El término «Hausmusik» representa, en los territorios de lengua alemana, y sobre todo, en la época conocida como Biedermeier (de 1830 hasta la fundación del Segundo Imperio, en 1871), la práctica musical frecuente en los salones de la clase culta burguesa, que se refugia en la intimidad del hogar y en la cultura como reacción al fracaso de las iniciativas políticas progresistas y a la crisis estética que produce el final de la época de los grandes genios (Beethoven fallece en 1827 y Goethe en 1832). La casa, un espacio tranquilo y bello para leer y tocar música, ofrece el consuelo que no se encuentra en la vida política y, al mismo tiempo, cultiva y disfruta el arte dentro de unas dimensiones humanas —caseras—, evitando el peligro de la genialidad desatada que puede llevar al abismo y a la locura.

A pesar de lo conservadora que pueda parecer esta postura frente al arte, las veladas musicales en los salones tienen una relevancia enorme para el desarrollo de la música en todo el xix y hasta entrado el xx, así como para la educación musical en términos generales. En el seno de las casas se consolidan y difunden algunos géneros hoy en día canónicos de la música instrumental y vocal (especialmente el Lied, obras de cámara, piezas de carácter, etc.) y gran parte de lo que hoy es repertorio de concierto fue previamente música de salón, pues era allí donde se tocaba y se escuchaba, no en los grandes teatros. En la «Hausmusik», pues, cabe destacar que tiene tanto peso el elemento privado como el elemento participativo. 

Para «Hausmusik» nunca ha existido una traducción exacta —de hecho, no se suele traducir—, porque tampoco se dio esa práctica de la misma forma en España, pero podría ser adecuado crear ahora el término de «música en casa», pues la nueva expresión nos permite saltar a las circunstancias de nuestro presente, que nos han obligado a hacer «en casa» todo. 

Ya no nos extrañan las reuniones por videoconferencia «en casa» ni el hecho de que hayamos trasladado a lo que es nuestro espacio privado la práctica totalidad de cuanto antes tenía lugar en espacios públicos (trabajar, reunirse, ensayar y tocar con otros, etc.). Aun así, no deja de ser toda una revolución la rapidez con que hemos naturalizado esta fusión de lo privado y lo público y, con ello, también de lo íntimo y lo multitudinario, lo selecto y lo masivo, lo espontáneo y lo preparado, lo efímero y lo repetible, lo social y lo individual. Para la música, o más bien para la práctica de los conciertos y la asistencia a espacios donde se toca y se escucha música en directo, esta particular modalidad «en casa» tiene una serie de implicaciones que merecen cierta reflexión. Para iluminar un poco la idea de la «música en casa», volver la vista atrás, hacia la «Hausmusik», nos proporciona algunas claves.

Lo privado y lo público

Si nuestras casas se han convertido también en nuestros espacios de ocio, en salas de teatro, cine y conciertos, para los músicos, actores o bailarines también han hecho y hacen las veces de salas de ensayo o grabación y de pequeños escenarios. Con todo, a pesar de todas las facilidades tecnológicas y de la naturalización de la música «en casa», el resultado, o el efecto, o quizá sólo las sensaciones son distintas y a veces no del todo convincentes. 

En el fondo, la videoconferencia tiene todos los riesgos del directo, incluido el pánico escénico, con la desventaja añadida de que el potencial desastre puede quedar grabado y ser reproducido; en comparación con el atractivo del directo y calidez de tocar con la emoción y el nervio que aporta la ocasión irrepetible, la música tocada frente a un ordenador o con el público al otro lado de una pantalla en cierto modo está menos viva, si bien al menos escapa del abucheo si sale fatal, y siempre se puede recurrir a un repentino fallo de conexión, real o fingido. En suma, no cabe duda de que la peculiar «Hausmusik» del 2020 trae consigo un cambio de paradigma de cuyo alcance quizá no somos todavía conscientes… como en otras épocas no se fue consciente al inicio de que se estaba produciendo un cambio importante.

