Fantasía

Eva Sandoval
Musicóloga e informadora de Radio Clásica (RNE)

Decía Gianni Rodari en su Gramática de la fantasía que “Cualquiera que sea la forma de explorar los caminos de la fantasía, me parece buena”. En el concierto de hoy los vamos a recorrer a través de tres creadores musicales que plantearon vías muy diferentes de plasmar en la partitura esa liturgia de la fantasía.

Con la interpretación de la Tocata y Fuga en re menor, BWV 565 para órgano de Johann Sebastian Bach (1685-1750) en la orquestación realizada por Leopold Stokowski (1882-1977) se inicia la legendaria cinta de animación de Walt Disney Fantasia (1940). El virtuosismo, el empuje y la bravura de esta archiconocida composición organística se ven realzados por un imponente juego de recursos tímbricos sinfónicos.

La fantasía de Anton Bruckner (1824-1896) en sus motetes a cappella, género que cultivó durante toda su trayectoria, brilla por su misticismo y austeridad en una época de grandilocuencia y teatralización de lo sacro como fue el Romanticismo. En estas breves piezas religiosas latinas se une la influencia de Palestrina en la conducción de las voces y la ilustración del texto con la herencia wagneriana en la armonía. 

Y en el caso de Héctor Berlioz (1803-1869), su exuberante fantasía sonora y literaria le llevó a concebir uno de los más auténticos ejemplos de música programática de la historia, la Sinfonía fantástica, Op. 14 (1830). Inspirado en su amor por la actriz Harriet Smithson, el compositor quiso describir a través de su maestría orquestal un episodio de la vida de un artista que, bajo los efectos del opio, se sumerge en un profundo sueño en el que experimenta violentas pasiones y monstruosas alucinaciones que le llevan a presenciar su propia condena y ejecución en el cadalso.

Fantasía

“Si dispusiéramos de una Fantástica, 

como disponemos de una Lógica, 

se habría descubierto el arte de inventar”.

Novalis: Fragmentos (1796-1800) 

La etimología de la palabra “fantasía” nos lleva hasta el latín “phantasĭa” y al griego “φαντασία”. Pero también nos remite a diversos relatos mitológicos que nos cuentan que la diosa primordial de la noche, Nix, tuvo una gran descendencia. Uno de sus hijos fue Hipnos, la personificación del sueño, que se unió a Pasítea, símbolo de la relajación, pero también de las alucinaciones y la creatividad humana. Como fruto de ese matrimonio surgieron los Oniros, que evocan las distintas representaciones de los sueños. Uno de ellos era Fantasos, hermano de Morfeo, quien se encargaba de aquellas visiones en las que elementos inanimados de la naturaleza cobran vida. Así, lo onírico siempre ha estado relacionado con la fantasía, pero no fue hasta el s. XIX con el filósofo Georg Wilhelm Friedrich Hegel cuando la “imaginación” se diferenció de la “fantasía”. Ambas son manifestaciones de la inteligencia, pero la referida a la imaginación es simplemente reproductiva y la vinculada a la fantasía es creadora. Actualmente, continuamos siguiendo esa división, consideramos que la fantasía es un “grado superior de la imaginación” (RAE).

La gran virtud de la fantasía reside en las posibilidades que nos brinda de jugar entre lo auténtico y lo imaginario, redescubriendo y representando con nuevas formas nuestra percepción de la realidad. Toda fantasía parte de lo real, y, por tanto, es posible utilizar estructuras lógicas y racionales para crearla. Decía Gianni Rodari en su Gramática de la fantasía que “Cualquiera que sea la forma de explorar los caminos de la fantasía, me parece buena”. En el concierto de hoy los vamos a recorrer a través de tres creadores de perfiles muy heterogéneos que plantearon vías muy diferentes de plasmar en la partitura esa liturgia de la fantasía. 

