Colores de epopeya

Hoy accedemos, de la mano de dos de los más grandes compositores, al corazón del alma rusa. Cada uno en su estilo, Rachmaninov y Prokofiev, aportaron desde sus distintos universos lo mejor de sí mismos para ofrecernos dos frescos llenos de color, de pasión y de vida; a través de dos formas musicales bien distintas: la del concierto para piano y la de la cantata u oratorio (procedente de una partitura cinematográfica). Cúmplenos aquí esbozar las líneas maestras de ambas obras. 

Rachmaninov

Concierto para piano nº 2 op. 18

El gran director Sergiu Celibidache decía que la música de este autor “era un sarampión que todos debíamos pasar”. Ha llovido mucho y hoy, aunque se puedan apreciar las lagunas constructivas y el pasajero edulcoramiento de  algunos de sus pentagramas, no se puede negar la solvencia de las soluciones pianísticas y el buen trabajo instrumental. El autor no estaba atravesando precisamente una buena época cuando se decidió a componer el Concierto. Los fiascos que habían supuesto el Concierto nº 1 en 1891 y la Sinfonía nº 1 en 1897 lo habían desilusionado no poco y durante varios años se dedicó sobre todo a tocar. Había caído en una suerte de postración, de la que se repuso únicamente gracias al tratamiento psicoterapéutico al que lo sometió un doctor  llamado Niels Dahl, que le recomendó, como principal manera de salir de la depresión, que escribiera un nuevo concierto. Y así lo hizo, con efectos curativos sorprendentes. 

Como señala John Culshaw, las melodías desarrolladas en la composición tienen una permanente tendencia a elevarse en secuencias, dibujadas como preparación para las frases descendentes. Está claro que esa vena lírica deriva directamente de Chaikovski o de Borodin. Claro que la escritura de Rachmaninov tiende en ocasiones, aunque más en el Concierto nº 3, a lo episódico. Algo que ya empezamos a apreciar en el movimiento inicial, un Allegro maestoso en 2/2, que se abre con unos poderosos y crecientes acordes del piano –“como sonidos de campanas”, apunta Lischke-, que dan paso de inmediato al primer tema, expuesto en las cuerdas con passione. Armónicamente, es la tónica de do menor la que actúa como eje y la que sirve de base a las largas frases: 45 compases antes de que el motivo se corone al fin. El segundo tema, en mi bemol mayor, es nostálgico. El desarrollo es apasionado, fluctuante, y está protagonizado principalmente por el primer sujeto en asociación con una figura rítmica. Maestoso alla marcia reza la indicación que, tras un poderoso clímax, conduce a la reexposición. La coda es virtuosa y ligera.

Sigue un tranquilo y evanescente Adagio sostenuto, mi mayor, 4/4, introducido por un pasaje modulante tras el que el piano enuncia una figura muy bella de acompañamiento sobre la que la flauta y el clarinete cantan el tema principal, de sereno lirismo. Un tempo un poco più animato nos lleva a una amplia cadencia de ínfulas lisztianas. La exquisita coda alumbra, discretamente, nuevo material. El comienzo del Allegro scherzando en do menor, 4/4, nos trae de nuevo el tercer motivo del movimiento inicial. En doce compases hemos pasado de mi mayor a la tónica y, luego de una brillante cadenza, a la exposición del primer tema en la voz del piano, ligero y danzable; en seguida, el segundo es cantado por oboe y chelos. Una melodía sensacional, muy de la marca del compositor. La manera de exponerlo y emplearlo más tarde recuerda a la amplia introducción del Concierto nº 1 de Chaikovski. Un fugato de los violines es contestado por el solista y la cuerda baja. Después todo concluye con la repetición fortísimo del segundo tema y una coda brillantísima.

Prokofiev

Iván el Terrible

La obra nació en una época en la que el músico había comenzado a abjurar de sus rompedores credos iniciales y en la que, incluso, llegó a ponerse descaradamente al servicio del poder estalinista. En sus grandes partituras destinadas al cine, la recuperación de una tradición, el uso de formas arcaicas, sacras o populares de su tierra, la dulcificación relativa de su paleta se hacen muy presentes; sin que ello suponga desdoro para unos pentagramas de notable valor descriptivo, evocativo y, en definitiva, cinematográfico. Son obras que nacen marcadas por su estrecha y provechosa colaboración con su tocayo Eisenstein, el famoso autor de una película clave en la historia del cine: El acorazado Potemkin, de 1925.

