Una misa por la paz

Martín Llade
Periodista y escritor

La voz del portorriqueño Roberto Sierra (n.1953) resuena como una de las más rotundas del actual panorama hispanoamericano, precisamente gracias a la forma en la que ha sabido aunar muy distintas tradiciones. Al folklore de su isla natal, mezcolanza de la cultura española, africana e indígena, hay que sumar su formación en Hamburgo nada menos que de la mano del rumano György Ligeti, uno de los compositores más importantes y originales del siglo XX, y su residencia en Nueva York, como profesor de composición. Toda esta amalgama de elementos ha dado lugar a un lenguaje profundamente personal, fácilmente identificable, que ha mantenido su coherencia durante cerca de medio siglo, que suena tanto clásico como moderno, al igual que se nutre de ritmos caribeños perfectamente adaptados a las formas canónicas europeas, como la concertante y la sinfónica o la cantata. La Missa latina (Pro Pace) fue estrenada el 2 de febrero de 2006, con la Washington Choral Arts Society y la National Symphony Orchestra, bajo la dirección de Leonard Slatkin. Sierra había comenzado a escribirla en 2003, el año de la Guerra de Irak, a partir de la siguiente reflexión: desde que tenía memoria no recordaba que no hubiera vivido un momento en el que Estados Unidos (y con ello, Puerto Rico) no se hubiera visto envuelto en algún conflicto bélico. Él mismo se salvó de ir a Vietnam porque, justo cuando le hubiera correspondido ser llamado a filas, esta guerra acabó. “Una matanza espantosa -recuerda- en la que quienes más sufrieron fueron las minorías, enviadas allá como carne de cañón”.

Así que decidió que su respuesta ante aquella nueva guerra sería invocar a la paz a través de una misa. Naturalmente, el compositor no piensa que esta se manifieste sólo con llamarla por su nombre, pero necesitaba dar cauce a un impulso: el de que los artistas deben manifestarse siempre con su obra al respecto de estas cuestiones y no quedarse callados ante las injusticias. Su elección del formato misa vino determinado porque en el siglo XX este tipo de composición dejó de ser una ceremonia vinculada estrictamente a un recinto sacro y pasó a las salas de conciertos.

Hay un ilustre precedente con el que la prensa ha comparado a menudo a la Missa latina, que es el Réquiem de guerra de Benjamin Britten. Escrito en 1962 para la reconsagración de la Catedral de Coventry, destruida durante la Segunda Guerra Mundial, se nutría de poemas de Wilfred Owen, muerto en la Primera. Si bien el tema antibelicista y la liturgia son las mismas, las estéticas difieren por completo. A Sierra le fascinaba la idea de escribir su obra íntegramente en latín, para evocar sus misas de la niñez, en la iglesia de su pueblo natal de Vega Baja. El hecho de comprender solo en parte dicha liturgia, a través de las palabras que podían identificarse, le confería cierta magia que, para el autor, se perdió cuando el culto pasó a ser en lengua vernácula. Al fin y al cabo, se trataba de una lengua muerta que volvía a cobrar vida en boca del sacerdote, en un acto de invocación a Dios, imploración e incluso el acto de darse fraternalmente la paz entre los fieles. 

Por otro lado, el título de Missa latina apelaría tanto al aspecto idiomático como al propio origen latinoamericano del autor, que en su obra apela con frecuencia a su cultura caribeña, con composiciones como Borikén, Concierto Caribe o su Sinfonía nº 3 “La salsa”. En la partitura que nos ocupa, Sierra combina los efectivos de la gran orquesta sinfónica con la introducción de una serie de instrumentos caribeños en la percusión, como congas, bongos y timbales cubanos. Esto puede recordar, si bien posee un carácter distinto y está cantada en español, la presencia de otra misa latinoamericana en el repertorio, que en su caso apela a ritmos, danzas e instrumentos del Cono Sur (aunque con una orquestación más ligera): la Misa criolla del argentino Ariel Ramírez, que data de la misma época que el Réquiem de guerra y también es una oración por la paz, en homenaje a dos hermanas alemanas que, aún a riesgo de sus vidas, alimentaban de forma clandestina a los prisioneros de un campo de exterminio nazi. Respecto a los solistas, Sierra utiliza la soprano y el barítono, elección por la que ya se decantó Gabriel Fauré en su preciosa misa de réquiem, a finales del siglo XIX.

