eran tan poco compatibles como el refugio antiaéreo y el nido de la cigüeña” (Th. W. Adorno)

Una definición de cultura, que es subterránea al mundo occidental, es aquella que ya se forjó en el mundo griego antiguo, en la que se presuponía que la cultura nos haría mejores. Se concreta en el término latino, que hemos heredado en el español, a nivel etimológico. Su relación con el “cultivo” tiene tres connotaciones, al menos. En primer lugar, la cultura es orgánica –sin más poesía de la que merece: me refiero a que está siempre luchando por sus condiciones de y derecho a la vida, en realidad–. En segundo lugar, que podría haber un “sustrato” mejor que otro. Es decir, que la cultura no es neutral. 

La cultura sería aquello que nos diferencia de no ser plantas, dicho a lo bruto, o de poder establecer una jerarquía entre especies, dicho de forma más refinada. La jerarquía, claro, establece también roles de dominación, peso eso es harina de otro costal. Eso permite que gran parte de las aproximaciones teóricas hayan situado, justamente, en la cultura nuestra humanitas, lo específicamente humano, por más descabellado que pueda parecer que nos guste la misma música que a alguien como Hitler. Los constantes atentados contra la humanitas —por cierto constituida antes de que sepamos decir qué es exactamente la cultura y que en ningún caso se ve protegida por apelación a su cultura— han hecho que se cambie poco a poco el prisma ante la comprensión de la cultura. Creímos, una vez más, que seríamos mejores después de momentos de oscuridad. Parece lógico pensar que los peores tiempos saquen aquello que esconde la promesa de la humanitas: la solidaridad, la empatía, el esfuerzo común. No hay consuelo para la gran decepción que se encuentran los que confiaban en la cultura como herramienta de mejoría y correlacionaban lo peor con lo mejor: toda expectativa se convertía en frustración de la posibilidad de anhelar.

En el siglo xx, ya no se trata solo de pensar la cultura, sino también qué sucede en la unión de la cultura con la industria, que toma su forma definitiva en la década de los años 40. En los últimos años, además, hemos asistido a la ampliación de la industria cultural en su unión con las “industrias creativas”, que celebran, a la vez que anuncian, el peligro de que una idea que se nos ocurriera en la ducha o paseando al perro se pudiera monetizar. La creatividad, como anuncia Terry Eagleton, articula una “forma estética de capitalismo”. Resultan dudosas, también, las definiciones tan amplias como aquella de la UNESCO de 1982, que reza «La cultura puede considerarse como el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan una sociedad o un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias». Hay cierta cobardía en la definición: al intentar decir tanto, no dice nada del todo. Pero tampoco basta, aparentemente, con renunciar a tratar de comprenderla. Definir la cultura no se trata de ocio intelectual, sino de lo que se pone en juego en nombre de la cultura. La cultura es siempre un proyecto, pero no tanto de autodefinición sino uno que, más bien, construye una y otra vez la pregunta por lo que se puede esperar de la cultura. Y, gracias a la inclusión del arte, también lo que no se puede esperar, ya que el arte tiene entre sus cometidos el de romper con la posibilidad de la espera, la ruptura con lo útil, la necesidad de la justificación, la corrección de la expresión. Es decir, en el arte –que, esperemos, está dentro de la cultura– se ponen entre suspensos algunos de los corsés (morales o de otro tipo) que la humanitas podría llegar a exigir. 

