Viaje a lo más recóndito del alma humana 

Rafael Fernández de Larrinoa
Musicólogo y profesor de Análisis musical

Publicado el mismo año de la muerte de Richard Wagner, pero estrenado un año antes –en diciembre de 1882–, el Canto de las parcas de Johannes Brahms es también la última de sus composiciones para coro y orquesta, precisamente el formato que le proporcionó notoriedad gracias al éxito de su Réquiem alemán de 1868. Nuestra mención a Wagner no es del todo gratuita, en tanto el texto seleccionado para esta obra –extraído de la Ifigenia en Táuride de Goethe– es evocador de un universo mitológico muy similar al desarrollado por aquél en su célebre tetralogía El anillo del nibelungo. Se trata del «canto de las parcas» que Ifigenia rememora de su infancia al final del tercer acto, en el que estas hilanderas del destino se refieren a la bienaventurada vida de los dioses y a sus caprichosos designios que –en forma de destino– penden sobre los mortales. 

Poco conocida es la anécdota de que Wagner obsequió a Brahms en 1875 con una edición de lujo de la partitura de El oro del Rin. Este dato nos permite fantasear sobre la inspiración wagneriana de la instrumentación de esta página coral que, pese a su brevedad, cuenta con un imponente aparato orquestal que incluye trombones y tuba. Así, el gesto wagneriano sería reconocible en los ominosos efectos que envuelven las expresiones «in nächtliche Tiefen» («en la oscuridad de la noche») y «ein leichtes Gewölke» («una ligera niebla») –versos ambos de inequívocas connotaciones nibelungas– así como en el toque de timbales que acompaña al coro durante los primeros compases, reminiscente del leitmotiv que acompaña a los gigantes –empleando idénticos instrumentos– en la citada ópera wagneriana. 

Más allá de estos gestos teatrales, el Canto de las parcas exhibe una concepción plenamente brahmsiana, perceptible ya desde sus primeros compases: lejos de la función atmosférica que Wagner otorgó a sus preludios, esta potente introducción orquestal constituye –gracias a su densidad motívica y contrapuntística– todo un exordio neobachiano en el que se concentran los principales materiales musicales de la pieza. La obra está escrita en forma continua, aunque es posible distinguir en ella un rondó, con un tema principal en las estrofas primera y quinta y un tema secundario en las estrofas segunda y cuarta, a cuyo término podemos reconocer también una cita del «Ave verum» mozartiano (cuando se menciona las «mesas doradas»/«goldene Tische»). En la sexta estrofa, el tono se torna compasivo al rememorar el triste destino de los héroes que perdieron el favor divino («Es wenden die Herrscher»). La última estrofa («So sangen die Parzen»), que funciona como una poética coda, es notable por su original orquestación (cuerdas en sordina, ultraterrena intervención del flautín) y por el hecho de ser citada por Anton Webern como una muestra del Brahms «progresivo»: el que –de acuerdo con el discutible relato schönbergiano– constituyó el acicate en su «camino hacia la nueva música» de los apóstoles de la atonalidad.

La frágil y distante relación entre Wagner y Brahms quedó pulverizada a finales del mismo 1875 con motivo de los ataques dirigidos al primero por un círculo de críticos musicales vieneses afectos al segundo. La reacción de Wagner y su círculo fue vitriólica, y así durante los años sucesivos Brahms fue tildado por las huestes wagnerianas como «castrato del espíritu», «eunuco de harén turco» o practicante de una «melancolía de la impotencia» –esta última se debe a Nietzsche, antes de pasarse al bando contrario–, descalificaciones ante las cuales Josef Viktor Widmann –amigo del hamburgués– se vio obligado a defender a Brahms como «el más viril entre los hombres». 

Este tipo de invectivas centradas en la supuesta virilidad –o falta de ella– del arte –y, por homología, de sus autores– constituyeron, tal como señaló Marcia Citron, una práctica discursiva recurrente en la crítica musical del cambio de siglo. Este discurso se acentuó al eclosionar una nueva actitud artística –el esteticismo– desafiante con respecto a la rigidez sexual de la era victoriana. Adelantándose un lustro a Nietzsche en su reinterpretación del arte griego como un arte «dionisíaco», el historiador del arte británico Walter Pater –referente académico de esta corriente– postuló en un ensayo publicado en 1867 que no era posible captar el espíritu griego sin la capacidad de apreciar la belleza del cuerpo masculino. Sus revolucionarias ideas sobre la cultura clásica causaron un profundo efecto en varias generaciones de universitarios y artistas, hasta el punto de que los seminarios de estudios platónicos de la Universidad de Oxford se convirtieron, a finales del siglo XIX, en lugar de encuentro extraoficial de estudiantes homosexuales. 