Si nos circunscribimos al ámbito del arte de los sonidos, el vocablo “fantasía” puede aludir a dos ideas muy concretas. En primer lugar, a la forma musical homónima, que engloba bajo su manto a aquellas composiciones instrumentales de estructura relativamente libre que nos transmiten un carácter improvisado y una mayor expresividad sonora. El Romanticismo, por conexiones obvias con el ideario de esta corriente, fue la época de máximo esplendor de este tipo de composiciones, pero ya en el Barroco tenemos múltiples y bellos ejemplos. 

Y si nos situamos en el s. XX, el segundo referente musical asociado a este término lo hallamos en el mundo del cine: Fantasia de Walt Disney. Esta legendaria película de animación de 1940 comienza con la interpretación de la primera obra del programa, la Tocata y Fuga en re menor, BWV 565 para órgano de Johann Sebastian Bach (1685-1750) en la orquestación realizada por Leopold Stokowski (1882-1977), director musical de este largometraje de culto al frente de la Orquesta de Filadelfia.  El presentador, Deems Taylor, nos recuerda que esta obra es una pieza de música absoluta o pura y que, por eso, la han acompañado de imágenes abstractas que pretenden estimular nuestra imaginación: manchas de color, diversas formas de nubes, grandes paisajes, vagas sombras o figuras geométricas flotando en el espacio.

Como ocurre con la mayoría de obras para órgano de Bach, no conservamos el autógrafo del compositor alemán, sino que esta pieza, una de las más populares de todo el repertorio clásico, se ha conservado gracias a una copia manuscrita sin fecha de Johannes Ringk, alumno del famoso autor Johann Peter Kellner que, probablemente, fue pupilo del propio Johann Sebastian. La primera publicación de la Tocata y fuga en re menor tuvo que esperar hasta 1833, cuando se logró llevar a la imprenta gracias al movimiento de recuperación de la obra de Bach emprendido por Felix Mendelssohn. También Schumann y Liszt manifestaron su aprecio por la obra.

Debido a sus especiales características armónicas y contrapuntísticas se especula con la posibilidad de que el autor la hubiera escrito en su juventud, antes de 1708. Y también se ha planteado que la partitura hubiera sido concebida para probar el sistema de viento del órgano de la iglesia de San Bonifacio en Arnstadt. Como afirmó su hijo Carl Philip Emanuel Bach, Johann Sebastian decía: “Sobre todo, debo saber si el órgano tiene un buen pulmón”.

La estructura de la obra sigue la tradición organística del norte de Alemania, con una sección de apertura libre, una fuga y una breve coda de cierre. La primera parte es una tocata, una forma específica de los instrumentos de tecla diseñada para poner a prueba la destreza del intérprete, por eso encontramos escalas, arpegios y figuraciones muy rápidas, así como una sofisticada ornamentación, audaces armonías y cambios bruscos de tesitura que impulsan el discurso. La bravura, empuje y dramatismo de los icónicos primeros compases, a la octava entre las dos manos, nos pone en antecedentes de lo que se va a desarrollar después. Se aprecia claramente la influencia del conocido como stylus phantasticus propio del Barroco temprano, un “estilo fantástico” cercano a la improvisación que aparece, por ejemplo, en la producción del gran Dietrich Buxtehude, figura de referencia para Bach. Como contraste a la libertad creativa de la tocata, la fuga sigue una rígida estrategia compositiva. Su sujeto prolonga el ritmo motórico de la primera parte, ya que está construido enteramente por semicorcheas. Esta fuga a dos voces sin descanso desemboca en una coda de varias secciones más virtuosística aún.

El mediático director británico Leopold Stokowski dedicó parte de sus esfuerzos a crear contundentes orquestaciones de obras clave de la literatura clásica originales para instrumentos de tecla, con el fin de realzar el sonido de su Orquesta de Filadelfia. Se fijó especialmente en el catálogo organístico de Johann Sebastian Bach, no olvidemos que Stokowski ejerció diez años como organista de iglesia. Interpretó por primera vez el arreglo de la Tocata y fuga en re menor en 1926 y lo grabó en 1927. La fantasía con la que Stokowski combina las diferentes secciones orquestales, contrasta las texturas o varía los tempi y las dinámicas hace la obra más venerable todavía. La grandeza de la música inicial se ve realzada por los recursos tímbricos sinfónicos. 

