La música del miedo

Eva Sandoval
Musicóloga e informadora de Radio Clásica (RTVE)

“La más antigua y más fuerte emoción de la humanidad es el miedo,
y el más antiguo y más fuerte tipo de miedo es el miedo a lo desconocido”
H. P. Lovecraft: El horror sobrenatural en la literatura, 1927


Según el diccionario de la Real Academia Española, el miedo es la “angustia por un riesgo o daño real o imaginario” y también el “recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea”. En cualquiera de las dos acepciones, el miedo es una de las emociones más poderosas y heterogéneas que experimentamos los seres humanos, y, además, puede cambiar drásticamente nuestra conducta y nuestro estado anímico. Sentimos miedo ante múltiples peligros, riesgos o amenazas, y, lo que confiere una enorme complejidad a esta emoción es que esos estímulos pueden formar parte de la realidad o de nuestra imaginación. La parte positiva de esta sensación consiste en que, desde el punto de vista biológico, nos permite responder ante situaciones adversas con rapidez y eficacia. Pero también, desde la psicología, nos puede generar una ansiedad paralizante y bloquear nuestras acciones. “Quien vive temeroso, nunca será libre”, afirmaba Horacio.

El arte y el miedo han estado (y siguen estando) estrechamente unidos desde muy diversas perspectivas. Es muy habitual que los artistas de cualquier ámbito, creativo o interpretativo, sientan distintos tipos de temores propios y ajenos: el síndrome de la página en blanco, la angustia de la influencia de genios del pasado, el miedo ante la opinión del público y de la crítica, la incertidumbre por la inestabilidad laboral, el pavor a no tener suficiente talento o a no cumplir las expectativas individuales, el síndrome del impostor o el tan típico pánico escénico. Por otra parte, este sentimiento tan intenso, ha inspirado a pintores, literatos, escultores, cineastas, dramaturgos, compositores o arquitectos. Es más, múltiples creadores han hecho del miedo una seña de identidad, como Edvard Munch, Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Gaston Leroux, Louise Bourgeois, Fritz Lang o Alfred Hitchcock, entre muchos otros. Estos artistas son capaces de sublimar el horror a través de sus obras, con la finalidad, en muchas ocasiones, de superar su propia angustia vital. Las dos piezas del programa de hoy, escritas por compositores rusos en la primera mitad del s. XX, presentan fuertes y variados vínculos con el miedo, desde el proceso creativo y las vivencias personales hasta la perspectiva histórica de los intérpretes.

El miedo al fracaso consiguió paralizar durante tres largos años la actividad compositiva de Sergei Rachmaninov (1873-1943), de quien en 2023 recordamos los 150 años de su nacimiento. Tras graduarse en el Conservatorio de Moscú en piano y composición, concluyó en 1895, con 22 años, su Sinfonía nº 1 en re menor, Op. 13. La concibió en Ivánovka, una finca cercana a Tambov propiedad de sus parientes aristócratas, los Satin, que solía ser la residencia de verano del compositor. Aunque ya había escrito varias piezas pianísticas, su ópera Aleko, su primer concierto para piano, sus dos tríos elegíacos y algunas páginas orquestales y transcripciones, aquella sinfonía fue su primera obra de envergadura. Se estrenó en San Petersburgo el 28 de marzo de 1897 y resultó un absoluto fiasco. En gran medida, el responsable del mal resultado parece haber sido su director musical, Alexander Glazunov, quien realizó alteraciones en la partitura y, según algunos testimonios, se encontraba ebrio. “Fue la hora más angustiosa de mi vida”, afirmó Rachmaninov. Las críticas adversas le sumieron en una profunda depresión que bloqueó su actividad creadora. Según confesó tiempo después: “Me sentía como alguien que, golpeado por un horrible trauma, hubiese perdido las facultades mentales y la función de sus manos”.

En 1900, bajo la influencia de familiares y amigos, buscó la ayuda del Dr. Nikolai Dahl, violonchelista aficionado que le sometió a un tratamiento de hipnoterapia y psicoterapia y consiguió restaurar la confianza de Rachmaninov en su talento como compositor. De hecho, el músico le dedicó a su exitoso terapeuta su obra más famosa, escrita entre 1900 y 1901: el Concierto para piano y orquesta nº 2 en do menor, Op. 18. La magnífica acogida que tuvo esta partitura ya desde su estreno en 1901 ayudó a disipar sus miedos, pero la realidad es que aquella fatal presentación de su primera sinfonía le persiguió toda la vida con episodios ocasionales de depresión, apatía y baja autoestima. De hecho, la obra no se volvió a interpretar en vida del autor. Además, Rachmaninov sufría dolores agudos y episódicos en la sien derecha que se fueron haciendo más frecuentes e intensos. El sufrimiento, curiosamente, se mitigaba durante sus conciertos como pianista y volvía a aparecer cuando componía.