Acostumbrados a ir acompañados por el móvil o aparatillo de mp3 a todas partes y ya sin recordar apenas lo que eran los vinilos, casettes o CDs, quizá tampoco imaginamos la revolución que supuso en tiempos el propio invento de la grabación musical. La literatura nos transporta un siglo hacia atrás para recordarlo, y del revuelo que causó cierto «aparato acústico» encontramos una descripción muy curiosa en La montaña mágica de Thomas Mann (1924): la última aventura a la que se enfrenta el personaje principal, después de siete años de confinamiento voluntario en el sanatorio de la alta montaña —estamos en 1913 o principios de 1914, justo antes del estallido de la Gran Guerra—, no es ni más ni menos que la llegada de un «ingenioso juguete» o «cuerno de la abundancia» que tiene un efecto mucho más poderoso que otros inventos del demonio de los nuevos tiempos como «la linterna mágica o el tambor cinematográfico», que también aparecen al principio de la obra. A Hans Castorp, este «nuevo placer para los sentidos» lo salva del tedio, pero lo arrastra al máximo peligro posible, que es dejarse llevar por el puro disfrute del arte hasta el punto de olvidar la existencia del tiempo y, como consecuencia irremediable, renunciar a la vida. 

Queriendo tratar aquí este tema, que es central en su obra, el efecto secundario es que Mann nos deja una clave esencial del cambio estético y, sobre todo, del cambio en los en los rituales de escucha que supuso la música grabada, aquí, con el gramófono: «[…] no era como si una orquesta de verdad estuviese tocando en la habitación. A pesar de que la sonoridad no se veía afectada, era como si la perspectiva del sonido estuviese acortada. Se hubiese dicho —si es posible comparar un fenómeno acústico con un fenómeno visual— que era como mirar un cuadro a través de unos gemelos puestos del revés, de manera que parecía alejado y empequeñecido, sin perder nada de la claridad de su dibujo o la luminosidad de los colores. […] Luego el mecanismo se detuvo automáticamente. Todos aplaudieron entusiasmados.»

No podemos evitar sonreír ante la idea de un público aplaudiendo al aparato —cosa que luego vuelve a darse con la música electrónica, donde ya no aparecen en el escenario los intérpretes, sino sólo los altavoces, y bien extraño que es el efecto que produce—, pero al margen de cierta ironía, no es un detalle menor que aquí Mann relate cómo se mantiene el acto social de compartir la música: el concierto ahora sale del disco, pero sigue siendo una actividad que tiene principio y final y forma parte de un programa de ocio, como son también las conferencias, los juegos de sociedad, las cenas, etc. Para Castorp, el gran peligro llega cuando descubre la posibilidad de oír música al margen del ritual social que lo acompaña y que, de algún modo, suponía una estructuración del tiempo, y cuando se dedica a reproducir discos para sí mismo sin hacer ya nada más en todo el día, ni siquiera pensar.

Lo que en este pasaje del gramófono permite establecer un paralelismo con nuestro momento es la idea de que, en sus inicios, al público le desconcierta el tremendo cambio de medio, pero no le hace cambiar sus rituales de escucha ni le lleva a plantearse otras cuestiones, como la posibilidad de acceso a la música sin necesidad de asistir físicamente a un concierto, la democratización que esto supone o el potencial que representa aplicado a la formación y la difusión de la música. Se requiere distancia para apreciar hasta dónde ciertos cambios de medio van ligados a toda una revolución artística, pedagógica y hasta social.

Para empezar, lo que llamamos «música en casa» en todas las nuevas formas que hemos conocido en los últimos meses —conciertos en streaming, coros y orquestas deslocalizados y despiezados a través de Zoom, sesiones de música de cámara retransmitidas, etc.— no tiene nada que ver con la música grabada «de toda la vida», y el debate está mucho más allá de la diferencia entre la música en vivo «normal» frente a la «música enlatada». Puede decirse que nos encontramos ante una tercera categoría, una categoría nueva e híbrida, no ante un simple gramófono más sofisticado, ahora con imagen y opción a darle un «me gusta» o de hacerle peticiones al intérprete a través del chat. Inventos del demonio, como el gramófono en su día.

