Hay momentos y situaciones clave que determinan el curso de la historia de forma irremediable. Estas desestabilizaciones o puntos de inflexión son capaces de alterar los ciclos vitales y los niveles tróficos del planeta a través de diferentes grados de acción. Si enumeramos algunas de estas causas siguiendo un orden progresivo, de macro a micro, podríamos comenzar con los desastres naturales, para pasar a los provocados por los seres humanos (a través de revoluciones sociales y tecnológicas, guerras, el colonialismo, mafias, sectas o grupos de poder), a las plagas de insectos que infectan el reino vegetal o a las acciones del mundo microscópico sobre las estructuras geológicas y los seres vivos para llevar a cabo la imposición de un nuevo orden. De esta forma, surgen encrucijadas o catástrofes que afectan a la selección natural y a la pervivencia de las especies a través de cribas y procesos de evolución que pueden llegar a tener resultados traumáticos.
Estos períodos críticos también se manifiestan en ámbitos más abstractos o intelectuales. Dejando al margen las cuestiones materiales o económicas, ¿existen las calamidades artísticas o momentos de no retorno desde una perspectiva estética o moral? En nuestro micro-mundo de la música las pugnas entre el Ars nova y el Ars subtilior fueron dramáticas. Y qué decir del cambio de paradigma que impuso el Clasicismo frente al Barroco. O, si pensamos en la irrupción del psicoanálisis, cabe observar como consecuencia directa el nacimiento del simbolismo, que cristalizó en las matemáticas y proporciones encriptadas que aparecen en la obra de Claude Debussy o Béla Bártok. Consideremos, a modo de ejemplo, cómo el estudio de la física-acústica de Helmholtz, a mediados del siglo xix, se convirtió en el faro que guió el universo sonoro de Edgard Varése, de Henry Cowell y posteriormente de Karlheinz Stockhausen o la escuela espectral de Gérard Grisey, Tristan Murail, Kaija Saariaho o Fausto Romitelli. Podríamos asimismo añadir el pensamiento científico en la orquestación asistida por computadora o la música electrónica y sus múltiples hibridaciones con la interpretación instrumental.
Todo evento relevante desencadena consecuencias también en la historia de la música. Hubo también compositores nostálgicos que en el Clasicismo continuaban escribiendo al modo de Telemann y quienes en el siglo xx imitaban aún el Romanticismo. Es más, algunos autores se vanaglorian de escribir en estilo Barroco en el siglo xxi. ¡Qué le vamos a hacer! No todos los seres vivos evolucionan o se adaptan al medio a la misma velocidad.
Hace años que observo en el circuito musical de nuestro país una tendencia generalizada a la melancolía por estéticas pasadas, por las fórmulas conocidas y repetidas hasta la saciedad. Se percibe una querencia por “lo de siempre” que se ha impuesto en diferentes planos de la sociedad y que ha afectado gravemente a nuestro ambiente e instituciones musicales. Pero ¿por qué esto mismo no sucede en Francia, en Alemania, en Austria, en Reino Unido o en los países nórdicos? ¿Cómo es que en la mayoría de las mejores orquestas y teatros del mundo se trata la gran música del pasado con el mismo respeto y entusiasmo que la creación artística de hoy? En mi opinión, sin entrar en detalles, creo que se debe a que en España hay todavía un enorme desnivel educativo que no acaba de encajar con el puzle profesional de nuestro entorno. Se trata de una asincronía patria en comparación con el devenir evolutivo internacional de nuestro sector.
Tradicionalmente España ha sido y es un país de talento artístico y con una sorprendente capacidad para la improvisación ante las adversidades. Sin embargo, creo que en el fondo a todos nos entristece comprobar que, especialmente en nuestras latitudes, despiertan simpatía el pícaro, el charlatán, el desparpajo del inconsciente, el que medra haciendo trampas, el que se atreve a decir la mayor barbaridad, e incluso el friki. Hace gracia, pero para quienes vivimos el arte con autenticidad y con pasión, duele comprobar comportamientos tan alejados de la disciplina, el respeto y el amor por el juego limpio.