Cineasta y músico -que se habían encontrado en París precisamente en dicho año y habían hablado del proyecto de un luego nonato filme titulado El año 1905– no iniciarían su trabajo en común hasta 1938, con Alexander Nevsky. En sus cintas anteriores, la citada Potemkin y Octubre, Eisenstein había contado con el compositor alemán Edmund Meisel. Pero deseaba para su nueva idea otro tipo de apoyo sonoro, algo que contribuyera a facilitar la fusión perfecta entre música e imagen y a obtener ese “acuerdo interior riguroso entre lo sonoro y lo óptico”. Felizmente, solicitó los servicios de Prokofiev, y quedo tan satisfecho de su labor que, no sin trabajo, lo convenció para que ilustrara su ambicioso proyecto inmediato: una trilogía sobre la mítica figura del zar Iván IV, llamado El Terrible (1517-1584). 

La colaboración durante la filmación de Nevsky había convencido al director de que Prokofiev era insustituible porque reunía cualidades idóneas y porque “trabajaba como un reloj. Un reloj que ni adelanta ni atrasa”. Era verdad: el compositor -quien, por cierto, había tenido ocasión, en 1933, de intervenir en la película de Alexander Feinzimmer El teniente Kijé para la productora Belgoskino (de esta música proviene la conocida suite orquestal)- poseía una rara capacidad para ver y poner de inmediato en música cualquier situación, cualquier secuencia cinematográfica. “Yo me iba a casa y escribía la música, ajustándola a los segundos exactos que duraba la escena. Luego la interpretaba y medía lo que había escrito. Si las imágenes coincidían netamente con la música y no había necesidad de hacer correcciones, me disponía entonces a orquestar aquella sección y empezaba a escribirla”, nos cuenta Prokofiev. Pero el entendimiento era tal que a veces, tanto en Nevsky como en Iván, Eisenstein llegó a rodar directamente sobre una música ya compuesta. Y una precisión: Eisenstein no fue el primero que realizó una película sobre Iván el terrible. Tal privilegio correspondió al italiano Enrico Guazzoni, quien en 1917 llevó al cine la ópera del mismo título del rumano Raoul Gunsbourgh, estrenada en Bruselas en 1910.

La obra que se conoce como Iván el Terrible no fue rematada por Prokofiev, quien sí había preparado para la sala de conciertos su Alexander Nevsky, sino por Abram Stasevich, que fue quien dirigió la grabación de la partitura cinematográfica y quien en 1961 tuvo la idea de convertirla en un oratorio para narrador, mezzosoprano, barítono, coro y orquesta. La labor de Stasevich fue realmente importante, ya que tuvo que soldar, cortar, refundir, recuperar y hasta componer para otorgar coherencia y fluidez a una narración que no tenía ya, como lógico complemento, las imágenes. Un ejemplo lo tenemos en la obertura, que en la redacción de Prokofiev tenía forma ternaria, con el tema de Iván seguido del de los opritchniki (policía zarista) y éste a su vez del de Iván. El arreglista alargó esta pieza orquestal añadiendo el material de dos episodios de la infancia de Iván que habían formado parte del prólogo suprimido y que más tarde habían encontrado su lugar  en la segunda parte de la película. Stasevich repitió el tema coral en una versión que él mismo orquestó. Hay otras versiones posteriores, que siguen en lo esencial la de este músico ruso, como la de Christopher Palmer, que elimina al narrador, o la de Michael Lankester que, por el contrario, amplía su papel y traduce su texto al inglés. En esta ocasión se escuchará, en la voz del narrado, una versión castellana.

Tal y como se presenta en la actualidad, el oratorio es una obra de grandes dimensiones –de aproximadamente una hora y cuarto- y sólida factura musical, que posee buena parte de las características básicas del estilo de Prokofiev, reconocible, por ejemplo, en esa singular elementalidad propiciada por los ostinati rítmicos y melódicos, por los ominosos movimientos de marcha, por los súbitos giros armónicos. El lenguaje resulta siempre estimulante y plástico,  avanzado, e incluso rebelde y saludable, pese al empleo de temas populares, frente a los academicismos de Glazunov, los misticismos de Scriabin o los trasnochados romanticismos de Rachmaninov. Y hay en esta composición, no tan homogénea y concisa -Stasevich no era Prokofiev- como Nevsky, un vigor dramático y una carga épica de gran fuerza no exentos de una primitiva y arrasadora poesía y de los poderosos contrastes de los bajorrelieves.

