Reflexiones sobre lo español

Alberto González Lapuente
Musicólogo y crítico musical

Es posible que los Nocturnos del pintor estadounidense James McNeill Whistler inspirasen a Debussy su obra homónima. McNeill fue un curioso personaje cuya infancia transcurrió en San Petersburgo debido al trabajo de su padre como ingeniero de ferrocarriles. En la Academia Imperial de las Artes aprendió francés antes de instalarse en Londres, Connecticut y París, con veintiún años y dispuesto a estudiar pintura. Admirador incondicional de Velázquez y de la escuela española que estudió en el Museo del Louvre, quiso venir a Madrid, aunque el viaje finalizó en Guetaria. Jamás pudo contemplar en vivo los fondos del Prado, pero su imaginación le llevó a la coherencia cromática, a la composición armónica como principio formal y a la calidad del dibujo apoyado en perfección técnica según determinó el lema: “El arte es la ciencia de la belleza”.

Se ha estudiado en detalle la relación entre la pintura de Whistler y la música. Frecuentemente tituló las obras con expresiones musicales como sinfonía, armonía, estudio o arreglo. La música de Wagner, entendida como una profunda experiencia estética, más allá de la estricta representación, le sugirió sutiles variaciones en el desarrollo del lienzo. Apurando, aparecen los Nocturnos, colección dispersa en el tiempo que propone un “estado de ánimo soñador y pensativo” inmerso en un espacio difuso, que diluye los detalles tras una luz tenue. Es fácil asimilarlo a los cirros que apoyan ‘Nubes’, primer movimiento de los Nocturnos de Debussy y anticipo del ritmo vibrante y lúdico de ‘Fiestas’’ o de las agitadas aguas de ‘Sirenas’. Pensando estrictamente en la música, el biógrafo de Debussy, Marcel Dietschy, resumió el tríptico diciendo que “’Nubes’ es contemplación, ‘Fiestas’ acción, y ‘Sirenas’ embriaguez”.

Sin perder de vista la obra de Whistler es posible apreciar una primera y aparente necesidad de aunar la capacitación técnica con visiones de evanescente contorno, lo que, en el París de finales de siglo, supone la penetración en un ámbito espiritual entendido como “contenido interior” del artista, en palabras de Kandinsky. Los acordes etéreos y las melodías, señala Stephen Walsh, sugieren nubes moviéndose por un cielo de gris melancolía con algunos claros. El mismo autor dice que llamar ‘Fiestas’ al segundo movimiento sería manifiestamente absurdo, pues aquí los bloques orquestales remiten a la obra de Chaikovski y, en particular, a su cuarta sinfonía. Debussy lo aclaró en una nota en el programa del estreno: “el movimiento, el ritmo danzante de la atmósfera, con súbitos destellos de luz, junto con la intervención de una procesión pasando a través de la celebración y mezclándose entre ella, sin que nada de eso altere el curso de las cosas ni impida que continúe la fiesta y su mezcla de músicas, de luminoso polvo que participa en un ritmo global”.

‘Sirenas’ es, según su autor, una obra sobre el mar, muy distinta a lo anterior, con la presencia del coro como actor imprescindible ante la referencia a las criaturas mitológicas. Los arabescos diferencian este fragmento de los dos anteriores que, además, se alarga en líneas melódicas en las que se repite con sentido hipnótico el proceso ondulante. Con todas las diferencias que se quieran observar entre los tres “nocturnos”, el sentido incorpóreo, la calma y el misterio subyacen en una obra de perfil estrictamente original.

También Iberia preserva la esencia de una vívida pintura musical, colocada en origen como parte central de Images (1909), pero con frecuencia interpretada de manera aislada. El elemento visual vuelve a ser aquí imprescindible si se piensa que la composición era el punto de partida para un documental de viajes de unos veinte minutos de duración que Debussy abordó sin apenas haber pisado la Iberia española. Poco después de su muerte, con motivo de un homenaje promovido por la Revue Musicale, Manuel de Falla escribió que el poso español en la obra de Debussy demuestra la singularidad de un arte inquieto, incesantemente novedoso, que siempre evitó repetirse y que tomó lo español como referencia de fondo en un caudal de curiosidad abocado a la configuración de “vastos horizontes sonoros… Debussy escribió música española sin conocer España, es decir, sin conocer la tierra de España”, pero sí con un profundo conocimiento del país “por su lectura, por las fotos, por las canciones y por los bailes”.