La tercera connotación de la relación de la cultura con lo agrícola es la aparición del cuidado. De hecho, en el mundo antiguo cultura hacía referencia más a una “actividad” que a una “entidad”. Aunque les suceda como a mí, que nunca me salió la plantita de la lenteja en el yogur con un algodón humedecido en su interior, como pedían los mínimos curriculares de ciencias naturales en el colegio, sabemos que un cultivo hay que cuidarlo constantemente. Por eso, la cultura y los cuidados van de la mano. No se oculta este rasgo ante la terminología, fundamentalmente extendida en el ámbito de las artes visuales, de la “curaduría”. La figura del curator comenzó a tener presencia significativa, sobre todo, a partir de la década de los 2000. La idea de “cuidar” los contenidos –por ejemplo, de una exposición– buscaba, así, diferenciarse de la “mera” gestión. Este término, al menos, abre dos asuntos polémicos. Por un lado, la idea del “cuidado” de los contenidos nos habla de un pulso al que la cultura nos reta desde siempre: que no hay nada evidente, que no hay forma de entender de manera inmediata los derroteros culturales. No hay que pasar por alto que “cuidar” surge de cogitare, pensar. Así que la curaduría es una forma de “pensar” la cultura. Por otro lado, la noción peyorativa subyacente a la administración y gestión frente a la curaduría. La división del trabajo en este marco es también una división de reconocimiento. Habría un trabajo anónimo, silenciado, el de la gestión administrativa y de servicios y un servicio espiritual, con firma. El discurso de un curator es lo que da sentido y discurso a una propuesta artística. Ya habrá alguien que cuelgue los cuadros, que limpie la sala, que encienda y apague las luces, que corte las entradas. La división del trabajo, además, implica que quien decide lo que se piensa sobre la cultura también vigila qué se planta, por seguir con la metáfora, y cómo se abona aquello. El curator se superpone, así, a la periclitada noción de autor, tan criticada a mitad del siglo xx e incide en la deriva normativa de la cultura. El cuidado, en este sentido, se acerca a esos desarrollos de la biología alimenticia que surten nuestros supermercados de brillantes y redondos tomates o de pimientos troquelados con la misma forma. Una curaduría que no esconda un componente moral preestablecido hacia lo mejor es uno “bastardo”, en palabras de Valeria Graziano, que señala que la curaduría, el cuidado de la cultura, no pasa necesariamente por la “idea de inclusión, potenciación o participación”, que convierte el cuidado (cultural) en una dependencia de la imposición de discurso. Ella defiende la resistencia al “servir para algo”, es decir, se sitúa en la incondicionalidad de la definición más radical del cuidado. Volver “bastarda” la curaduría es desplazarla hacia la “di-versión”, «la experiencia de lo diferente» y la inutilidad frente a la hiperexigencia de seriedad y utilidad del capital.

Amaia Pérez Orozco señala que el cuidado “convierte una vida posible en una vida cierta”. Parece que el arte, por su parte, opera en lo opuesto: la conversión de una vida cierta en una posible –la conversión de nuestro tiempo cronológico en el de una sinfonía, la de un actor en su personaje o la de la textura de un óleo en una pintura-. Ya desde Aristóteles, al menos, nos interesa el arte porque se parece a lo real pero no lo es del todo o, al menos, nos da alguna tregua con respecto a lo real. Es imposible aquí profundizar sobre esta cuestión por espacio y por tiempo: llevamos discutiendo sobre el asunto más de 2.500 años. El arte no se agota en ser un mero componente de la cultura, sino que justamente pone en duda todo lo que puede hacerla pasar por neutral. El arte hace habitar a la cultura ese punto intermedio entre lo cierto y lo posible. La cultura, así, no se agota en lo que ella hace por nosotros, sino que la propia idea de humanidad está en peligro por lo que hace en nombre de su cultura. Tan peligroso es lo carente de peligro como la asfixia de las últimas palabras de una cultura herida de muerte que, a duras penas, puede ya hablar en su propio nombre.

“Cuídate”, con todas sus variantes (enfática: “cuídate mucho”, inclusiva: “cuidaos”, “cuídense”, intensa: “cuídate, hazme el favor, venga, anda”, etc.) es, quizá, el imperativo más utilizado en estos últimos meses. Qué más podíamos hacer en una situación desconocida para todos, en la que lo que estaba en juego eran las condiciones mismas de la división entre lo posible y lo cierto

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Marina Hervás
profesora, filósofa y musicóloga