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Voces del futuro y voces del pasado

A primera vista, Anton Bruckner y Paul Hindemith pueden parecer dos músicos antitéticos tanto en términos generacionales como estéticos. Hijo del siglo XIX, Bruckner dejó una obra que se asienta en el corazón mismo de la tradición romántico-germánica y tiene su epicentro en el género sinfónico, donde recoge la herencia de Beethoven y Schubert para someterla a un inaudito proceso de expansión formal que no es ajeno a los hallazgos de Wagner en el terreno operístico. Nacido en 1895, Hindemith encuentra su voz más personal en la segunda década del siglo siguiente gracias a un lenguaje incisivo y cortante, construido precisamente en polémica contraposición con los grandes arcos expresivos y las sonoridades turgentes del romanticismo tardío. 

En aquellos años, Hindemith se labró una reputación de compositor incómodo e insolente con partituras en donde predominaban las plantillas de cámara, los ritmos contundentes, los timbres ácidos y las disonancias aceradas. Al procedimiento discursivo y orgánico de la forma sonata el joven músico contraponía el molde neoclásico de la suite barroca, de corte geométrico y reducido. Aun así, y por extraño que parezca, Hindemith siempre manifestó una gran admiración por Bruckner. ¿En qué se basaba? Para empezar, en la veneración que ambos compositores profesaban por el arte del contrapunto y por un autor que la había encarnado en su más alta expresión, Johann Sebastian Bach. Lo que también apreciaba Hindemith en Bruckner era su capacidad para diseñar arquitecturas sonoras de una impresionante amplitud pero dotadas al mismo tiempo de una nitidez y una lógica ejemplares. 

Esta admiración fue creciendo con el paso del tiempo y, cuando en los años cuarenta y cincuenta Hindemith empezó a subir al podio con mayor asiduidad, entre las obras que prefería dirigir estaban las sinfonías de Bruckner (incluso dejó grabada alguna). El idilio con la música bruckneriana se acentuó a medida que la orientación estética del compositor se volvía más conservadora y su esforzada defensa del sistema tonal marcaba una distancia insalvable con las corrientes más vanguardistas de su tiempo. Hindemith, quien no había utilizado en su catálogo oficial la palabra “sinfonía” hasta el año 1934 (Sinfonía Mathis der Maler), llegó a emplearla en cinco ocasiones entre 1940 y 1958. 

Las dos obras reunidas en el presente programa iluminan el tramo conclusivo de la carrera de sus respectivos autores. La Sinfonía nº 9 constituye el mensaje postremo y más audaz de Bruckner: una obra en la que culmina no sólo la trayectoria del compositor, sino más en general la de todo el sinfonismo romántico. El poco conocido Concierto para trompeta y fagot pertenece a la segunda etapa de Hindemith, la norteamericana, y se caracteriza por un talante más conciliador y moderado con respecto al lenguaje estridente de sus comienzos. También en esto podemos ver una importante coincidencia entre Hindemith y Bruckner: la desmesura o el exceso que a menudo se respira en sus obras nunca empaña la afinidad que ambos sienten con la dimensión de lo “clásico”, percibido como paradigma de armonía y serenidad. 

 

El primer esbozo de la Sinfonía nº 9 de Bruckner se remonta al 21 de septiembre de 1887, poco después de terminar la Octava. Sin embargo, el nuevo proyecto quedó momentáneamente aparcado tras las duras críticas que el director de orquesta Hermann Levi reservó a su última partitura. Bruckner dedicó los dos años siguientes a revisar en profundidad la Octava y aprovechó el impulso para hacer lo mismo también con sus tres primeras sinfonías. La composición de la Novena se reanudó en 1891 y Bruckner anotó escrupulosamente las fechas de cada movimiento. El primero fue escrito entre abril de 1891 y el 23 de diciembre de 1893; el segundo, entre el 4 de enero de 1889 y el 15 de febrero de 1894. La gestación del tercer movimiento abarcó del 23 de abril al 30 de noviembre de 1894. La composición del cuarto movimiento empezó el 24 de mayo de 1895, pero Bruckner no pudo terminarla. Cuando murió, el 11 de octubre de 1896, tenía esbozados unos quinientos compases, muchos de ellos de forma muy somera. 