Debussy pone voz “al trote sobre los caminos catalanes” y a “las calles de Granada”, donde un ritmo de sevillana da forma a “En las calles y caminos”. “Perfumes de la noche” se asientan sobre un ritmo de habanera, danza que, con independencia de su origen cubano, llegó a la península a mediados del XIX dispuesta a caracterizar lo español de manera inequívoca. Pero hay que insistir que Debussy no hace una evocación a la manera de Saint-Saëns, Bizet o Chabrier. En Iberia surge el efluvio nocturno, húmedo, mórbido, después de una breve premonición del amanecer con campanas que finalmente se evaporan. “No se puede imaginar —escribirá el autor al también compositor André Caplet— de qué forma tan natural se produce el paso de ‘Los perfumes de la noche’ a ‘Mañana de un día de fiesta’. Parece que no ha sido compuesto… Y toda la gradación, el despertar de las personas y las cosas… un vendedor de melodías, niños que silban. Lo veo claramente… Y a pesar de todo observe cómo uno se puede equivocar, pues hay muchas personas que lo consideran una serenade“. Es ahí donde aparece la luz del día. Poco a poco. Mientras, sale “una banda de bandurrias y guitarras” aleteada con pizzicati. Iberia es, ante todo, una sugerencia del espacio. Y, según intuyó el propio Debussy, una partitura para influir en el futuro.

Al escribir sobre Debussy, Falla advertía sobre la perfecta caracterización de su música y la capacidad para idealizar el objeto hasta disolverlo en un retrato carente de anécdota y concreción. Con ello, se distanciaba de los retratistas musicales como Glinka, quien rindió homenaje a La jota aragonesa, evocó Recuerdos de Castilla y paseó una Noche de verano en Madrid. Incluso escribió sobre los incómodos caminos, las acogedoras estancias y las gentes abiertas, a veces algo marrulleras. En sus “papeles” queda el testimonio sobre lo que fuimos y sobre las muchas satisfacciones que él mismo obtuvo, incluyendo su pasión por la cantaora Dolores García. Su paso por España adquirió tanta notoriedad que, en 1920, Constant Lambert en su famoso Music Ho!. A Study of Music in decline declaraba que “sería una exageración decir que el estilo nacional español fue inventado por un ruso, Glinka, y destruido por un inglés, Lord Berners: porque después de la parodia increíblemente brillante de este último, es imposible escuchar la mayoría de la música española sin un cierto sentimiento satírico”.

Hacía referencia a la Fantasía española que el compositor, novelista, pintor y esteta británico Lord Berners [Gerald Hugh Tyrwhitt-Wilson o Barón Berners, también conocido como Gerald Tyrwhitt] había publicado en Roma en junio del año anterior. Por entonces cumplía una misión diplomática en la capital italiana después de su paso por Constantinopla, mientras se difundían sus excéntricas andanzas reforzadas por la cercana herencia del título de nobleza, el dinero y las propiedades que le dejó su tío, entre ellas Faringdon House en Oxfordshire. Berners tenía aires de bon vivant y talento suficiente para superar la experiencia de una madre sometida a un padre que Berners definió “mundano, cínico e intolerante a cualquier tipo de inferioridad”. La refinada educación, con estancias en Francia y Alemania, hizo el resto y le elevó a una posición definitivamente aristocrática y popular.

El 1 de enero de 1920, el crítico Edwin Evans le dedicaba un artículo en The Musical Times, dentro de su serie Modern British Composers. Apuntando hacia la escasa relevancia de un grupo o escuela musical británica, como sí sucedía en otros países europeos, señalaba la carrera solitaria de Lord Berners: “No solo representa una característica muy especial en nuestra vida musical, sino que la combina con una paradoja. Tiene un sentido del humor que corresponde a una condición nacional, pero la forma de expresarse es internacional. Es la diversión inglesa con un picante latino, en una mezcla a veces un poco desconcertante”. El artículo concluye con la, por entonces “reciente”, Fantasía española: “la obra más importante de Lord Berners”, lo que le lleva a señalar a los que se conformaban con fabricar un espurio color musical español. “Probablemente no haya ningún país que haya sufrido tan gravemente… pues casi todos los compositores, grandes o pequeños, en algún momento u otro han intentado evocar la atmósfera española por medio de procedimientos, principalmente rítmicos, completamente convencionales y que ningún campesino español reconocería como parte de su idioma nacional”. Pues bien, “esta confusión de ideas entre la verdadera y la falsa España tiene un lado humorístico que Lord Berners ha sido el primero en descubrir. No alardea de conocer España excepto a través de diversas representaciones musicales, cuyas características comunes ha exagerado”.