Aquí se han impuesto con facilidad los eslóganes, las ingeniosidades, y pocos los han cuestionado por el simple hecho de aparecer en un medio escrito: “la mejor orquesta del país”, “el mejor gestor”, “la mejor sanidad del mundo”. Todo ello sin comprobar los datos de forma objetiva, sin realizar autocrítica ni comparaciones con otras realidades. Esta simplificación de los mensajes es típicamente posmoderna: es el neo-discurso de la neo-realidad. Es el neo-infantilismo, el “buenismo” (que impregna y anestesia nuestro entorno igual que el virus), que no diferencia el talento y el trabajo de la vagancia o la inutilidad a fin de no ofender al personal, es el “sobresaliente general” de los “grandes profesionales y mejores personas” (probablemente expresada con candor, pero esta frasecita siempre me ha parecido un verdadero insulto a cualquier profesional).
Y en marzo de 2020 irrumpió en España la covid19, que arrasó vidas, la actividad cultural en vivo y el 18% del PIB. Pero lo que realmente puso sobre la mesa y sin ambages esta crisis es nuestra realidad en todos los ámbitos: sociopolíticos, industriales, empresariales, de infraestructuras, de hábitos y de gestión. Los lemas y las ocurrencias ya no tenían mucho que hacer en esta situación; no colaban. En el ámbito musical, excepto alguna radiante excepción (como por ejemplo el Teatro Real), se demostraba que gran parte del país hacía décadas que había perdido el tren de la Tercera Revolución Industrial; de la noche a la mañana “nos dimos cuenta” de que la mayoría de los auditorios no tenían equipamiento tecnológico ni audiovisual a la altura de una difusión en streaming profesional (algunos, ni siquiera cuentan con sistemas de amplificación eficientes o con conexiones HDMI para vídeo). El Digital Concert Hall de Berlín, la Wiener Konzerthaus, la Staatsoperlive de Viena y tantas otras plataformas musicales y operísticas online mundiales no tuvieron ningún problema en modificar sus programaciones durante la crisis y fueron capaces de mantener una actividad de emisiones realizadas con altos estándares de calidad. Las comparaciones son odiosas, sí, pero inevitables. Lo eran antes de la crisis sanitaria y, ahora, aún más.
Tras el fin del Estado de Alarma, con cierta valentía y cautela al mismo tiempo, hemos asistido a conciertos que han decidido adaptar aforos en “marcos incomparables”, con plantillas orquestales escuálidas y desajustadas por las distancias, para recrear repertorios tradicionales con una también reducida selección de autores y con obras ya escuchadas con anterioridad miles de veces. Comprendo la morriña, pero, francamente, no comparto esa mirada melancólica hacia el pasado. No me parece ni práctica ni interesante desde una perspectiva estética. Las crisis necesariamente provocan alteraciones graves y, en una expresión artística genuina (como espejo de la sociedad coetánea), estos puntos de inflexión han de generar necesariamente cambios de rumbo radicales.
He detectado que la mayoría de nuestras orquestas y festivales (antes y después de la pandemia) parece esquivar la gran música de los siglos xx y xxi, que precisamente está concebida para ensembles flexibles y con incorporación de tecnología: para formaciones que sí permiten la famosa “distancia social”. Leo expresiones como “resistir” o “volver a la normalidad” y saco en conclusión que muchas gerencias musicales obvian el gran giro que nuestra sociedad ha sufrido en el último siglo. Nos encontramos en medio de una revolución tecnológica desenfrenada, con una catástrofe ecológica sin precedentes que afecta nuestro aire y nuestros océanos, mientras vivimos inmersos en una auténtica III Guerra Mundial ante un enemigo invisible y muy difícil de doblegar que amenaza a la supervivencia de la especie. Evolucionar es una ley biológica insoslayable.
