El mundo desde la cumbre

Irene de Juan Bernabéu
Profesora de la Universidad Alfonso X El Sabio. Directora de Capriccio y Viaje al centro de la ópera en Radio Clásica (RTVE)

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Al citar en el mismo programa de concierto obras de Anton Bruckner y de Johannes Brahms, viene a la cabeza la célebre reflexión de Gustav Mahler, quien decía que Strauss y él excavaban la misma montaña, pero cada uno desde un lado opuesto. En medio de aquella Viena que los enfrentó en las últimas décadas del siglo XIX, Brahms y Bruckner ascendían una misma montaña, a cuya cima se aproximaban desde dos paradigmas de composición diferentes. El uno, con la mirada puesta en la pureza de los clásicos y la intensidad de los románticos, el otro, en una inusual mezcla de wagnerianismo, arcaísmo y audacia armónica. Con sus obras, ambos llegaron a contemplar el mundo desde la cumbre.

Begräbnisgesang, op. 13. J. Brahms 

La música coral fue un género destacado para Brahms, especialmente en la primera etapa de su carrera. Entre las razones de este compromiso hay que destacar una de índole práctico: primero en Detmold y más adelante en Hamburgo y Viena, el compositor estuvo dedicado a la dirección de organizaciones corales de aficionados. Por ello generó una gran cantidad de repertorio a capella y acompañado, y estudió a conciencia la polifonía antigua, un conocimiento que después se quedaría infiltrado en su escritura para orquesta o música de cámara. De entre las primeras obras compuestas para el Coro de la Corte de Hamburgo destaca Begräbnisgesang, Canto fúnebre, para coro mixto y orquesta, del año 1858. Para su composición, tomó las siete primeras estrofas de un canto fúnebre del siglo XVI, escrito por el pastor Michael Weisse. En ellas se despliegan los elementos y estructura habituales de las tombeau, homenajes fúnebres: la situación inicial en torno a un enterramiento (estrofas 1), la alusión al Juicio final (estrofa 2), la esperanza de que el alma del desaparecido ascienda a los cielos y la descripción del estado de gracia en aquella otra dimensión (estrofas 3-6), y, para concluir, el retorno a la tierra, asunción del estado inicial y despedida, con tristeza y aceptación (estrofa 7).

Brahms escribe su obra para coro mixto y un acompañamiento de instrumentistas de viento (oboes, clarinetes, fagotes, trompas, trombones y tuba) y percusión (timbales), y despliega dos “mundos” o dimensiones en su obra: la de la tierra y la del cielo. En la tierra comienza todo, aludiendo a la idea de enterramiento con la oscuridad de los bajos como únicas voces que inician la música, doblados por los fagotes. Cada frase de estos es respondida, en imitación, por el resto de voces, a excepción de las sopranos, que no aparecerán hasta la segunda estrofa, aquella que alude al Juicio Final, concepto que se representa en la música con un ritmo inexorable, el crecimiento de la sonoridad y la tensión armónica, y la entrada de los timbales con un ostinato implacable.  Esta primera sección, escrita en do menor, se cierra con un retorno del tema con el que se abrió la obra, ahora a cargo de todas las voces e instrumentos, unidos, llegando al máximo de la dinámica.

La segunda sección corresponde a los cielos, y abarca las estrofas 4-6. El contraste tonal es rotundo, de do menor a do mayor, la luz se adueña del discurso, caracterizado por un perfil ondulado y acompañado suavemente por los arpegios de los clarinetes, cual lira divina. El clímax expresivo de esta sección se alcanza en los versos que mencionan la transfiguración que Dios ejercerá sobre el cuerpo del durmiente, concediéndole alegría. En la quinta estrofa, Brahms da voz femenina al alma y masculina al cuerpo y las une en la transfiguración que ejercerá Dios sobre una y otra, en una intensa anábasis (ascenso con intención retórica) que culmina sobre la palabra “Freude”, alegría. La obra se cierra con el retorno a la tierra, do menor, tema inicial, ausencia de sopranos, inexorable cierre de las voces masculinas hundiéndose en las profundidades, ante el implacable toque del timbal.