Berners da un paso adelante sobre cualquier opción al uso penetrando en un terreno muy poco explorado. Envuelve lo español de ironía, pero sin alcanzar a caricaturizarlo. El sentido es burlesco, la intención paródica, lo que desconcertó a ciertos críticos poco amables con su música. Tres partes dividen la Fantasía española, aunque todas se interpreten sin solución de continuidad. El “Preludio” desarrolla el tema inicial antes de que el “Fandango” se asiente en la formulación rítmica. Se ha citado a Stravinski y su “Consagración” como presencia latente en esta parte y la siguiente, el “Pasodoble”, en el que un cierto tono oriental acaba por definir el tópico. La Fantasía se estrenó en Roma en versión pianística, en la villa de Berners en el Foro y está dedicada al compositor y musicólogo italiano Gian Francesco Malipiero. En versión orquestal se escuchó en los Proms londinenses en 1919, festival que la frecuentó en años sucesivos.

Falla aparece ahora de forma explícita con El amor brujo en su versión para ballet de 1925. Pero hasta llegar a aquí es necesario seguir un camino sinuoso según estudió con extraordinario detalle Antonio Gallego, partiendo de la primera versión de la obra, estrenada en Madrid, en 1915. Entonces, la novedad, la fortaleza racial, pero también su estricta síntesis, causaron extrañeza entre los espectadores. Falla, fogueado en el mundo de la zarzuela para “sacar unas cuantas medallas para ir viviendo”, y algo cansado ante el difícil camino que siguió su drama lírico La vida breve, pese a “formar su música con el canto y las danzas populares”, vive la necesidad de caminar hacia lo esencial, huyendo del formalismo, penetrando (como Debussy anteriormente) en la naturaleza espiritual de las cosas, buscando la concreción, exigiéndose para sí lo que nunca pidió a los demás, meditando sobre lo más nimio, huyendo del adorno y lo superfluo. Cada obra de Falla va a ser un salto hacia delante con la apariencia de lo hecho sin pértiga.

Por supuesto, aflora la necesidad de encontrar un arte que identifique lo andaluz/español con un sentido expresivo, procurando “ante todo evocar sentimientos de temor o de alegría, de esperanza, de tortura, de vida y de muerte, de exaltaciones y de abatimientos, todo ello unido a ciertas visiones interiores de sitios, de momentos, de paisajes”. Con ese pensamiento todavía a medio formar, el 15 de abril de 1915, se presentó en el teatro Lara de Madrid una “obra rara, nueva”. Sorprendió su concentración y embrujo, tan racialmente representado por Pastora Imperio, la protagonista, quien dos días antes había cumplido los treinta. Era joven, pero tenía muy afirmada la carrera tras codearse con varias estrellas de la zarzuela y el género chico, cuando en este era posible la teatralización del flamenco. Acababa de viajar a París y a América, desde Cuba a la Argentina, defendiendo un repertorio “bien acostumbrado al éxito”, según escribió Rafael Benedito en La Patria. La actuación en el Lara es algo singular y no del todo comprendida. Se discute la idoneidad de la artista como referente del espectáculo.