El órgano fue también el instrumento del austríaco Anton Bruckner (1824-1896). En su trayectoria se distinguen dos etapas muy claras. La primera se desarrolla entre su ciudad natal, Ansfelden, y el monasterio de Sankt Florian, donde ejerció como organista hasta 1855. De hecho, bajo el gran órgano de la iglesia reposan aún sus restos embalsamados. Aquella fue la época de la escritura de música vocal con fines litúrgicos y con un lenguaje que nos llama la atención por su conservadurismo. Sus modelos eran los grandes polifonistas del Renacimiento y los maestros barrocos. El segundo período de su recorrido vital lo situamos entre Linz, donde fue organista de la catedral y dirigió el coro masculino Liedertafel Frohsinn, y Viena, donde terminó sus días a los 72 años habiendo ejercido como organista de la corte y como maestro en el Conservatorio y en la Universidad. En esta segunda etapa se dedicó fundamentalmente a escribir sus imponentes sinfonías, pero nunca dejó de cultivar las obras corales.

Bruckner escribió motetes durante toda su vida, unas breves piezas religiosas latinas, fundamentalmente a cappella, en donde se une la influencia palestriniana en la conducción de las voces y la ilustración del texto con la herencia wagneriana en la armonía, sobre todo desde su encuentro con Tannhäuser en 1863. El misticismo medieval y la sensibilidad romántica concurren en estas composiciones sencillas que traslucen la fe cristiana de este ferviente católico. 

Os justi, WAB 30 (1879), sobre fragmentos de los salmos 37 y 89 que vinculan justicia y sabiduría, es un buen ejemplo de ello. Escrito a ocho partes, fue dedicado al maestro de coro de Sankt Florian, Ignaz Traumihler, partidario entusiasta del movimiento ceciliano. Con la mirada puesta en su dedicatario, Bruckner desarrolla la pieza en el ámbito de la modalidad, desde el inicio homofónico (con un diálogo antifonal entre voces femeninas y masculinas) hasta el “Alleluia” en canto llano de su conclusión, pasando por la escritura imitativa a cuatro voces. 

El Ave Maria, WAB 6 (1861) es la segunda de las tres musicalizaciones que Bruckner realizó de esta oración mariana y el primer motete destacable en su catálogo. En esta ocasión, nos encontramos con una pieza en Fa Mayor a siete partes que comienza con las voces femeninas a las que responden los hombres antes de encontrarse todos en un triple y luminoso acorde en fortissimo en la palabra “Jesus”. Continúa el discurso en “Sancta Maria” con un canon solemne de todo el conjunto. Lo estrenó su Liedertafel Frohsinn para el aniversario de la fundación del grupo. 

El gradual Locus iste, WAB 23 (1869) fue la primera obra religiosa que Bruckner escribió en Viena. A través de una forma ABA, un diseño a cuatro partes y la tonalidad de Do Mayor, el autor pretende afirmar la “solidez de la casa de Dios” en las secciones extremas homofónicas otorgándole el papel predominante a los bajos. Dedicó la obra a Oddo Loidol, uno de sus alumnos.

Según el musicógrafo Jean-Yves Bras, las cuatro partes a cappella del gradual Christus factus est, WAB 11 simbolizan las cuatro direcciones de Jesucristo en la cruz (“Cristo se hizo obediente por nosotros hasta la muerte, pero muerte de cruz”) en una tonalidad de tradición fúnebre como es re menor. En la segunda parte se celebra la exaltación y el nombre de Dios con marcados contrastes dinámicos. Estamos ante un motete de madurez que se estrenó en Viena en 1884 y cuya expresividad y dramatismo acusan notablemente el influjo wagneriano. También está dedicado a Oddo Loidol. 