Para el polaco Karol Szymanowski, la lectura de Pater –su obra magna El Renacimiento– y el viaje a Sicilia y el norte de África realizado en 1914 constituyeron el detonante del convencimiento y aceptación de su propia homosexualidad. Esta epifanía personal quedó expresada en forma literaria en Efebos –diálogo neoplatónico redactado en 1917 en el que el compositor elucubra una sociedad en la que el homoerotismo actúa como fuerza liberadora de una nueva masculinidad heroica y creativa– y musicalmente en su primer concierto para violín de 1916. El eminente pianista polaco Arthur Rubinstein testimonió este cambio en su autobiografía, al anotar que, cuando se reencontró con su amigo en París al término de la guerra, «Karol estaba distinto […] después de su regreso, estaba entusiasmado con Sicilia, especialmente con Taormina. ‘Allí’, dijo, ‘vi a algunos jóvenes bañándose que podrían ser modelos para Antínoo. No podía quitarles los ojos de encima’. Ahora era un homosexual confirmado. Me dijo todo esto con ojos ardientes».

Cabe aclarar que este periodo de efervescencia creativa –en plena conflagración mundial– fue posible gracias a que Szymanowski quedó exonerado de la guerra por una lesión en la pierna sufrida durante la infancia, pues como ciudadano ruso –nació en la que por entonces era gobernación de Kiev, cuando todavía Polonia no era más que una provincia del Imperio ruso– estaba obligado a acudir al frente. Inicialmente, el concierto iba a ser estrenado en San Petersburgo en febrero de 1917, pero los históricos tumultos acaecidos durante ese mes –que culminaron con la abdicación de Nicolás II y el final de la monarquía rusa y sirvieron de prólogo a la Revolución bolchevique, acaecida en octubre del mismo año– motivaron su cancelación. Tras el estreno –que tuvo lugar finalmente en noviembre de 1922 en Varsovia, capital del nuevo estado polaco–, la obra atrajo inmediatamente la atención de intérpretes, público y crítica: fue presentado un año después en Moscú por Nathan Milstein y Vladimir Horowitz y llegó a los Estados Unidos –primero a Philadelphia y después al Carnegie Hall neoyorquino– en 1924, avalado por Leopold Stokowski y Paweł Kochański, dedicatario de la obra y autor de su cadenza.

De acuerdo con la periodificación comúnmente aceptada que determina tres «etapas» estilísticas –posromántica, impresionista y nacionalista– en la trayectoria del compositor polaco, el primer concierto para violín se encuadraría en la segunda, condicionada por el influjo de la música de Ravel y el reciente descubrimiento de Petrushka de Stravinski en Londres. Los periodos citados no deben entenderse como excluyentes entre sí, sino más bien como una suma acumulativa de influencias que Szymanowski supo absorber de forma enteramente orgánica y personal, convirtiéndose en un nodo estilístico en el que se acusa los sustratos germánico –Wagner y Strauss– y ruso –el último Rimski-Kórsakov y Skriabin–, el idealismo modernista de la Joven Polonia (Młoda Polska), el influjo del modernismo internacional –Ravel, Stravinski– y en el que se intuyen sonoridades venideras, en especial, el último Alban Berg.

Este concierto para violín está conformado por un conjunto de episodios que fluyen dentro de un único movimiento, de modo similar a como Franz Liszt estructuró sus propios conciertos para piano. Según el historiador de la música Zdzisław Jachimecki, la obra está inspirada en el poema «Una noche de mayo» (Noc majowa) del poeta simbolista –también asociado el movimiento de la Joven Polonia– Tadeusz Miciński, que recrea un abigarrado universo onírico en el que se funden desbordantes imágenes de la naturaleza con elementos de las mitologías nórdicas y orientales. En él comparecen personajes como el dios Pan, el rey Gryf y Łabeda –personajes del folklore casubio–, Sheherezade, Abderramán I y criaturas como la ninfas y las nornas. El esteticismo y el marcado orientalismo del poema confieren a la partitura una sensualidad extrema.

Desde el punto de vista formal –de acuerdo con Christopher Palmer–, estamos ante «una rapsodia continua, que se desplaza de un extático clímax a otro, con el instrumento solista manteniendo de forma casi ininterrumpida un torrente de música arrebatadora en lo más agudo de su registro». En efecto, la obra está estructurada en cinco grandes secciones solistas separadas entre sí por cuatro imponentes interludios orquestales: en la primera sección, la orquesta recrea los sonidos de la naturaleza –pájaros, luciérnagas, la flauta/oboe de Pan– mencionados en el poema, mientras el solista esboza, en una especie de ensoñación, algunas de las ideas que desarrollará en ulteriores secciones; en la segunda, desarrolla un apasionado motivo amoroso –«todos los pájaros me rinden tributo porque hoy me caso con una diosa»– dice el poema; las secciones tercera y cuarta introducen un nuevo material con carácter de scherzo, más un lánguido tema –reminiscente de la havanaise de Saint-Saëns– de carácter danzable. Tras la cadenza, estalla un último interludio de carácter recapitulatorio, antes de que una breve reaparición de los sonidos de la naturaleza del inicio –y del solista– ponga fin a esta incomparable obra.