El amor brujo proponía un ambiente dominado por la economía de medios, musicales y teatrales, alumbrado por el simbolismo escénico que dibujó el canario Néstor Fernández de la Torre. Alejándose del asunto amoroso que afecta a la “gitana”, Falla y Martínez Sierra (en su calidad de productor, con independencia de la participación en la escritura del libreto de su mujer María Lejárraga) sabían asimismo que lo relevante era el encantamiento, el conjuro, las “danzas más o menos rituales” (no directamente populares), la noche, el amanecer y las campanas. Todo un catálogo de elementos que “expresan el alma de la raza” con el fin de “vivir la obra en gitano, sentirla hondamente”. Y en ello radicaba el valor de la primera versión vista en el Teatro Lara. Aunque, por entonces, apenas fuera una fórmula para el encanto de Pastora Imperio, quien destapó su arte al socaire de la “gitanería”, de “una canción y una danza”. Andado el tiempo vería la luz una versión para sexteto, una suite para orquesta, una de concierto para orquesta pequeña y la “versión definitiva” en forma de gran ballet con el argumento modificado y una reestructura musical. El amor brujo se expande en una dimensión impensable. Saltó del pequeño al gran escenario presentándose en París, con La Argentina y Vicente Escudero, lo que puso las bases para el ballet español del siglo XX. Y a pesar de todo, Falla aún estaba a mitad de un camino creativo que le llevaría a penetrar en la complejidad cubista de la Fantasía Baetica (1919), o en la adusta y sobria castellanidad del Retablo de Maese Pedro (1923) y el Concerto (1926).

Cabe preguntarse cuántas visiones sobre lo español es posible imaginar al margen de la velada contemplación de Debussy, la desinhibida de Berners y la introspectiva de Falla. Mayte Martin aporta una solución nueva, pues si hasta ahora el objeto era algo que merecía la pena contemplarse, en este caso se trata de poseerlo, de vivirlo, de hacerlo propio y contaminarlo. En un espacio estrictamente contemporáneo la cantante, pero también compositora y guitarrista, Mayte Martín delimita el terreno al declarar “el flamenco es mi origen, no mi yugo” lo que determina un principio de independencia que corre en direcciones diversas al margen de cualquier “atajo comercial”. La biografía de Martín se ha llenado de recursos, de amistades y de miradas, configurando un bagaje artístico muy acorde con el principio transfronterizo que da sentido al arte actual y que ante un recodo geográfico como el español implica una insólita mezcla de autenticidad e innovación.

Las canciones incluidas en este programa han madurado durante dos décadas hasta “zarpar rumbo a la emoción, a bordo de una serie de bellísimos temas con un sonido y un carácter sin precedentes por su natural mixtura de sonidos flamencos y clásicos”. En este punto es necesario recolocar el objeto y reconocer la importancia de lo personal, pues es la experiencia, la reflexión y la necesidad de verbalizar todo lo asimilado lo que da forma a un “diario sonoro” que se declara plagado de “momentos íntimos”. Dos décadas han transcurrido desde que comenzó la aventura y poco a poco ha ido tomando forma. Durante el proceso, Joan Albert Amargós ha estado cerca de Martín recubriendo las canciones de un barniz sonoro muy particular. No es justo hablar de arreglos ni de orquestaciones sin más. Nelson Riddle o Don Costa fueron la sombra de Sinatra y le ayudaron a encontrar a dibujar su personalidad musical; Gil Evans es inseparable de Miles Davis. Amargós y Martín viven ahora juntos en esta colección de canciones, algunas de las cuales fueron recopiladas en el disco Tempo rubato editado en 2018 con el apoyo instrumental de guitarra y cuarteto de cuerda, a cargo aquí del Quartet Quitxote.

El trabajo fue ampliándose hasta alcanzar a la orquesta, inicialmente tratando de buscar el equilibrio frente a la posibilidad de complementar el programa con El amor brujo que Martín ha interpretado tantas veces. Amargós explica que, a pesar de ello, siempre permaneció la coherencia estética, el sentido intimista, la búsqueda de una sonoridad eterna, “bonita y de calidad”, que envolviera el original sin perturbar el espacio donde Mayte Martín se encuentra consigo misma. Algunos interludios o solos de violín sirven para enfatizar detalles o para reconducir la canción, pero, Amargós insiste, sin romper un propósito de honestidad en el que se reconoce la territorialidad de una creadora e intérprete capaz de visualizar lo aparentemente obvio desde una tribuna estrictamente legítima. Por eso el sentido melódico de alguna bulería encaja a “su propia manera”, o el bolero se enroca en un carácter “torturado”, apuntando a un proceso que bajo su aparente sencillez encierra una poderosa viveza. También en estas canciones la esencia es determinante pues, en palabras de Stephen Walsh al hablar de Debussy, reconoce la capacidad de la música para “transmitir asombro ante la riqueza del mundo que nos rodea y los diversos modos que nuestros sentidos nos ofrecen para responder a él”.