Escuchar y ser visto

Ni se plantea como cuestión estética si afecta al propio concepto de música o de cultura que escuchemos grabaciones al mismo tiempo que hacemos cualquier otra cosa (larga vida al Canal Clásico, que de tantas horas de viaje o actividades tediosas nos salva). Ahora bien, ¿oír la radio es lo mismo que asistir en streaming a la interpretación síncrona de una obra musical? ¿Nos resulta igual de fácil ponernos a cocinar —por ejemplo—, mientras vemos a los músicos tocar en directo, aunque no nos vean ellos a nosotros como en la sala de conciertos? ¿No da un poco de apuro ver además de oír, pero no ser vistos por quien está actuando como si fuera en directo? ¿Qué sentido tendrían aún estos conciertos virtuales, existiendo grabaciones desde hace cien años, o pudiendo grabarlos en un estudio cualquier otro día? Sin entrar en absoluto en cuestiones técnicas, tímbricas, etc. ¿qué implica para los propios músicos tocar con las exigencias del concierto en directo, pero imaginando que el público —aparte del tercio del aforo presente en sala, si el concierto tiene lugar en alguna— estará en su casa en chándal, cortando verduras o pasando el plumero? ¿Y acaso ese público, aun con sus mejores intenciones, es capaz de recibir al mismo nivel estético una obra sublime cuando, en lugar del espacio propio que le corresponde, en lugar del templo habitual de los conciertos, lo único que ve es una pantallita —la misma del teletrabajo y de las charlas con los amigos—, ubicada en el mismo espacio que los cuadernos de las tareas del cole, el cerro de ropa para planchar y la mascota echando la siesta?

Asistir a un concierto implica enmarcar la música en un intervalo de tiempo y en un espacio donde no sufre las perturbaciones de la vida corriente (si acaso, el aluvión de toses en los descansos, caso de hallarse en una sala española) y donde tiene carácter de «acontecimiento». Luego, por otro lado, conocemos la música grabada en el formato que sea, que apenas o no necesariamente tiene ese marcado carácter de acontecimiento, pues no le afecta la atención con que la escuchamos, o si es en privado, en el coche, en casa, a modo de concierto o como música ambiental. Que el acontecimiento, con todo lo que implica de espontáneo, azaroso e inmediato se traslade a casa, o que —a la inversa— la casa pueda ser más que nuestro lugar de vida cotidiana para convertirse en espacio abierto a esta forma de experiencia estética inmediata, todavía nos resulta un tanto extraño. Igual no lo hemos asimilado del todo y estamos siendo igual de cortos de miras que los pacientes de La montaña mágica. Nos hace gracia su ingenuidad, cuando todavía hacen del gramófono un acontecimiento y un ritual que no existe; ahora bien, pensar en la música «en casa» sin darle el valor de acontecimiento estético, de ritual, aunque sea uno raro, mediado por la tecnología y deslocalizado, es ser no menos receptivos con respecto al cambio de paradigma que se avecina y desaprovechar su potencial.

La pajarita y el chándal

El obligado cambio en los rituales vinculados a la música puede ser muy positivo por cuanto respecta a eliminar del acontecimiento musical lo que no pocas veces tiene de elitista, rancio y ajeno al verdadero amor por el arte. A lo mejor desaparece también el hábito de ir a los conciertos porque está bien visto, para lucir el abrigo bueno y las perlas, como es propio de cierta «gente bien», aunque luego tosa o ronque y no escuche. Quizá sea ir muy lejos, pero reducir esta melomanía vinculada al postureo y a factores sociales no musicales también podría redundar en un mayor margen de innovación en las programaciones, pues ya no sería tan necesario ofrecer lo que «la gente» quiere oír (y está dispuesta a pagar). 

