El gran éxito del estreno del ballet El príncipe de madera, el 12 de mayo de 1917 en Budapest, tuvo la feliz consecuencia de que la editorial vienesa Universal propusiera a Bartók firmar un contrato para publicar a partir de entonces sus nuevas composiciones. El músico, tendente al pesimismo y a ver siempre el vaso medio vacío, se sintió por una vez exultante con la noticia (Universal publicaba, por ejemplo, las obras de Arnold Schönberg, Alban Berg y Anton Webern, los tres integrantes de la Segunda Escuela de Viena) y confesó que se trataba de su “mayor éxito como compositor” hasta aquel momento. Universal sería durante dos décadas el principal editor de la música de Bartók (Boosey & Hawkes tomaría el relevo al comienzo de la Segunda Guerra Mundial) e hizo mucho tanto por sacar a la luz composiciones previamente inéditas como, sobre todo, por reforzar la proyección internacional del genio húngaro.

Sus 15 canciones campesinas húngaras, en su versión original para piano, quedaron completadas en 1918, tras la conclusión de una de las obras más vanguardistas del compositor, los poco conocidos Tres Estudios op. 18 (también para piano), y de los primeros esbozos de lo que sería otra obra decididamente transgresora: la música para la pantomima El mandarín maravilloso, su op. 19. La gestación de estas canciones es, sin embargo, muy anterior y, de hecho, una primitiva versión estuvo a punto de ser publicada en 1914 por su editor húngaro, Rózsavölgyi, pero el estallido de la Primera Guerra Mundial echó por tierra los planes. La primera redacción, con tan solo nueve piezas, se remonta incluso aún antes, después de que Bartók asistiera el 13 de noviembre de 1910 a un concurso de gaiteros en Ipolyság (en la actualidad, Šahy, en Eslovaquia) y grabara con su fonógrafo algunas de las piezas interpretadas. El resto nacieron entre 1910 y 1912, y los diferentes orígenes de las danzas hicieron que el plan original de Bartók (para la frustrada publicación de 1914) fuera agruparlas en cuatro bloques diferentes, a la manera de los cuatro movimientos de una suerte de suite: Cuatro antiguos lamentos, Nueva canción, Canción de juego y Antiguas melodías de danza.

En 1918 Bartók, etnomusicólogo incansable, descubriría nuevas canciones folclóricas campesinas, entre ellas la balada Angoli Borbála, en compás de 7/8, que acabaría ocupando el sexto lugar de la nueva colección que Universal llevaría a la imprenta finalmente en 1920 (se trata de la primera obra de la versión orquestal que escucharemos esta tarde), integrada asimismo por quince piezas, pero no coincidentes con las que tenía previsto editar en 1914 (con los añadidos que fue incorporando durante la guerra acabó componiendo/transcribiendo un total de veinticuatro). Llama inevitablemente la atención que Bartók califique sus canciones de “campesinas” y no de simplemente “populares” o “folclóricas”, y en un texto explicativo para la edición nonata de 1914 explicaba el porqué: “A fin de evitar malentendidos, debemos resaltar con fuerza que las melodías que se publican aquí son canciones folclóricas en el sentido más estrecho de la palabra o, para ser más preciso, canciones campesinas. Estas canciones no las cantan, por tanto, las clases altas y medias y, además, entre ellos son en su mayor parte desconocidas. Pude oírse cantar estas melodías exclusivamente a los granjeros y campesinos. Deberíamos añadir que estas canciones fueron creadas por campesinos de nacionalidad húngara y son absolutamente desconocidas entre los pueblos vecinos. Son, por tanto, indudablemente características de la música campesina húngara”. Los cuatro nuevos bloques llevaban por títulos: Cuatro antiguos lamentos, Scherzo, Balada (Tema con variaciones) y Antiguas melodías de danza.

El propio Bartók, en su condición de pianista, no llegó nunca a tocar en público en su totalidad la colección publicada en 1920 y grabó también únicamente varias de ellas, siempre con la balada en 7/8 (con las variaciones segunda y tercera en 3/2, 6/8 y 9/8) en lugar preferente, lo que indica que sentía por ella una especial predilección. Sí que incluyó habitualmente en sus recitales sus Improvisaciones sobre canciones populares húngaras, de 1920, una obra en la que su autoría y su personalidad quedaban mucho más manifiestas. Para la orquestación de nueve de las piezas (las que llevan los números 6-12 y 14-15) realizada en 1933 (otro annus horribilis, como lo había sido 1914), Bartók preservó los nombres de Ballade y Danses paysannes hongroises (en francés) y optó por mantener la pureza y el despojamiento originales, sin que su nuevo ropaje orquestal se tradujera en añadidos innecesarios que desdibujaran su fisonomía original. La primera lleva como subtítulo Tema con variazioni y, a pesar de su brevedad (tan solo 43 compases), se trataba claramente de una pieza predilecta del compositor, por lo que no puede extrañar que encabezara la parcial instrumentación publicada en 1933 y estrenada en Róterdam el 8 de noviembre de ese mismo año: quién iba a decir que estas sencillas melodías nacidas en el campo, muy lejos de los centros urbanos y de la alta cultura, acabarían viajando tan lejos. El brío y el empuje incontenibles de la última danza, la más extensa de la colección (supera el centenar de compases), aseguran los aplausos entusiastas del público.