Un año después, en 1885, Bruckner escribió a cuatro partes a cappella el gradual Virga jesse floruit, WAB 52, considerado por muchos como el mejor motete de su producción. Es probable que estuviera destinado a la celebración del centenario de la diócesis de Linz. Al igual que en la obra anterior, el austríaco cita el conocido como “Amén de Dresde” para la significativa palabra “floruit” (“floreció”) en la voz de soprano. El “Amén de Dresde” es una secuencia musical asociada a la liturgia sajona que fue utilizada por Wagner en Tannhäuser y, sobre todo, en Parsifal. Destaca, además, el extenso y celebrativo “Alleluia” final. La fantasía de Bruckner en estas inspiradas y espirituales miniaturas brilla por su austeridad en una época de grandilocuencia y teatralización de lo sacro. En ellas se evidencia la famosa afirmación de Wilhelm Furtwängler: “Bruckner era un místico gótico perdido por error en el s. XIX”. 

La fantasía, en este caso como desbordamiento de la imaginación, tuvo mucho que decir en la producción compositiva de Héctor Berlioz (1803-1869). La invención melódica, rítmica y armónica de su lenguaje plenamente romántico, la exagerada amplitud de sus plantillas orquestales y vocales o la inspiración en la literatura de corte sobrenatural dejan una huella patente en “la violencia de aquellas pasiones, la tristeza de aquellos sueños y todas las monstruosas alucinaciones del final”. Así describió el propio Berlioz en sus memorias una de las obras cumbre de su catálogo, la Sinfonía fantástica, Op. 14 (1830).

“Debo ahora señalar como uno de los acontecimientos destacados de mi vida la singular y profunda impresión que recibí al leer por primera vez el Fausto de Goethe, traducido al francés por Gérard de Nerval. Desde la primera página, caí fascinado por este maravilloso libro. No podía dejarlo. Lo leía sin parar, en la mesa, en el teatro, por las calles… en todas partes”. Bajo su influencia Berlioz escribió Ocho escenas sobre Fausto (1828-1829), germen de su posterior La condenación de Fausto (1846). Inmediatamente después de las escenas, y aún con la mirada en el poema de Goethe, en 1830 escribió su Sinfonía fantástica, una composición monumental, muy distinta a las sinfonías que se habían escrito hasta esa fecha, en la que reutilizó materiales de obras anteriores. En ella, además, Berlioz, con 27 años, se muestra como un maestro orquestador innovador en las combinaciones instrumentales o en la audacia de los efectos propuestos.

La intención del compositor consistía en describir un episodio de la vida de un artista en cinco partes mediante la partitura y un detallado programa literario que introduce al oyente en el carácter y la expresión de cada movimiento “como el texto hablado de una ópera”:

“Un joven músico de sensibilidad enfermiza y ardiente imaginación, se envenena con opio en un momento de desesperación amorosa. La dosis del narcótico, demasiado débil para producirle la muerte, le lleva a un profundo sueño acompañado de las más extrañas visiones, durante el cual sus sensaciones, sentimientos y recuerdos se traducen en su cerebro enfermo en pensamientos e ideas musicales. Su amada se convierte para él en una melodía y, como una idea fija, la encuentra y la escucha en todas partes”.

Esta historia tiene mucho de autobiográfico. La vida de Berlioz se desarrolló alrededor de una serie de apasionados enamoramientos, pero algunos de ellos no resultaron correspondidos. Su primer gran amor conocido fue la joven actriz irlandesa Harriet Smithson, especializada en Shakespeare, a la que Berlioz conoció en 1827, con 24 años, tras presenciar una representación de Hamlet en la que interpretaba el papel de Ofelia. Aquella noche nació un deseo y una “pasión infernal”, como diría el propio autor, que duró cinco intensos años. Las cartas que Berlioz escribió a la actriz le parecieron tan exageradamente ardorosas que lo rechazó por completo. Y eso que se presentaba una y otra vez en la puerta del teatro. Ella fue la inspiradora de la historia de la Sinfonía fantástica

Tras una interpretación de esta obra en París en 1832 a la que Smithson pudo asistir, la actriz envió una nota de felicitación al músico. Finalmente, Berlioz y ella fueron presentados, el compositor le propuso matrimonio y se casaron en 1833. Tuvieron un hijo, pero se separaron tras once años juntos. Por otro lado, parece ser que Berlioz escribió buena parte de la obra bajo los efectos del opio, sustancia utilizada por el autor no sólo como forma de exaltación de su creatividad sino principalmente como analgésico. 