Rapsodia para contralto, coro masculino y orquesta op. 54. J. Brahms

En el invierno de 1777, Goethe quiso emprender lo que definió como “un viaje secreto” con el objetivo de escalar el monte Brocken, dentro del macizo del Harz, cadena montañosa situada en el norte de Alemania. Se decía que en la cima del Brocken sucedían extrañas apariciones, que se asociarían a brujas y espíritus, hasta que pocos años más tarde Johann Silberschlag acabara con las supersticiones dando una causa física a aquellas sombras que se erguían por encima de las nubes y que el científico bautizó como “el espectro de Brocken”. Quizás para conjurar a sus propios fantasmas, Goethe realizó aquel “peregrinaje”, como él lo llamó, en soledad, tan sólo asistido por un algún guía local que veló por su seguridad. De aquella experiencia nació “Viaje al Harz en invierno”, un poema de 88 versos que anticipan el tópico romántico del poema invernal, con su característica conexión entre el paisaje exterior y el tormento interior que vive la voz poética. Aquellos versos que miraban hacia dentro del personaje fueron los que más interesaron, antes que a Brahms, al compositor Johann Friedrich Reichardt, el primero en ponerlos música, en 1792. Setenta y siete años después, en 1869, Brahms utilizó la poesía de esa obra “Rapsodia (sobre el Viaje al Harz)” como fuente textual de su creación musical.

Se trata de tres estrofas que desglosan tres situaciones: la primera, la descripción de “ese que se mantiene aparte” (el outsider protagonista); la segunda, la empatía con él, el conocimiento de su dolencia, fruto del amor. La tercera, la invocación a Dios como “Padre del Amor” que lo reconforta. La estructura dramático-musical es de tipo cantata, con recitativo para la primera estrofa, aria para la segunda y coro para tercera. El inicio es protagonizado por la orquesta, que presenta de la dureza y el dramatismo del entorno y la escena. La oscuridad tímbrica (melodía en violonchelos, contrabajos y fagotes), la reiteración de un gesto melódico descendente, una katabasis asociada a la perdición del protagonista, y la tonalidad de do menor, la misma que en el canto fúnebre anterior, son los elementos que acogen el desarrollo de un recitativo de honda expresividad y altura trágica, sin nada que envidiar, en términos expresivos, a la mejor ópera de la época. Le sigue una segunda sección (“Poco andante”) en la que el canto se convierte en un aria en la que pervive la cualidad declamatoria del recitativo. La melodía se alza ascendente con el esfuerzo de quien se levanta del suelo, los saltos abruptos perviven como expresiones del dolor profundo. Dos secciones dividen el fragmento, mediadas por una modulación al modo mayor en el momento de aludir al amor “Liebe”. La disolución en el silencio, de voz y, casi, de orquesta, es el espacio necesario para transitar hacia el mundo sonoro de la tercera estrofa, invocación a Dios que se acompaña de la sorprendente entrada del coro masculino, junto al que la voz solista fluye en un canto tan voluptuoso como el precedente, pero ya sin saltos doloroso ni silencios que lo rompan. El “salterio” divino al que alude el poema resuena en los pizzicati de los violonchelos, junto al protagonismo de oboes y flautas que colorean ese paisaje sonoro celestial. La subdivisión ternaria suaviza el discurso y la obra se cierra en una coda que reitera las palabras “su corazón se reconfortará”. Brahms necesitaba de ese consuelo en 1869. En julio de ese año, Julie Schumann anunció su compromiso matrimonial y en septiembre se casó. Entre tanto, Brahms se dejó ver poco por la casa de Clara Schumann y cuando lo hizo, en septiembre, le entregó a Clara una copia de esta obra diciéndole que era su “canción de bodas”. Viendo naufragar el amor por la hija de los Schumann debió de identificarse con el protagonista de Viaje al Harz, conquistando las cumbres invernales con la soledad como profecía.

Sinfonía nº 4 “Romántica”. A. Bruckner

Por la idea de crecimiento y por sus dimensiones, las sinfonías de Bruckner bien pueden compararse con macizos montañosos o catedrales góticas. En ellas resuena tanto la evocación de la naturaleza como el color arcaico de la polifonía sacra antigua y la música de órgano, todo ello mezclado con una inexplicable sensación de atemporalidad y eternidad. Más que “boas constrictor sinfónicas” como parece que las definió Brahms, eran grandes colosos en los que se daban cita lo antiguo y lo nuevo (¡Wagner!), lo popular (Ländler y danzas), y lo culto. No siempre compensadas, debido, en buena medida, a los constantes retoques y versiones a los que el compositor las sometía, presa del miedo al juicio y de la inseguridad en su genio, tienen una mezcla única de belleza natural y de artificio, dignas hijas del ocaso de un siglo en el que Beethoven, Bach y Palestrina eran revisitados por un crisol de compositores y tendencias estilísticas, sacando cada uno de ellos sus propias conclusiones y utilizándolas como fuentes de inspiración de nuevas creaciones. Un cajón desastre de influencias del que salieron las grandes sinfonías del último tercio del siglo. Entre ellas tiene un lugar destacado la Cuarta de Bruckner, subtitulada por él mismo, probablemente en busca de la mejor aceptación del público, “Romántica”. Su primera versión data del año 1874, con posteriores revisiones en 1878, 1880 y 1888, siendo la de 1880 la que habitualmente se interpreta como versión de referencia.

