Tres genios, tres músicos

Mario Mora. Pianista y cofundador de Clásica FM

Tres mundos, tres mensajes, tres historias que contar. Tres texturas, tres orquestaciones, tres formas de escribir música igualmente avaladas por la historia, pero muy lejanas entre sí. El eclecticismo musical del programa de este concierto se presenta atractivo por sí mismo, por los viajes que se van a emprender a través de universos tan distintos en tan poco tiempo.

Ravel nos espera con la magia de lo infantil, de la fantasía y de los cuentos, con una orquesta pequeña y con texturas muy delicadas. Stravinsky nos propone todo lo contrario: una orquesta generosa y la aparición del coro para llevarnos por los renglones torcidos de Dios a través de las dudas, las incomodidades, los temores y la reconciliación de una música tan rompedora como conmovedora. Beethoven aguarda con la contundencia, el realismo y el humanismo que contienen sus sinfonías, tan orgánicas como empáticas con aquel que las escucha.

Una propuesta que pretende agitar de inicio a fin los oídos, los corazones y la sensibilidad de quienes se dejen llevar con todos los sentidos por las tres obras de este concierto.

Mi madre la Oca, de Maurice Ravel

Existieron diversas circunstancias que llevaron a Maurice Ravel (1875-1937) a incluir abundantes referencias musicales al universo infantil de la magia, la fantasía y los juguetes. Los estudiosos de su vida achacan su apego por el mundo de su infancia a una enorme sobreprotección familiar, incluso en la etapa adulta. A sus 40 años, Maurice trataba en público a su madre con un cariño que llamaba la atención de los que presenciaban la escena en sus comparecencias públicas a eventos y conciertos, desenmascarando a un hombre enormemente sensible que en muchas ocasiones se escondía detrás de la fachada de un creador frío y maduro. 

“Es un niño y un señor mayor”, decían de él. De esta sensibilidad hacia lo infantil nacen varias de sus creaciones. Entre ellas se sitúa Mi Madre la Oca (‘Ma Mere L’Oye’), un proyecto que comenzó siendo una obra para dueto de piano a cuatro manos en 1910, estrenada por dos jovencísimas pianistas: Geneviève Durony y Jeanne Leleu, como parte del concierto inaugural de la Sociedad Musical Independiente. Ravel toma el nombre de los Cuentos de Mamá Oca (Les Contes de ma mère l’Oye), escritos en 1697 por Charles Perrault. Mamá Oca es un personaje popular, del mundo de la ficción, que representa a una mujer del campo habladora y deseosa de contar cuentos e historias.

La obra impacta por su pureza y sencillez. Líneas delicadas, texturas muy adelgazadas y armonías exentas de grandes choques que el propio compositor, en unos esbozos autobiográficos, justifica así: “El propósito de evocar en esas piezas la poesía de la infancia, me llevó naturalmente a simplificar mi manera y a desnudar mi escritura”. 

El éxito del estreno de la primera versión pianística en salas de toda Europa, siendo recibida por algunos críticos como “las piezas infantiles más notables que existen”, supuso el deseo de instrumentación y re-escritura de las mismas para poder ofrecerlas también en formato sinfónico, algo en lo que Ravel era un maestro como pocos. Ya en febrero de 1911, Ravel indica en una carta a Désiré-Émile Inghelbrecht, compositor y director francés, un dato que deja claro este proceso: “Se supone que debo orquestar Ma Mère l’Oye por solicitud de mi editor, y habría sido justo lo que necesitas”, en referencia a una petición de Inghelbrecht de incluir una pieza de Ravel para pequeña orquesta.

En medio de este proyecto, Sergei Diaghilev había aterrizado en la capital francesa para revolucionar todos los teatros con sus ballets rusos. Además de otros encargos que Diaghilev hizo al compositor francés, Ravel le ofreció una adaptación de Mi Madre la Oca, ahora sí, para orquesta, con el número de catálogo M62. El compositor elige una plantilla orquestal reducida, escasa de metales –tan solo dos trompas– pero con variados instrumentos de percusión: bombo, platillos, glockenspiel, tam-tam, triángulo, xilófono, ideales para crear colores en los mundos mágicos a los que pretende llevarnos, añadiendo arpa, celesta, maderas a dos y cuerdas. 