En 1904, Rachmaninov se hizo cargo de la dirección orquestal del Teatro Bolshói, pero durante su segunda temporada allí, en el contexto de la Revolución de 1905 contra el régimen del zar Nicolas II, comenzó a vivir en primera persona el malestar social del Moscú del momento. Los artistas y el personal del teatro organizaron protestas y demandaron condiciones y salarios más dignos. Así las cosas, en febrero de 1906 presentó su renuncia. Y no sólo eso, en octubre de aquel mismo año, el temor por la creciente agitación política llevó a la familia Rachmaninov a trasladarse a Dresde, donde permanecieron tres años, regresando a Rusia sólo para las temporadas veraniegas en Ivánovka. En abril de 1909 volvieron a Moscú, pero, como era de esperar, el miedo a las revoluciones bolcheviques de 1917 provocó la salida definitiva del compositor de su país, aprovechando una invitación para una gira de conciertos por Escandinavia. En 1918 se mudó a Nueva York, buscando una mayor rentabilidad financiera a través de la dirección orquestal, los recitales pianísticos y la grabación de discos. Desde 1929 volvió a visitar Europa regularmente y se estableció durante los veranos de la década de los años treinta en su villa Senar de Suiza. Pero, ante la situación prebélica que se vivía en el continente, el 11 de agosto de 1939 Rachmaninov ofreció en Lucerna su último concierto en el continente y decidió fijar su residencia en California.

Durante su estancia en Dresde, a Rachmaninov le surgió la oportunidad de realizar su primera gira de conciertos por Estados Unidos durante la temporada 1909-1910, un tour que duraría cuatro meses. Para aquella importante ocasión quiso escribir una nueva obra que le permitiera mostrar su destreza como pianista, y así surgió su Concierto para piano y orquesta nº 3 en re menor, Op. 30 que terminó el 23 de septiembre de 1909, con 36 años, en Ivánovka. Se lo dedicó a Józef Hofmann, pianista y compositor polaco que fue uno de los intérpretes más célebres de la época, pero lo estrenó el propio Rachmaninov como solista el 28 de noviembre de aquel mismo año en el New Theater de Nueva York con la Orquesta Sinfónica de la ciudad a las órdenes de Walter Damrosch. Para ello, y debido a la dificultad de la obra, Rachmaninov tuvo que estudiarla en un piano mudo que embarcó con él en su trayecto hacia Norteamérica. El 16 de enero de 1910 volvió a interpretar su tercer concierto junto a la Orquesta Filarmónica de Nueva York dirigida nada menos que por Gustav Mahler, una experiencia muy querida para nuestro autor.

El Concierto nº 3 de Rachmaninov conserva el aura de ser una de las obras pianísticas más difíciles de ejecutar de todos los tiempos. El pianista Gary Graffman, por ejemplo, lo muestra con elocuencia al lamentarse de no haber aprendido este concierto en su época de estudiante, momento en el que era “todavía demasiado joven para conocer el miedo”. Sin embargo, el autor afirmaba que era “más cómodo” de interpretar que su segundo concierto, pero no debemos olvidar la extraordinaria magnitud de sus manos que podían abarcar un intervalo de treceava. De hecho, el mismo dedicatario, Hofmann, nunca pudo interpretarlo. Dicho esto, sorprende que el inicio pianístico del primer movimiento, “Allegro ma non tanto”, apele a la sencillez con una melodía cantábile por grados conjuntos y a la octava entre las dos manos que se extiende durante 26 compases bajo la indicación, precisamente, de commodo. El musicólogo Joseph Yasser afirmó que ese famoso primer tema del concierto procede de un canto litúrgico ruso, aunque Rachmaninov se lo rebatió en una conocida carta en la que aseguraba que era de su entera invención. Tras una breve cadencia del piano llega el segundo tema que se presenta de dos formas diferentes: como diálogo entre el solista y la orquesta en un diseño staccato e, inmediatamente después, como la típica melodía extraordinariamente romántica de Rachmaninov en la mano derecha del piano. A continuación, el pianista se enfrenta a toda suerte de recursos virtuosísticos para su instrumento, incluyendo una extensa cadencia: arpegios, escalas, ritmos intrincados, densos acordes a velocidades vertiginosas, amplísimas extensiones interválicas o texturas imposibles. 