El nacimiento del primer movimiento es una de las evocaciones del amanecer (Bruckner dixit) más impactantes del Romanticismo. La llamada de la trompa sobre el intervalo de quinta (que será ampliado generando tensión según avance el pasaje), el rumor de las cuerdas, el despliegue de unos enlaces armónicos sorprendentes que se perciben como claridad y apertura, el progresivo crecimiento instrumental y dinámico hasta el clímax en el tutti son elementos combinados con singular inspiración y maestría. De este inicio proceden los dos motivos que dan unidad al movimiento: el motivo del salto interválico y un motivo escalar, de cuatro notas consecutivas, utilizado a veces ascendente y otras descendentemente que se escucha por primera vez en ese primer clímax del amanecer inicial. Si el primer tema parece contemplarse desde la cima, con el segundo, el compositor baja a pie de valle: delicada danza binaria de resonancias pastoriles, encuentro con la naturaleza más amable. Si atendemos al programa que Bruckner describió a su amigo Bernhardt Deubler, este tema es la evocación del encantamiento forestal, los murmullos del bosque y el canto de los pájaros. En la misma carta se refiere a otras imágenes que afectan al inicio del movimiento: “Ciudad medieval. Aurora. Los gritos del amanecer resuenan en lo alto de las torres. Las puertas se abren. Los caballeros se abalanzan sobre sus fieros corceles”. Un programa de evocación medieval por el que tituló a la obra como Romántica, único título que pondría en sus nueve sinfonías.

El segundo movimiento está escrito en el aire de una marcha fúnebre. De acuerdo a Bruckner, en él se dan cita tres elementos distintos: “canción”, referido a la melodía inicial del violonchelo, “coral”, pasaje homofónico a cargo de las cuatro voces de la cuerda frotada, y “serenata”, una amplia melodía de la trompa. La variación y desarrollo de estos elementos, junto con la permanencia de un gesto de llamada (nacido del tema inicial del primer movimiento) será la base sobre la que crezca este Andante, quasi allegretto de honda cualidad expresiva. El tercer movimiento, Scherzo, fue caracterizado por el compositor como una escena de caza, y Donald Francis Tovey vería en su inicio una referencia a la “Cabalgata de las valquirias”. La sección de scherzo consta de dos temas contrastantes, el imperioso inicio protagonizado por las trompas y una misteriosa escena que sugiere su ubicación en el bosque. La sección central, Trío, reduce su instrumentación al viento-madera y la cuerda, y se caracteriza por el despliegue de un motivo melódico quebrado que irá desplegándose en un diálogo fluido entre instrumentos. 

El último movimiento, Finale, que en la versión de 1874 fue titulado por Bruckner como “Volkfest”, fiesta popular, es el que sufre un cambio más profundo en la revisión de 1880. Lejos de una fiesta popular lo que sugiere es un atemorizador encuentro con las sombras. Un tema-majestad se yergue al unísono tras una inquietante introducción previa. Se trata de un tema compuesto por esos motivos generadores que dieron forma al primer movimiento; el salto es ahora profundo, de octava descendente, sugiriendo el poder mayestático. Con una sorprendente economía de medios, Bruckner irá creando en el movimiento sugerentes escenas que se despliegan en dos dimensiones: la suprahumana, regida por el viento-metal acompañado de frecuentes ostinatos  de la cuerda, y la humana, de “tamaño” más abarcable, dominada por la cuerda y el viento-madera, generadora de cantos de lamento, y escenas naturales y pastoriles. Al final “ganan los buenos”, reina la luz sobre las sombras, la armonía clarea hasta consolidar en mi bemol mayor, y el motivo del salto reaparece en las trompas, triunfante, alzándose desde la cumbre para concluir la sinfonía.