Volver a programar sinfonías de Beethoven, Haydn o Mozart y su célebre Réquiem en homenajes post-covid19 —aunque sean obras hermosas y formen parte del patrimonio cultural de la música occidental—, no es muestra auténtica de una innovación artística que dé respuesta al brutal contexto que nos asola en nuestras vidas. Hemos de cuidar el repertorio musical del pasado, no cabe duda, pero ha de dialogar con la sociedad de hoy y resulta vital establecer puentes estéticos y de pensamiento que remuevan el alma de las personas para alcanzar el verdadero potencial catártico y regenerador del arte. Por poner un ejemplo, cosa bien diferente sería, se me ocurre, programar una estructura tripartita con el Treno por las víctimas de Hiroshima y De Natura Sonoris de Penderecki que concluyera con L’Ascension de Messiaen como homenaje a las víctimas del coronavirus y que supusiera un diálogo con las fuerzas irrefrenables de la naturaleza. Una propuesta de este tipo manifestaría una reflexión y una comunicación directa con el corazón de las personas, a partir de una intencionalidad y unas miras artísticas que vayan algo más lejos de lo “de siempre”.
Observemos lo que Daniel Barenboim y Emmanuel Pahud llevaron a cabo en Berlín en plena pandemia: encargaron diez estrenos a compositores relevantes en diálogo con obras de Boulez y se retransmitió online un vídeo-festival extraordinario, con entrevistas y divulgación cultural de primer orden, disponible en todas las plataformas digitales y redes sociales que gozó de una difusión absolutamente estratosférica. Con una realización audiovisual austera y con mucho gusto, ha supuesto una iniciativa artística que pasará a la historia por el valor de su trasfondo estético.
La llegada de internet a los hogares hace unos 25 años, así como la tecnología e impacto de los espectáculos en ámbitos como el rock o la electrónica debería de haber llamado la atención a los auditorios y gestores de nuestro país que, en gran parte, han seguido repitiendo modelos de concierto de los siglos xviii y xix. La prioridad debería haber sido potenciar la educación y apoyar el desarrollo profesional dentro de nuestro país, equipar permanentemente nuestros auditorios con una adecuada arquitectura acústica modular y adaptable, con aforos móviles y flexibles, con proyectores de vídeo de calidad, equipos de audio, luces, informática y electrónica con las máximas prestaciones, contar con un personal técnico en constante actualización tecnológica, así como poner al frente de estas instituciones a personas muy formadas y con altas dosis de creatividad.
De manera general, estas últimas décadas España ha vivido bastante de espaldas a la revolución tecnológica multimedia en el ámbito de la música. Hace mucho tiempo que debería haberse reflexionado qué significa hoy en día poder contar con una orquesta sinfónica en una ciudad. Ya lo hizo Pierre Boulez al frente de la Filarmónica de Nueva York hace casi 50 años: un gran colectivo de músicos es una fantástica herramienta que suma pero que también se puede dividir flexiblemente en conjuntos paralelos. De esta forma sus integrantes podrían realizar un mayor número de conciertos ofreciendo un abanico de estéticas, plantillas y sonoridades más amplio que el habitual. Aprovechar el talento e inquietudes de los músicos de una orquesta significa poder gozar del gran repertorio del Clasicismo y del Romanticismo una semana y la siguiente de varios programas consecutivos con repertorio barroco, de los siglos xx o xxi, de cámara, de ensemble, con electrónica y en diálogo con las corrientes de músicas más populares, con incorporación de vídeo, con formas del teatro musical o de ópera de cámara, o bien mediante recitales líricos con plantillas imaginativas que permitan una recuperación sistemática y de nivel del patrimonio español.