El movimiento lento, “Intermezzo”, es un extenso y expansivo “Adagio” de carácter onírico. Comienza con una dulce y expresiva introducción orquestal que expone un tema cromático y lírico, revestido de armonías dolientes y un elaborado contrapunto. La parte del piano, en la que se desarrollan variaciones del tema principal, es singular por su enjundiosa y exigente escritura sin descanso. Destaca el vals central en compás de 3/8 en el que el clarinete y el fagot despliegan una melodía emparentada con el tema inicial del concierto, mientras el piano la colorea con veloces tresillos de semicorcheas. Un interludio orquestal con significativos solos de los vientos y un clímax potenciado por la masa de cuerdas sobre el diseño principal de este movimiento catapulta la obra hacia el finale attacca a través de una breve cadencia virtuosa del piano. El explosivo y vigoroso “Alla breve”, segmentado en episodios de carácter y textura contrastante, reúne transformaciones o combinaciones de los temas del primer movimiento, lo que confirma el carácter cíclico de la obra. En una estructura formal más libre, Rachmaninov da rienda suelta a todo tipo de acrobacias pianísticas sobrehumanas sujetas a una pulsación motórica incesante: cruces de manos, glissandi, veloces notas repetidas… Pero también hay tiempo para sus intensas y apasionadas melodías en tutti. Todo un tour de force para el solista que pone a prueba su técnica, su expresividad, su escucha y su resistencia física.

“La gente que vivió en la misma época de Shostakovich no necesita hurgar en los archivos en busca de pruebas de las represiones, ejecuciones y asesinatos. Todo eso, y más, lo encuentra en su música”. Así de contundente se expresaba Fiodor Druzhinin, miembro del Cuarteto Beethoven y colaborador habitual de Dmitri Shostakovich (1906-1975). A este compositor le tocó vivir en un lugar y en un tiempo en los que el arte, sobre todo la música y el cine, tenía una importancia esencial para el poder político. Escribir una sinfonía o una ópera en la Unión Soviética era una cuestión de estado, lo que implicaba someter a los artistas a una vigilancia permanente casi insoportable. En 1925, con 19 años, Shostakovich se convirtió, gracias a su Sinfonía nº 1 en fa menor, Op. 10, en el jefe de filas de la joven generación de compositores rusos y en el primer autor producto de la cultura musical del régimen soviético que alcanzó reputación internacional. Hasta comienzos de la década de los años treinta recibió encargos y honores del gobierno, ya que en aquel momento estaba considerado como músico oficial del régimen. Precisamente, en esa misma época, entre 1931 y 1934, la obra de Rachmaninov estuvo prohibida en Rusia por la publicación de un artículo en el que criticaba al régimen soviético.

Como es bien sabido, la trayectoria de Shostakovich estuvo marcada por la alternancia de etapas de enaltecimiento con períodos de dura crítica oficial y de prohibición de sus obras. La existencia del compositor se convirtió en una suerte de juego maldito en el que nadie le decía las reglas, pero si se las saltaba, le podía costar la vida. En 1936 se llevó a cabo la conocida como “primera gran purga”: aquellos que no se ajustaran a la doctrina del realismo socialista eran perseguidos, deportados o fusilados. Shostakovich fue víctima de esta primera oleada de represión a propósito de una obra anterior, su ópera Lady Macbeth del distrito de Mtsensk, de 1934. El autor fue acusado de estar contaminado por el “decadentismo burgués” en un artículo titulado Confusión en vez de música publicado en el diario Pravda el 28 de enero de 1936. 

Poco después, Shostakovich empezó a componer el finale de su cuarta sinfonía, que era la más ambiciosa y experimental hasta la fecha. En un principio, es probable que quisiera desafiar al régimen, pero, finalmente, decidió no estrenar la obra en aquel momento: “El miedo lo invadía todo. De modo que la retiré”. De hecho, desde entonces, ese temor vital nunca le abandonó. Es más, no se atrevió a estrenarla hasta 1961, ocho años después del fallecimiento de Stalin. Así las cosas, en aquella segunda mitad de la década de los años treinta, y acechado por el Terror, Shostakovich aceptó rehabilitarse y comenzó a crear de nuevo composiciones respetuosas con la línea oficial. Ese es el caso de la supuestamente triunfal y optimista Sinfonía nº 5 en re menor, Op. 47, de 1937, año del vigésimo aniversario de la Rusia soviética. Sobre ella, el autor habría afirmado: “Si he conseguido realmente encarnar en imágenes musicales todo lo que he pensado y sentido desde los artículos críticos en Pravda, si el oyente exigente detecta en mi música un giro hacia una mayor claridad y sencillez, me sentiré satisfecho”. De esta manera, hasta finales de la década de 1940, Shostakovich desarrolló su carrera consolidando una preeminente posición oficial. 