La Novena se tocó por primera vez el 11 de febrero de 1903 en una versión muy manipulada por el responsable del estreno, el director de orquesta Ferdinand Löwe. Fue sólo en 1932 cuando se pudo escuchar la versión original. También ha habido intentos para acabar la sinfonía. El más conocido es el firmado a cuatro manos por Nicola Samale, John A. Phillips, Benjamin-Gunnar Cohrs y Giuseppe Mazzuca, que recibió el aval de Simon Rattle y la Filarmónica de Berlín. Por su parte, Nikolaus Harnoncourt desechó la posibilidad de completar el último movimiento de la Novena, pero sí apoyó la propuesta de un torso que se limitara a reconstruir los fragmentos conservados. Nadie ha seguido en cambio la sugerencia del propio Bruckner, quien, al verse imposibilitado a terminar la tarea, había considerado la posibilidad de utilizar como último movimiento de la sinfonía su Te Deum, quizá en analogía con la Novena de Beethoven que culmina con la intervención de las voces. 

Bruckner compuso la Sinfonía nº 9 en condiciones de progresiva debilitación física. El que su recorrido sinfónico terminara con una Novena, al igual que había ocurrido con Beethoven, tuvo sin duda para él un gran valor simbólico. No debe sorprender por lo tanto que existan afinidades evidentes y ocultas entre ambas Novenas. La más patente es la tonalidad de re menor, también vinculada con otra obra testamentaria (e inacabada): el Réquiem de Mozart. Que la Novena represente la despedida de Bruckner del género sinfónico y al mismo tiempo la culminación de toda su trayectoria lo demuestra también la amplia presencia de citas procedentes de otras piezas suyas: tanto sinfonías (Finale de la Quinta; tema principal de la Séptima; adagio de la Octava) como obras sacras (Misas en re menor y en fa mayor). 

Al igual que los primeros movimientos de otras sinfonías brucknerianas, también el de la Novena sigue un modelo de forma sonata basado en tres grupos temáticos en lugar de los dos habituales. El esquema presenta la ulterior peculiaridad de estar concebido según una estructura bipartita, donde la segunda parte desempeña la doble función de desarrollo y reexposición. Pero lo que realmente confiere un rasgo nuevo a este poderoso movimiento es la disonancia, presente desde el principio en los materiales temáticos como una suerte de pecado original que se expande y neutraliza toda posibilidad de desenlace heroico de los conflictos, congelándolos a menudo en una especie de grito tal como ocurre en la coda. También el contrapunto parece por momentos desempeñar un papel más deconstructivo que constructivo, organizando las texturas orquestales en capas autónomas. 

El Scherzo, situado en segunda posición (como en la Novena de Beethoven), es una de las manifestaciones más terroríficas que ha producido la imaginación de Bruckner. Sobre una sucesión de acordes disonantes un crescendo conduce a una  salvaje Totentanz, una danza de la muerte de marcado carácter rítmico, apocalíptica y aterradora, en donde, al margen de las previsibles resonancias beethovenianas, se une el recuerdo de ciertas páginas visionarias y alucinadas de Berlioz (como el “Sueño de una noche de Sabbat” de la Sinfonía fantástica). Pero tampoco faltan paréntesis más joviales y serenos –como los que vislumbra el Trío central, de una ligereza casi mendelssohniana–, lo que otorga a todo el movimiento una dimensión ambigua y fantasmagórica. 

El Adagio se abre con un memorable salto ascendente de novena menor y una melodía cuyo atormentado cromatismo tiene rasgos casi pre-dodecafónicos (los tres primeros compases abarcan la totalidad de la escala cromática). Bruckner parece intuir como nunca el porvenir y abrir el camino a Mahler, quien sin duda tuvo presente este movimiento cuando compuso los Adagios de su Novena y de su Décima sinfonía. Es precisamente aquí donde más se acumulan las auto-citas, algunas de las cuales tienen un evidente valor simbólico (“Miserere” de la Misa en re menor). Ya muy enfermo, Bruckner concibe el Adagio como un “adiós a la vida” –expresión que él mismo asocia en la partitura con un coral entonado por las tubas–, mezcla ambigua de angustia y trascendencia, de innovación y tradición (la estructura sigue las pautas tripartitas de la forma sonata). Ante semejante hallazgo, podemos sospechar que la mano divina –la sinfonía está dedicada “al buen Dios”– intervino para que la Novena de Bruckner terminara de esta forma. No con una conclusión perentoria, sino con una deriva suspendida que deja abierta la puerta a múltiples posibilidades y desenlaces.  