Es cierto que muchas veces se dice que se echa de menos una cultura musical más sólida en España, por comparación con Centroeuropa, y que a los conciertos casi no asiste gente joven, sino sobre todo esta clase media alta y de edad también media alta, pero es muy explicable que surjan ciertos círculos viciosos respecto a lo que llamamos «música clásica», que viene a ser el repertorio occidental más canónico, impregnado de la estética (post)romántica. Claro, quienes se pueden permitir los abonos suelen ser poco modernos en sus gustos, porque tampoco hay tradición educativa ni de práctica musical entre aficionados que ayude a ampliar las perspectivas; quienes programan tienen muy en cuenta a sus destinatarios y no arriesgan; a quienes tal vez les interesaría una escucha más aventurera (público menor de 40 o hasta de 30) no les sobra presupuesto, y en general, tampoco están muy dispuestos a arriesgar, cuanto carecen de herramientas para valorar lo que merece la pena. En muchos lugares de Europa se puede ir a la ópera siendo estudiante, trabajador común, clase media, etc., mientras que en Madrid o Barcelona una entrada de visibilidad aceptable equivale a una parte significativa del sueldo de un becario de investigación predoctoral o un MIR. Al final y el mejor de los casos, es mejor opción comprarse el CD o la licencia para el mp3. (¡Cuánto hemos de agradecer al confinamiento que muchos teatros de ópera permitiesen acceder a sus repertorios en abierto!)

Obviamente, para que la cultura esté al alcance de todos como en muchos lugares de Europa y para que conservemos siquiera el concepto de concierto, lo más necesario de todo es un cambio radical en las políticas culturales. Solo faltaría que ahora los artistas (y los técnicos) dejaran de ganar lo poco que ya reciben, con el argumento de que ahorran gastos si ensayan desde casa, pero ésta sería otra cuestión en la que es mejor no entrar. 

Por último, quedaría un factor que quizá sea el más interesante y positivo, y es la posible contribución de la «música en casa» a esa formación musical que ahora permite infinitas posibilidades, gracias a que —como en el Biedermeier— puede surgir desde la base en la intimidad del salón de nuestra casa, a nuestro ritmo, en el seno de la familia entera o en el grupo de amigos, con una programación y un progresión acordes a lo que somos capaces de asimilar, con materiales añadidos, con otras actividades complementarias a la escucha que fomenten una idea de la música mucho más abierta y, sobre todo, más activa que el simple sentarse en una butaca de un auditorio. De nuevo, esto es inviable sin un cambio de mentalidad por parte de quienes administran los fondos destinados a la cultura, y parece que damos vueltas como un disco rayado: el propio concepto de cultura y su difusión necesitan un nuevo enfoque y desarrollar todo un potencial que hasta ahora no se explota todo lo que las nuevas tecnologías y medios permitirían (o, de nuevo: más bien no se valora ni se remunera como merece).

En el siglo xxi, difícilmente somos capaces de permanecer sentados, escuchando o pensando, sin movernos todo el rato, sin hacer varias cosas a la vez. Por desgracia, a veces lo que se acontece en un concierto a la manera tradicional tampoco es otra cosa, sino que se estanca el tiempo y nos cierran la puerta, pero salimos de la sala igual que entramos. En realidad, la práctica musical antes de que se inventaran los conciertos tal y como los conocemos ahora, cuando era Hausmusik, estaba mucho más viva que dos siglos después.

Tal vez el principal cambio de paradigma que trae consigo el confinamiento, no sólo en la música, es que nos impone reinterpretar por entero los espacios de la casa y aprender a habitar un mismo espacio bajo muy distintas luces, según las funciones que se le otorguen en cada momento. En un sentido positivo, los nuevos rituales de escucha o de asistencia participativa a nuevas formas de acontecimientos musicales pueden ayudarnos a reeducar nuestros hábitos de escucha y una serie de actitudes —para la música y para más cosas—, y que así lo que acontezca lo haga en nuestro interior. Puede parecer paradójico encontrar claves para el mundo moderno en el sosegado Biedermeier, pero en realidad no lo es tanto. Como entonces, nos sería más fácil elevar nuestra casa por encima de sus funciones cotidianas y escapar con la imaginación a un teatro de ópera o a una sala de conciertos de cualquier lugar del mundo. 

Por cierto, la lengua alemana permite igualmente hacer la composición de palabras a la inversa y crear: «Musikhaus», que puede ser una casa de música en el sentido de una casa de instrumentos, una discográfica o una sala de conciertos, pero también cualquier casa donde, entre otras muchas cosas, hay «Hausmusik», es decir: un espacio especial para la música.

Isabel García Adánez
traductora y profesora de Filología alemana de la UCM