Aunque en el catálogo de Maurice Ravel no se publica la Suite Orquestal de Mi Madre la Oca, es habitual por las orquestas extraer de este ballet (M62) los cinco cuentos de la versión original para piano a cuatro manos (M60) y conformar dicha suite, la cual será la versión interpretada en el concierto de hoy. 

La Suite comienza con la Pavana de la Bella Durmiente. En un tempo muy pausado (Lent), flauta y flautín se reparten las delicadísimas melodías en un comienzo muy camerístico en el que solo una trompa, con detalles de la cuerda y del arpa, participan para crear el ambiente que Ravel busca: describir el sueño de la princesa, puesto en peligro por la bruja y protegido por las hadas. El clarinete se suma en la parte central a un desarrollo de la melodía sin abandonar la ternura languidecida que rezuma la breve pieza.

En tempo muy moderado (Très modéré) comienza Pulgarcito, con líneas continuas e imprevisibles que marcan los violines a los que se suman diferentes instrumentos de madera, mostrando esos caminos interminables que el protagonista sigue a través de los trocitos de pan. Ravel plantea continuos cambios de compás desde el comienzo (c.1: 2/4, c.2: 3/4, c.3: 4/4, c.4: 5/4, c.6, 3/4, etc.), evitando los pulsos fuertes y provocando así más sensación de inestabilidad. El momento más vivo es el cuento central, Laideronnette, Emperatriz de las Pagodas, a ritmo de marcha con ecos orientales. Las escalas pentatónicas recorren la pieza más completa y sonora de las cinco, con gran presencia de arpa, celesta y percusión. Pagodas, sirvientes orientales y hasta una serpiente forman parte de las indicaciones que Ravel deja para los coreógrafos en la versión de ballet, recalcando el “estilo chino” de muchos elementos.

La ternura vuelve de manera excelsa en Conversaciones de la Bella y la Bestia, a través de un Valse moderado, dulce, en el que el clarinete representa la delicada voz de Bella, y el contrafagot los oscuros sollozos de Bestia tras su rechazo. Al final, el tema de Bella se enriquece con otros instrumentos para dar paso al final feliz en el que Bestia se convierte en el príncipe deseado, abriendo las puertas a una de las mejores páginas de Ravel, El Jardín encantado, último de los cinco cuentos. Pocos momentos de su música tienen la calidez y la exquisitez de este final, en el que Ravel dibuja una escena con pájaros cantando y una princesa durmiente que despierta con el beso del príncipe justo en el momento del amanecer. El uso de las cuerdas y de una armonía pura, bien tratada y muy poco cargada genera la ternura necesaria de un final en el que, en los últimos compases, se despliegan los fuegos artificiales merecidos, con todos los instrumentos concluyendo en fortissimo en un espléndido acorde de Do mayor.

Sinfonía de los Salmos, de Igor Stravinsky

Solo un año después del estreno de Mi Madre la Oca en el Théâtre des Arts de Paris, la partitura sonó en Estados Unidos en 1913 de la mano de la Orquesta Sinfónica de Nueva York. En aquellos años, el país americano comenzaba a mirar a Europa con el fin de invitar a los mejores artistas y programar las mejores obras del momento. Los suculentos contratos convencieron a músicos como Antonin Dvorak, Gustav Mahler, Sergei Rachmaninoff, Enrique Granados y muchos otros, quienes pisaron suelo americano con el principal reclamo de mostrar su arte al nuevo mundo.