 

A lo largo de su trayectoria, Hindemith mostró una singular inclinación por el género del concierto. Este apartado de su producción destaca no sólo por el número de obras escritas, sino también por el poco habitual abanico de los instrumentos implicados. En efecto, Hindemith escribió no solamente conciertos para los instrumentos consagrados (violín, violonchelo, piano), sino que orientó su interés hacia otros mucho menos frecuentes como la viola (su instrumento preferido, del que era asimismo un notable virtuoso), la viola d’amore, el órgano o la trompa. Otras partituras evocan el esquema barroco del concerto grosso o la tipología de la sinfonía concertante, que contraponen un reducido grupo de solistas a la orquesta. Es el caso del Concierto para flauta, oboe, clarinete, fagot, arpa y orquesta; o el Concierto para trompeta, fagot y orquesta de cuerda aquí programado.   

A partir de 1940, Hindemith fijó su residencia en Estados Unidos. Tres años antes, había tomado la decisión de abandonar Alemania ante el hostigamiento creciente del régimen nazi hacia su obra musical, que había llegado a prohibirse dentro de la ofensiva global contra el llamado “arte degenerado”. La etapa americana coincidió con el progresivo acentuarse de un sesgo conservador en los planteamientos del compositor, ahora convertido en paladín del sistema tonal. Hindemith no sólo asumió una postura polémica hacia las corrientes más avanzadas de la creación musical, sino que llegó al extremo de revisar sus antiguas composiciones para depurarlas de los pasajes más disonantes y ofrecerlas al público en versiones más acordes con sus nuevas formulaciones estéticas.

El Concierto para trompeta y fagot es el fruto de un encargo por el 150 aniversario de la Connecticut Academy of Arts and Science. La institución norteamericana le encomendó en junio de 1948 la composición de una partitura con vistas a estrenarla unos meses más tarde en el marco de las celebraciones oficiales de la efeméride. Pese a ser un músico generalmente muy rápido a la hora de escribir, Hindemith se retrasó más de la cuenta y sólo consiguió acabar dos de los tres movimientos planeados. El último lo terminó el 30 de septiembre del año siguiente, ya fuera de plazo. 

En el Concierto para trompeta y fagot, destaca otro aspecto característico de la sensibilidad de Hindemith, a saber: su gusto por explorar combinaciones instrumentales atípicas y heterogéneas: un aspecto que puede calificarse de barroco, y que recuerda al Bach de los Conciertos de Brandeburgo o al Telemann de la Tafelmusik. Esta página es una muestra deliciosa del neoclasicismo tardío de Hindemith. Destacan en ella las dimensiones concisas, la nitidez de la escritura sólidamente anclada en el contrapunto, una mayor clarificación de las armonías y el carácter idiomático de las partes solistas, que logra aprovechar al máximo las peculiaridades y los recursos de trompeta y fagot. 

El Allegro spirituoso es un movimiento sereno en donde destaca más el talante dialogado que el principio de contraste. Los solistas se superponen o se dan la réplica, mientras que la orquesta configura un tapiz continuo que se mueve con discreción cuando actúan los solistas, y que emerge en primer plano para conectar los diversos episodios. Un tono cálido, un lirismo y una ternura impensables dos décadas antes, se abren paso en el Molto adagio central. El arranque es protagonizado por la aterciopelada voz del fagot, en un clima que evoca lejanamente ciertas atmósferas del primer romanticismo alemán (Concierto para fagot de Carl María von Weber). Las cuerdas, apoyadas luego por la trompeta, responden con tenso dramatismo y armonías turbias, si bien esta contraposición desemboca muy pronto en un Allegro pesante de carácter rítmico, cuyos elementos temáticos se ven sometidos a una libre elaboración contrapuntística. En comparación con la amplitud del anterior Allegro pesante, el Vivace conclusivo actúa más como una coda brillante y extravertida que como un movimiento autónomo. 

El Concierto para trompeta y fagot nos muestra a un Hindemith ajeno ya a las corrientes más innovadoras de su tiempo, pero dueño de un oficio artesanal capaz de ofrecer en todo momento al oyente solvencia e interés. Si la difusión de esta pieza se ha visto muy limitada hasta ahora, ello se debe sin duda a su inusual plantilla, que requiere la presencia de dos hábiles solistas.

Stefano Russomanno