Tras los graves percances con su cuarta sinfonía, Shostakovich permaneció durante casi dos años sin presentar ninguna gran obra ante el público. El 18 de abril de 1937 comenzó a componer su quinta página sinfónica, que concluyó en el mes de julio de ese año. Se estrenó el 21 de noviembre en la Gran Sala de la Filarmónica de Leningrado con la Orquesta Filarmónica de la ciudad bajo la dirección de Yevgueni Mravinsky. La acogida fue apoteósica, incluso se dice que recibió un aplauso de cerca de cuarenta minutos. Aquel día se materializó el punto de inflexión más significativo en la vida artística del compositor. No sabemos si fue Shostakovich o un periodista musical no identificado quien escribió la célebre frase que se asocia a esta obra: “La respuesta creativa de un artista soviético a una crítica justa”, como si se tratase de una disculpa por Lady Macbeth y por la no interpretada cuarta sinfonía. Pero, efectivamente, el cambio de planteamiento compositivo era notable. La Sinfonía nº 5 se ajustaba a una estructura canónica en cuatro movimientos y trazaba el tradicional camino de las sombras a la luz.

El primer gesto del “Moderato” inicial es toda una declaración de intenciones: dolorosos intervalos de sexta menor con un incisivo ritmo con puntillo en las cuerdas. Enseguida, los violines primeros despliegan una melodía amplia, lírica y cromática de carácter angustioso. Poco después, se introduce otro perfil más reconfortante y luminoso, también en los violines primeros, que se inicia con un característico salto de octava ascendente y camina en valores rítmicos largos y espaciosos sobre un ostinato en el grave. Estos tres materiales son variados, retorcidos y transformados hasta hacerlos casi irreconocibles durante el lúgubre y extenso primer movimiento. El “Allegretto” funciona a modo de breve scherzo a ritmo de vals en el que se despliega esa inconfundible ironía musical de Shostakovich a través del punzante y burlón inicio en violonchelos y contrabajos, del tema sarcástico de los instrumentos de viento madera, de los distintos solos de fagot, violín o flauta, o de las fanfarrias de las trompas. 

El “Largo” es el verdadero corazón espiritual de la obra, que nos inunda con su amargura desde el tema de apertura construido por la sección de cuerda en divisi, recurso que robustece la sonoridad orquestal. Tras una cesura marcada por el arpa, toman la palabra distintos instrumentos de viento intercalados con pasajes extraordinariamente líricos y penetrantes en las cuerdas. Llama poderosamente la atención la desnudez y oscuridad del pasaje central en el que, sobre inquietantes trémolos de los violines, el viento madera entona cantos estremecedores. Un acorde estridente de re menor seguido por la pulsión repetitiva de los timbales nos introduce en el “Allegro no troppo” final, que establece un ritmo de marcha apocalíptica y amenazante liderada por trompetas, trombones y tuba. Irrumpen entonces las cuerdas desplegando un veloz tema que evoca sonoridades populares y de danza a modo de conclusión victoriosa de la obra, aunque también encontramos un destacado pasaje reflexivo y anhelante en el que Shostakovich cita en el registro agudo de la cuerda y en el arpa una canción propia sobre texto de Pushkin: “Así se desvanecen las falsas ilusiones/de mi alma afligida,/y en su lugar surgen visiones/de días puros, originales”. Sintetizando el recorrido de la obra, el compositor declaró en 1937: “El tema de mi sinfonía es la formación de un ser humano. Lo visualicé, con todas sus experiencias, como centro de la composición. En el finale, los impulsos trágicamente tensos de los movimientos anteriores se resuelven en optimismo y alegría de vivir”.

Lamentablemente, la rehabilitación política que Shostakovich consiguió con esta obra no duró mucho. Apenas diez años después fue sometido a ataques aún más crueles y brutales por parte de Andrei Zhdanov y el Comité Central del Partido Comunista. Pero más allá de eso, la gran enseñanza del autor ruso con su quinta sinfonía y su economía de medios reside en la profunda convicción de que mostrarse conservador no significa necesariamente ser convencional.