El primer movimiento, “Sueños, pasiones”, está impregnado por la idée fixe, una melodía de apenas 16 compases con un peculiar diseño rítmico de carácter anhelante y un perfil quebrado que asciende para luego bajar por grados conjuntos. Este tema de la amada, apasionado y noble, se presenta en los primeros violines y en las flautas al inicio del “Allegro agitato”, una sección que nos depara la sucesión de pasajes tormentosos con momentos de calma, el contraste entre furia y ternura, melancolía y alegría, lágrimas y consuelo. Pero antes, Berlioz nos ha sumergido en el ambiente de misterio, magia y ensoñación que dominará toda la obra a través de una extensa introducción lenta que conecta con ese tema principal mediante una volátil sección en seisillos. 

En la segunda parte, durante “Un baile”, el artista vislumbra de nuevo la idée fixe de la amada entre los giros del elegante vals en 3/8. Esta sección se ha convertido en uno de los fragmentos más conocidos de esta obra con su ligera melodía en semicorcheas que concluye con un torbellino final. Destaca la presencia de dos arpas en la instrumentación, con toda su carga brillante y festiva, ya que, en las memorias de Berlioz, el compositor compara a Harriet Smithson precisamente con un arpa.

El amplio tercer movimiento, “Escena en los campos”, es el corazón musical de la obra y, además, constituye la bisagra formal de la composición materializando la transición entre la realidad imaginada de las dos primeras partes y la pesadilla y el horror hacia la que nos llevan las dos últimas. Berlioz dejó escrito que había sido el movimiento más complejo de elaborar para él, abandonándolo y retomándolo en distintas ocasiones. Los instrumentos de viento madera despliegan en este “Adagio” todas sus cualidades pastorales para instaurar un clima calmado aún inédito en la obra. El corno inglés y el oboe evocan a dos pastores que dialogan en la distancia, y serán la flauta y los violines quienes presenten el tema principal del movimiento sobre el que se desarrollarán distintas variaciones. Entre ellas volverá la idée fixe en los vientos para perturbar al protagonista. 

El redoble de cuatro timbales, a modo de trueno lejano premonitorio, finaliza la sección para iniciar la terrorífica “Marcha al cadalso”, que según Berlioz escribió en una sola noche. Los pasajes sombríos, con estremecedoras intervenciones de los instrumentos de viento metal, se combinan con momentos desgarradores de las cuerdas o estallidos de gran solemnidad del tutti orquestal para describir cómo el artista sueña que ha matado a su amada, que es llevado al cadalso y que está presenciando su propia ejecución. El inicio de la idée fixe aparece en un solo lamentoso del clarinete al final de la sección interrumpido por la caída de la guillotina.

Como buen romántico que era, a Berlioz le obsesionaba la muerte y escribió varias obras fúnebres, como el provocador y ecléctico quinto movimiento de esta Sinfonía fantástica. Traspasado ya el umbral del fin de la vida física, el protagonista de la historia se observa a sí mismo en un aquelarre de brujas y monstruos que se han reunido para su funeral. El agitado discurrir de acontecimientos y la distinta tipología de personajes con los que se encuentra el artista se reflejan en la partitura. Los bruscos y continuos cambios de tempo y compás, efectos instrumentales como trémolos, pizzicati, col legno y sforzando, o la aparición de la idée fixe como si se tratara de una danza vulgar nos hacen sentir a la multitud congregada en esta danza de brujas. Por su parte, la cualidad luctuosa nos llega con la presencia de las campanas y la famosa cita de la secuencia del Dies irae gregoriano, que se anuncia con una peculiar combinación instrumental de cuatro fagotes y dos tubas. En definitiva, en esta obra, y con su exuberante fantasía sonora y literaria (Berlioz probablemente es el mejor compositor escritor de la historia), el autor francés concibió uno de los más auténticos ejemplos de música programática de la historia.