La primera parte del concierto de hoy se completa con el estreno de una composición de Jesús Torres dedicada a su solista de esta tarde, Joan Enric Lluna. Su autor escribe lo siguiente sobre ella: “En 2015 recibí de la Fundación BBVA una de las Becas Leonardo a Investigadores y Creadores Culturales para la composición de dos obras concertantes: Transfiguración, para violonchelo y acordeón solistas y orquesta de cuerda (a partir de poemas de la mística medieval alemana Hildegard von Bingen), y el Concierto para clarinete y orquesta. La primera la compuse para Asier Polo e Iñaki Alberdi, que la estrenaron en febrero de 2019 con la Orquesta Sinfónica de Navarra. La segunda está dedicada a Joan Enric Lluna y fue compuesta en 2016. De una duración de unos veinte minutos y estructurada en tres movimientos (Allegro elettrico, Andante sinuoso y Presto vibrante), esta pieza tiene los tres elementos esenciales que caracterizaba a la primera del ciclo en cuanto a su construcción: transparencia acórdica, intenso lirismo y virtuosismo extremo. La obra está pensada desde un inicio para que el propio clarinetista sea a su vez el director de la orquesta, es decir, asumiría un doble rol en el concierto, lo que estimuló en su momento una determinada construcción de la obra”.

No contamos, por desgracia, con ningún texto de Dmitri Shostakóvich en el que nos explique su última sinfonía, una obra eminentemente críptica y que ha sido, en consecuencia, objeto de numerosas especulaciones, sobre todo por el sinfín de citas y alusiones, más o menos explícitas, que contiene. Superado el linde simbólico del número 9, que pesaba como una losa desde la Novena Sinfonía de Beethoven, el compositor soviético acabó dejando quince obras dentro de los dos géneros que cultivó con mayor asiduidad: la sinfonía y el cuarteto de cuerda. Aunque aquí prescinde de textos y de voces (esenciales en la Sinfonía núm. 14), es una obra que parece empeñada en transmitir un mensaje: el dilema consiste en saber cuál es exactamente. La sensación que deja su escucha es la de haber asistido a una suerte de recapitulación, ya que la música parece mirar a un tiempo hacia el futuro (una muerte que se presiente cercana) y hacia el pasado (una juventud lejana pero recordada de manera tan vívida que parece poder tocarse con tan solo extender la mano).