Algunas orquestas fueron más allá y contrataron directamente nuevas creaciones a los compositores del momento. La Orquesta Sinfónica de Boston organizó, para su 50 aniversario en 1930, una serie de festivales con especial atención a creaciones contemporáneas del momento. Su director, Sergei Koussevitzky, otro músico ruso atraído a Estados Unidos, pidió a Igor Stravinsky participar con una nueva sinfonía en esta serie de conciertos. No fue Stravinsky un compositor excesivamente formalista, y utilizar el esqueleto de la sinfonía para una creación de su autoría era algo que pareció preocuparle. Él mismo cuenta en sus crónicas que la forma de la sinfonía, tal y como llega desde el s. XIX, le “seducía muy poco”. Ya había finalizado años antes una Sonata para piano en la que no se ceñía a la forma y a los esquemas tradicionales, pero que sí conserva una unidad orgánica, diferenciándola de lo que podría ser una suite.

Ese fue su cometido en el nuevo y ambicioso encargo, utilizar un material sonoro que diese unidad a la obra sin que necesariamente respondiese a la estructura habitual en las sinfonías predecesoras. Stravinsky decidió optar por una textura contrapuntística creando dos planos principales, uno coral y otro orquestal que, según sus palabras, “tendrían el mismo rango, sin que predominara el uno sobre el otro”. De esta forma, la partitura se propone para coro mixto, en el que sugiere opcionalmente cantar las voces superiores por coro de niños, y una plantilla orquestal muy amplia en su sección de viento, además de dos pianos, arpa, timbales, set de percusión, violonchelos y contrabajos. Sin embargo, rechaza incluir clarinetes, y lo más sorprendente, no cuenta con violines ni violas.

En un momento de “ebullición religiosa y musical”, dicho por él, decide utilizar textos de los Salmos de David y titularla de esta manera Sinfonía de los salmos, una obra que compone “para la gracia de Dios”. Divide la sinfonía en tres movimientos, sin pausa entre ellos, pero estructurados en torno a textos originales en latín de los salmos 38, 39 y 150. Es importante recalcar que Stravinsky siempre rechazó la concordancia de la semántica musical con el texto, huyendo de las analogías directas y evitando la representación de lo que dictan las palabras a través de los tópicos musicales.

El primer salmo (38) avanza con un movimiento perpetuo de la orquesta, con especial protagonismo inicial de los pianos, un comienzo inspirado “por la visión del carro de Elías escalando el cielo”; y sobre todo ello, el coro, en el contraste balanceado que propone el compositor, canta con figuras más largas y movimientos más pequeños (generalmente, semitonos), resultando en un ambiente algo macabro y tenso. A pesar de la ausencia mencionada de representación musical del texto, hay momentos reseñables como el grito repentino con el que el coro canta No guardes silencio, o el súbito piano (sonido apagado) con el que recita Concédeme reposo, todo ello sobre una textura puntilleada y contrapuntística que unifica todo el movimiento y que genera choques constantes en todos los elementos: en la armonía, en la articulación, en la altura, en las líneas melódicas; creando diferentes mundos independientes que se coordinan en una intensidad de extremos y en un pulso inamovible de principio a fin.

Sin pausa, los instrumentos de madera anuncian el comienzo del segundo salmo (39), mucho más calmado, pero con una textura aún más compleja: una doble fuga cuyos sujetos y respuestas se van añadiendo a las secciones más agudas. Después aparece el coro como un elemento que se sentía ausente y que empasta, completa y da sentido a todo lo que estaba sucediendo, dejando atrás la extrañeza sonora y rememorando texturas de épocas anteriores. Todo avanza como una masa sonora, aquí exenta de contrastes, con un momento especialmente delicado en Y puso mis pies sobre una roca. Tras una pausa del coro en un intermedio orquestal algo más asentado, ya con instrumentos graves generando un terreno sobre el que construir la armonía, el coro arranca con mucha más furia con Y puso en mi boca un nuevo cántico, para dar paso a la delicadeza final con la que los cantantes, entonando Muchos verán y temerán, y pondrán su esperanza en el Señor, cierran el movimiento.