En un principio, nuestro autor pensaba valerse del esquema tradicional, el “ordinario” de la misa, compuesto por Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus y Agnus Dei, pero al avanzar en su idea de “Misa Pro Pace” se percató de que necesitaba introducir números con textos de procedencia ajena al rito, con lo que el resultado sería una “Misa votiva”. Buscó entonces inspiración en los cantos de observancia del Liber Usualis, y ya en el “Introitus” encontramos una melodía basada en uno de ellos, en esa primera invocación de la soprano, “Da Pacem Domine”. La adición de textos para un propio afectaría también al “Offertorium” y al final del “Agnus Dei”. Sierra destaca también la introducción, antes del “Aleluya” final del texto de Juan 14:27, “Mi paz os dejo; mi paz os doy”.

El resto está basado en el ordinario de la misa, con la repetición constante de palabras como “Kyrie”, y es que, aunque nos encontremos con una partitura de algo más de una hora de duración, Sierra no se percató hasta el momento de trabajar sobre esta forma de lo poco que duraría una misa en términos musicales, de regirse tan sólo por el texto de la ceremonia.

La misa se abre directamente en el “Introitus” con el “Da Pacem” de la soprano, inspirado por la antes citada melodía gregoriana, le sucede un pasaje orquestal de gran serenidad, en el que palpita una inquietud de sinfonía mahleriana especialmente debido al empleo de los instrumentos de viento madera. Entran entonces las voces femeninas del coro, sobre el texto latino del “Qué alegría cuándo me dijeron” (Salmo 122), en una atmósfera de sosiego, en contraposición con el soliloquio más arrebatado de la soprano. Al silenciarse las voces, la orquesta introduce, entre gozosos pizzicati de la cuerda, y una sutil percusión, la atmósfera caribeña, a través del ritmo 3+3+2 de tresillo.

El Kyrie, sin embargo, desvanece ese desenfado con el que concluía el primer número y alcanza ya cotas dramáticas de súplica, a cargo de los solistas y el coro, replicados irónicamente por el antes citado ritmo de tresillo, que se constituye en el leitmotiv “latino” de la obra. 

Después de hacerse de rogar, incluso hasta de jugar al escondite, el tresillo irrumpe en todo su esplendor en el extenso “Gloria”, que arranca con la anunciación del ángel a los pastores en el nacimiento de Cristo y un solo de barítono, sobre una suerte de evocación del son montuno en las voces femeninas del coro, que luego contrastará con las de los hombres ¡esta vez apelando al tumbao! La estructura de este número es de una sorprendente variedad y contraste de caracteres con dos bellos dúos para los solistas y un amén fugado, con destellos de la música minimalista estadounidense de los años 70 y 80.

El “Credo” es el número más extenso de toda la obra y destaca por la minuciosidad de Sierra, que convierte a cada palabra de la liturgia en una frase completa, extrapolando a la música de forma admirable sus respectivos significados. Destaca aquí la impresionante majestuosidad del “Et homo factus est” en la voz del barítono, y el doloroso “Crucifixus”, formulado por el dúo solista. A pesar de su atmósfera dramática y de ser menos “latino”, no falta en este número la cita recurrente al tresillo. Todo concluye con un precioso “Amén” a cargo de la soprano y el barítono y una orquestación de brillo casi hollywoodiense.

Llegamos al “Offertorium”, que comienza con un pasaje orquestal algo agitado que se serena para que el barítono invoque a la paz por su nombre. Luego la soprano y el coro cantan con la orquesta enmudecida. El tresillo reaparece con el coro y el número concluye con festivo “Aleluya”.