La audición de la Sinfonía núm. 15 despierta, asimismo, de forma simultánea sentimientos de proximidad (las citas inmediatamente reconocibles de obras propias y ajenas) y de extrañamiento (un lenguaje despojado, esquivo, que adivinamos cargado de misterios). ¿Por qué cita Shostakóvich, a poco de comenzado el primer movimiento, la famosa melodía de la obertura de Guillermo Tell, que reaparecerá en otras cuatro ocasiones, cargada de esos insistentes ritmos anapésticos tan caros al compositor ruso? ¿A qué se refería cuando, poco después del estreno, describió este movimiento como “una tienda de juguetes, con un cielo despejado en lo alto”? ¿Es la muerte atisbada del propio Dmitri Shostakóvich la que suscita la marcha fúnebre del segundo movimiento? ¿Por qué oímos el motivo del destino de El anillo del nibelungo (que Wagner utiliza por primera vez en La valquiria) seguido, primero, del mismo diseño que acompaña la marcha fúnebre de Sigfrido tocado por la percusión y, después, de tan solo las tres primeras notas del Preludio de Tristán e Isolda, al comienzo del último movimiento? ¿Existe alguna conexión amorosa consciente entre esta última cita wagneriana y la romanza de Glinka No me tientes innecesariamente –transformada a fin de darle un suave aire danzable– en que acaba desembocando antes de que quede frustrado el famoso “acorde de Tristán”? ¿Es realmente el tema de la invasión de la Séptima Sinfonía, “Leningrado”, el que sirve de sustento, mudado ahora a una métrica ternaria, a la passacaglia –una forma predilecta de Shostakóvich– de este mismo movimiento? ¿O se trata tan solo de una falsa impresión? ¿Es rastreable realmente en la partitura alguna cita de la Sexta Sinfonía de Beethoven, la “Pastoral”, tal y como afirmó el propio compositor, según ha dejado escrito Isaak Glikman, uno de sus grandes amigos? ¿Es acaso el motivo D-S-C-H, transportado una tercera descendente, el que escuchamos tocado por el metal en el Scherzo? Los sonidos misteriosos y espectrales que toca la percusión al final de los dos últimos movimientos, ¿remiten de algún modo al final del Moderato con moto de la Cuarta Sinfonía, una obra que no pudo interpretarse durante un cuarto de siglo por ser demasiado moderna para el régimen soviético, o a experimentos tímbricos similares presentes en La nariz, su primera ópera? ¿Es el tema que toca la trompa como retrato de su alumna Elmira Nazirova (de la que el compositor se había encaprichado) en el tercer movimiento de la Décima Sinfonía el mismo que escuchamos en la cuerda grave antes del coral fúnebre con que se cierra el segundo movimiento? ¿Remite el primer movimiento, con su inequívoco aire stravinskiano (no es difícil entrever la sombra de Petrushka, por ejemplo), a la infancia de Dmitri Dmitriévich en San Petersburgo, lo que haría de toda esta sinfonía una especie de compendio vital, una mirada retrospectiva de principio a fin antes de la llegada de la muerte? ¿Qué impelió a Shostakóvich a valerse de estas y otras posibles citas –como la de su propia Undécima Sinfonía en el movimiento lento–, hasta el punto de llegar a confesar a Glikman que “no podía, no podía dejar de incluirlas”? Las preguntas podrían proseguir ad infinitum y nadie podría aventurar respuestas ciertas. Shostakóvich lo dejó todo abierto, aunque fue muy consciente de que tanta ambigüedad sería el caldo de cultivo ideal para todo tipo de especulaciones. Como ha escrito David Fanning, la sensación que nos provoca es que el tiempo del mundo real se ha detenido y hemos entrado en el mundo de los fantasmas.

Su hijo Maksim dirigió el estreno en la Gran Sala del Conservatorio de Moscú el 8 de enero de 1972. Estuvo presente el musicólogo estadounidense Richard Taruskin, que recuerda el desconcierto de todos los presentes, que quedaron confundidos por una música nada fácil de aprehender en una primera audición. A pesar de todo –recuerda Taruskin–, “la descarga de amor que saludó a la figura canosa, que se movía con dificultad, con sus inseparables gafas, del autor, que tenía entonces sesenta y cinco años y se hallaba acosado por multitud de dolencias, no era simplemente un homenaje al laureado compositor soviético. Era un saludo agradecido y emocional a un apreciado compañero de vida, un conciudadano y compañero de sufrimientos, que había forjado una relación mutuamente beneficiosa con su público que quedaba completamente fuera del alcance de cualquier músico en la parte del mundo en que yo vivo. Esa noche estaba conmovido de un modo en el que ningún concierto ha logrado conmoverme antes o después”. El estreno en Leningrado, la ciudad natal del compositor, fue confiado a Yevgueni Mravinski, elogiado sin reservas por el compositor por su maestría tras el estreno el 5 de mayo.

Pocos meses antes de que se diera a conocer la sinfonía, Shostakóvich había sufrido un segundo ataque al corazón y a finales de 1972 le fue diagnosticado el cáncer de pulmón que acabaría finalmente con su vida. Las estancias en el hospital se hicieron cada vez más frecuentes. Sin fuerzas para componer, el músico dejó de encontrar sentido a una existencia sin música. En enero de 1973 confesó a Isaak Glikman: “Casi se me ha olvidado lo que es estar en casa […]. He perdido mi salud y me siento miserable por ello. Me siento casi por completo impotente en los asuntos cotidianos de la vida; ya no puedo hacer cosas como vestirme o lavarme solo sin ayuda. En mi cerebro ha empezado a manar una suerte de manantial. No he escrito una sola nota desde la Decimoquinta Sinfonía. Esto es una situación terrible para mí”. Hasta su muerte en 1975, volvería a componer: sus dos últimos cuartetos de cuerda o la Sonata para viola y piano son las grandes obras testamentarias de su recta final. Pero la vida que aún alienta a ratos en la sinfonía que hoy escucharemos apenas hace ya acto de presencia. Es música dominada de principio a fin por la premonición o, mejor, la certeza de una muerte inminente.

Luis Gago