En un tempo similar comienza el tercer y último movimiento, que contiene la totalidad del Salmo 150, uno de los más utilizados en la historia de la música. El inicio consonante, de nuevo con sonoridades que pueden proceder de siglos atrás, da paso al Aleluya con el que se anuncian todas las alabanzas iniciales de manera pausada. Una sección central vibrante y enérgica aparece repentinamente a través de una virtuosa orquestación sobre la que el coro, siempre con figuras más largas, continúa las alabanzas, para finalmente regresar a la serenidad y a la devoción con la que todo se esclarece. Con cierto paralelismo a lo que haría Ravel en la pieza anterior, una extensa coda da paso a un acorde final de Do mayor que parece de alguna manera contener en sí un reflejo de reconciliación, de paz eterna, de final esclarecedor a todos los episodios de tensión contenidos. 

Sinfonía n.º 7 en La mayor op. 92, de Ludwig van Beethoven

De lo etéreo a lo tangible. De una dimensión trascendental al humanismo más palpable. Si la primera parte del concierto está centrada en dos composiciones singulares, la segunda se consagra a una obra que ha capturado la admiración de innumerables generaciones de músicos durante los dos últimos siglos. Era la sinfonía favorita de un maestro como Leonard Bernstein y “la apoteosis de la danza” para Richard Wagner. Con estos avales, las expectativas que suscita la escucha de la Séptima Sinfonía de Ludwig van Beethoven no pueden ser más prometedoras.

En 1812, tras los estrenos de sus obras más exitosas, Beethoven se encuentra en un momento dulce. Los desafíos personales como su creciente sordera no ensombrecieron eventos significativos que sucedieron aquel año: el encuentro con su admirado Goethe, intercambios epistolares con la enigmática ‘amada inmortal’, el aplauso recibido por sus nuevas sonatas para violín y otros acontecimientos notables. En ese mismo momento, dos partituras, con el título de Sinfonía y que habían sido comenzadas en 1809, descansaban en un cajón esperando a ser completadas. Con renovado ímpetu, el compositor de Bonn rescató la primera de ellas, una obra en La mayor de la que había dejado algunos bocetos, y completó sus cuatro movimientos. Su estreno, sin excesiva pompa en un evento benéfico, supuso un éxito mayor que el que Beethoven podría esperar, resultando en la repetición consecutiva de la obra durante las cuatro noches siguientes atendiendo a la demanda del público.

Desde la introducción Poco sostenuto, Beethoven ya apunta definitivamente a un incipiente Romanticismo. Arriesgadas modulaciones y visitas a tonalidades lejanas dejan entrever la falta de previsibilidad en el material temático, algo que hará que los oídos se llenen de sorpresas sonoras. Al final de la introducción comienza a cabalgar el ritmo que dará paso de manera natural a un Vivace muy danzable en el que, respetando la estructura tradicional, el compositor ingenia temas que mueven masas sonoras de manera brillante, especialmente notorio en el transcurso del segundo tema, donde juega con contrastes dinámicos llevando al oyente de un extremo a otro con una destreza excepcional.

Sin duda, el momento más emblemático de esta obra es el movimiento ‘lento’ que, paradójicamente, está marcado como Allegretto. En un estado de ánimo fúnebre, repite un motivo rítmico que lo hace reconocible, construyendo progresivamente capas superiores que se sobreponen a ese ostinato repetitivo, marca de esta sinfonía. El tumultuoso Scherzo irrumpe de manera contrastante, dividido en cinco partes y marcado como Presto, intercala dos tríos menos veloces. La sombra del humor del maestro Haydn se observa en todo el movimiento, pero especialmente en el falso comienzo de un tercer trío que se convierte en una breve coda rematada por cinco acordes fortissimo.

Después de dos movimientos alejados tonalmente del primero, la tonalidad de La mayor regresa al movimiento final en un Allegro con brio vertiginoso y en el que los golpes, con gran protagonismo de los timbales, se suceden de manera festiva. Todas las secciones marcadas como piano son interrumpidas con súbitos fortes en un Beethoven con ganas de sorprender, alterar y festejar la vida, coronando así una de sus obras más luminosas y vitales.