El “Sanctus” comienza de forma vertiginosa en las voces del coro y el tresillo impulsa, en la voz de la soprano, “pleni sunt caeli”, página de una alegría desbordante. En el “Benedictus” encontramos al Sierra más clásico, brindando a la soprano una página de exquisito lirismo; a este espíritu se sumará el barítono y luego el coro, tras un vibrante “hosanna”. El número concluye con otro “hosanna” pletórico de acentos caribeños.

Sin embargo, el último número, “Agnus Dei”, se olvida por un momento de la animación que parecía que iba a predominar hasta el fin de la obra. Son los acentos dolientes del barítono, que retoma la soprano, con su evocación de los pecados del mundo. De repente, la música se torna íntima y grave, sostenida por el coro “a capella”. En esto, el barítono introduce un “aleluya” inesperado, que propicia el regreso del tresillo y de repente, la oración se convierte en un animado baile, al que se suman la soprano y el coro, haciéndose eco de forma obsesiva de la palabra “aleluya”. La Missa latina finaliza de la forma más optimista y exultante que acaso haya concluido una composición de estas características.

No quisimos perder la oportunidad de charlar con Roberto Sierra sobre su obra y de preguntarle, dado que en 2017 fue distinguido con el prestigioso Premio Tomás Luis de Victoria, si en esa iglesia de su niñez se cantaba música polifónica. Nos confesó que no, pero que considera precisamente a la música de Victoria de lo más importante del canon occidental. “De hecho, cuando estudiaba contrapunto, parte de mis estudios consistían en ejercicios que debíamos completar al estilo de Victoria”. Lo que más valora en él es el concepto de sonoridad como totalidad y nos confiesa que le gusta mucho más que otros autores acaso más citados, como Palestrina u Orlando di Lasso.

Otra cuestión inevitable era la de sus clases con Ligeti, de las que destaca que obtuvo dos lecciones muy importantes: primero, no imitar al maestro. “Esa era la enseñanza: buscar tu propia voz y no la que el mundo te dice que tienes que tener”. Ahí se lanzó a la búsqueda de lo que él quería expresar. “En ese sentido, Ligeti tenía un ojo muy crítico, le daba mucha importancia a la técnica y era muy tradicional. Era muy específico, respecto a la tradición. Así, escribió piezas como Hungarian rock y la Passacaglia hungarese, porque estaba mirando hacia atrás y sentía que la vanguardia europea se estaba repitiendo a sí misma y estaba creando su propia burbuja, un producto basado en la marca. Por eso decidió romper con eso, mirando hacia atrás. Luego escribió el trío para corno, pero con una mirada hacia la tradición no tradicional”. 

Aplicándolo a su propio universo sonoro, Roberto Sierra prosigue: “Uno puede mirar hacia atrás si la suya es una mirada renovada. No se puede escribir una misa al estilo de las de Schubert”. Y, evidentemente, no es eso lo que él ha hecho en su Misa latina “Pro Pace”.

A modo de reflexión final, le preguntamos por la vigencia de esta obra, en el año que pasará a la historia por la guerra de Vladimir Putin contra Ucrania, y asiente. “Estamos en guerra constante y hay que manifestarse de alguna manera en el ámbito el artístico, tratar de apelar a los mejores instintos del ser humano, de la reconciliación. Dicho así puede resultar naif, pero no hay que tenerle miedo a ese sentimiento de espiritualidad. Tenemos que humanizarnos. Quizás esta obra es un esfuerzo mío de expresar ese sentido de humanidad y de que tenemos un alma y hay que aspirar a algo mejor”.

La Missa latina fue editada comercialmente en 2008 por el sello Naxos con la Orquesta Sinfónica y Coro de Milwaukee, con la dirección de Andreas Delfs y fue nominada al año siguiente a los Premios Grammy dentro de la categoría de Mejor Composición Contemporánea.