Un compromiso con el devenir de una sociedad plural actual ha de cuidar necesariamente el jardín heredado, pero también ha de podar ramas secas para favorecer el florecimiento de brotes nuevos. Para lograrlo hace falta transformar y desarrollar nuevos modelos de gestión, sistemas de contratación y planteamientos artísticos que se salgan de “lo típico”. En nuestro país la covid19 debería suponer un revulsivo radical en el ámbito musical: ser un huracán, un tsunami, un meteorito que forzase una regeneración inmediata del ADN del sector. Como sucedía con los puntos de inflexión expuestos en mi introducción, se trata de una decisión en un marco binario: evolucionar o disolverse en el éter de la vacuidad.
Dos ejemplos históricos nos pueden servir de guía en esta situación. El primero está extraído del período de entreguerras (en concreto entre 1922 y 1936), cuando la BBC diseñó y ejecutó un plan absolutamente calculado y concebido para emitir la música más innovadora de su tiempo y contribuir a la educación y actualización de la cultura de su ciudadanía. Los compositores, las obras y la estructura de los programas emitidos durante aquellos años serían absolutamente imposibles de imaginar en la España actual por su modernidad (¡un siglo después!). Y es que, si algo diferencia aún hoy día a la radiotelevisión pública británica de otras es su genuina vocación de servicio y su énfasis en una educación de calidad.
El segundo caso que viene a mi cabeza es el trauma provocado por la II Guerra Mundial: tras la capitulación alemana, los jóvenes compositores europeos consideraron un despropósito seguir escribiendo música al estilo post-romántico, el mismo que había ambientado el escenario que había conducido a una catástrofe de tal magnitud. Era necesaria una tabula rasa, un cambio de paradigma absoluto que irradiase un saneamiento en la dirección del arte como consecuencia de la tragedia vivida. Para ello, se tomó como punto de partida la música rechazada por el nazismo: la Segunda Escuela de Viena. De ahí surgieron los aún vigentes cursos de Darmstadt o el Festival de Donaueschingen que se erigieron como epicentros artísticos de intercambio de ideas en un ambiente de fraternidad internacional y con la mirada fijada en un horizonte diferente.
Cada vez que dirijo en la Wiener Konzerthaus pienso en el significado que tiene la inscripción de su fachada (extraída del coro final de los Maestros Cantores de Wagner): “¡Honrad a los maestros alemanes y conjuraréis a los buenos espíritus!”. Este auditorio se construyó en Viena en 1913 con el deseo de que se convirtiera en el templo de la música contemporánea, en el punto de encuentro entre el pasado y el futuro. El reino de la música es el símbolo de unión entre los diferentes pueblos alemanes y así, en el camerino, uno se emociona al ver enmarcados los programas de estrenos de Richard Strauss o de Arnold Schoenberg y siente felicidad por contribuir a esta labor con un estreno de Olga Neuwirth. A continuación pienso: ¿cuándo podré hacer algo así en mi país? Deseo fervientemente que todos los músicos españoles jóvenes que trabajan en el extranjero en proyectos similares puedan algún día regresar y renovar definitivamente España con ese compromiso artístico y social que vivimos con tanta convicción fuera de casa. La pandemia nos confronta con nuestra realidad y es hora de reaccionar drásticamente.
España ha dado a luz numerosos grandes músicos, gestores y teóricos sobradamente preparados y dispuestos a cambiar radicalmente el viejo régimen. Quizá no debamos de apelar tanto a la nostalgia y haya que pasar a la acción: reflexionar un poco más sobre el siglo en el que vivimos y evidenciarlo en propuestas artísticas y tecnológicas al máximo nivel que seamos capaces de realizar. El texto (ya sexagenario) de “The Times, They Are a-Changin’” de Bob Dylan resulta aún hoy muy oportuno:
“Reuníos a mi alrededor gente,
por donde quiera que vaguéis,
y admitid que las aguas
de vuestro alrededor han crecido,
y aceptad que pronto
estaréis calados hasta los huesos.
Si el tiempo es para vosotros algo que
merece la pena conservar,
entonces mejor que empecéis a nadar,
u os hundiréis como una piedra,
porque los tiempos están cambiando.”