El año 1877 fue un año tan crucial en la vida de Piotr Ílich Chaikovski como lo fue 1914 para Szymanowski. Para el ruso, no obstante, la evidencia de su propia homosexualidad estuvo lejos de suponer una epifanía. Había intentado granjearse la respetabilidad social mediante el matrimonio con Antonina Miliukova –una antigua alumna–, pero esta operación se saldó de forma desastrosa después de seis semanas de convivencia. Tras la separación, una crisis nerviosa y un intento de suicidio, el compositor habría asumido su condición como una maldición de la que nunca podría escapar. Estas circunstancias explican un giro en su producción musical, que se tornaría desde entonces más pesimista y personal. Mientras sus tres primeras sinfonías –anteriores a 1877– se inscriben vagamente en la corriente folklorista auspiciada por el círculo de Balákirev, las tres últimas exhiben evidentes rasgos autobiográficos: la Cuarta, con su referencia al «destino» mediante una fanfarria simbolizadora del Juicio Final; la Quinta, mediante un programa secreto que conocemos a través de notas en la partitura autógrafa con amargos reproches a «XXX», criptograma que algunos especialistas han vinculado con su homosexualidad; finalmente, la Sexta, como diario de su incestuosa atracción hacia su sobrino Vladímir Davidov –también homosexual–, a quien dedicó su sinfonía y a quién legó su herencia al completo. Aunque estas circunstancias fueron totalmente desconocidas al público de la época, la muerte del compositor solo nueve días después de haber estrenado la obra –en noviembre de 1893– propició todo tipo de leyendas con respecto a su fatídico carácter.

Aunque Chaikovski se adhirió al modelo beethoveniano en sus sinfonías cuarta y quinta, en la sexta sintetizó un esquema muy diferente. Este modelo –extrapolado de las sinfonías Quinta y Novena del compositor alemán y subyacente a un gran número de sinfonías de final de siglo– consistía en la contraposición de un primer movimiento de carácter dialéctico –preferiblemente en modo menor– con un victorioso finale que representaba la superación de la adversidad. De acuerdo con el especialista Timothy Jackson, el giro definitorio de la Sexta habría consistido en desplazar el movimiento lento –situado normalmente en segunda posición– al final de la obra y recolocar –y reconfigurar– la marcha que habría constituido la materia prima de un triunfal finale en una pieza «de carácter» situada en tercera posición. De este modo, el tono elegíaco y sereno del movimiento final extirpa de la sinfonía toda retórica triunfalista y establece –junto con el primer movimiento– un sombrío marco del cual emergen los movimientos centrales como luminosos paréntesis, o como destellos de un mundo imaginado o desaparecido. Esta estructura –totalmente novedosa y que ejerció una influencia fácilmente reconocible en varias de las sinfonías de Gustav Mahler– sustituyó así el optimismo dialéctico beethoveniano por un pesimismo decadentista de nuevo cuño.

La singularidad de esta obra no se ciñe a los aspectos macro formales, sino que se extiende a todos los niveles. En el primer movimiento, por ejemplo, son reseñables el empleo de una célula melódica de tres notas como «germen» de todos y cada uno de los temas, así como el empleo del silencio –mejor dicho, del diminuendo progresivo hasta alcanzar el silencio– como mecanismo de delimitación de sus diferentes secciones. Ahora bien, el citado «germen» se eleva en el momento culminante de la sección de desarrollo como verdadero protagonista del movimiento, al generar una textura completamente octatónica; esto es, construida exclusivamente mediante la concatenación de la célula original consigo misma. De modo similar, el empleo del silencio como medio de delimitación formal produce efectos igualmente magistrales. Sirve, por ejemplo, para aislar –conteniendo su desbordante pathos– la memorable melodía que sirve de tema secundario, evitando así todo exceso melodramático y confinándola en un espacio que podríamos considerar introspectivo. Y sirve, también, para integrar la recapitulación del tema principal en el desarrollo –poco antes del estallido del «grito de desesperación»–, separándolo del resto de la recapitulación y borrando así todo rastro de combatividad en los compases finales del movimiento, que quedan a merced de la resignación o –como máximo– de una tenue esperanza.

Podríamos extendernos comentando otros detalles, como la original implementación de la codas de los movimientos primero, segundo y cuarto, y de qué modo consiguen infundir una expresión totalmente original a los finales de estos movimientos; o detenernos en los paralelismos formales existentes entre el segundo y el cuarto movimiento, en base al empleo de materiales repetitivos y circulares en sus secciones centrales y en las codas de estos movimientos. En cualquier caso, ningún conocimiento de este tipo sería capaz de suplir nuestra sensibilidad y empatía hacia una obra –en realidad, hacia las tres obras de este programa– que nos traslada a una era en la cual todavía se confió en el poder de la música como medio para explorar –y excitar– los pliegues más recónditos del alma humana.