En este extenso fresco, conducido siempre por la voz del recitador, a veces narrador de los hechos, a veces intérprete del propio zar (y que requiere un actor de primer orden), encontramos, dependiendo de la versión, una sucesión de en torno a 26 números que tienen perfecta viabilidad sin las imágenes. Señalemos brevísimamente algunos de sus rasgos más significativos. El tema -especie de leitmotiv– de Iván, una melodía vigorosa en negras, aparece en las fanfarrias de los metales nada más iniciarse la música, tras la primera intervención del narrador –Un zar va a nacer, nº 1-, en choque violento contra los alaridos insistentes de las cuerdas. El coro interviene pronto en esta Obertura (2) con un ritmo insistente (più animato). Tras una llamada del leitmotiv surge en la orquesta un Allegro en sonoridades disonantes, una especie de marcha con golpes de caja y frotar de cuerdas tremolantes sobre la que entra de nuevo el coro, cuyo canto recuerda no poco al de júbilo de Alexander Nevsky. Escuchamos en el nº 3, Marcha del joven Iván, una marcheta descoyuntada y satírica, con intervención de las maderas agudas, del estilo de la famosa de El amor de las tres naranjas, sobre la que habla el narrador en una disposición muy propia de la antigua técnica del melólogo o melodrama: la música subraya expresivamente las palabras de la voz hablada.

El número 4, El mar-océano, es una nostálgica y contemplativa narración de trazo modal que recuerda al Campo de los muertos de Alexander Nevsky. Una mezzosoprano entra sobre un balanceante lecho de cuerda grave y entona una cantilena dramática. El coro replica y luego actúa de fondo armónico. El nº 5, Yo seré zar, retoma el comienzo de la Obertura en sus rápidos barridos de violines y deja oír las campanas jubilosas anunciadoras del gran acontecimiento. El 6, Dios es grande, y el 7, Larga vida al zar, que se desarrollan en la Catedral de la Asunción, cantan las alabanzas del nuevo zar con profusión de campanas, con manifiestos ecos de Boris Godunov de Musorgsky, ópera anterior pero que cuenta un asunto histórico casi inmediatamente posterior. Iván expresa la necesidad de dar a su país un ejército poderoso. Se escucha de nuevo el tema de El mar-océano. El nº 8, El cisne, nos trae en el coro femenino una canción de signo infantil llena de repeticiones y de fáciles figuraciones. Melodía poética, de tonos dulces. Recuerda los cantos de metáforas análogas de la Khovantchina musorgskiana, como señala Andre Lischke, y también nos evoca algunos de los pasajes en voz de mujer de las danzas polovtsianas de El príncipe Igor de Borodin. La parte central es más pausada.  

Llegamos al nº 9, Himno nupcial, un canto de celebración de las bodas entre Iván y Anastasia Romanovna. Una rápida figura de las maderas preside una evanescente y estática atmósfera. El nº 10, El incendio, nos cuenta, en la voz de la narrador y en las múltiples de la orquesta, la gran catástrofe que destruyó prácticamente Moscú. Episodio estridente, grotesco que recuerda a los típicos de la escritura maquinista, llena de resplandores y abundante percusión, que recuerda algunas páginas de Shostakovich. Regresa, en el nº 11, el tema del Mar-océano, que resulta ahora casi mahleriano. Sobre los cadáveres de los enemigos es el título del número siguiente, que aparece presidido por grandes rugidos de los timbres más graves. Fragmento salvaje, denso, implacable en las voces de los hombres, que entonan un canto áspero e isorrítmico. 

Los tártaros, nº 13, nos plantea una loca cabalgada, con estridentes arabescos de aire oriental de las maderas sobre un permanente fondo de percusiones. En el 14, Los artilleros (o cañoneros), éstos son evocados por frases cortas, rítmicas, repetitivas. Es un canto guerrero de raíz popular, con un corto ritornello en la palabra pushkari (artilleros). Una parte más tranquila e hímnica, de carácter religioso, Puts-Dorozhenka (El camino es estrecho) da paso a la voz del narrador. La marcha sobre Kazán, nº 15, comienza con pesadas figuraciones que recuerdan a la carreta de Bydlo, de Los cuadros de una exposición de Musorgski; es una marcha lenta, sorda, un andante lleno de presagios sobre el que se escucha la voz del narrador  y que también nos trae, de nuevo, la evocación de El campo de los muertos de Alexander Nevsky. Enseguida pasamos al  nº 16, más lírico, La estepa tártara, donde el coro es protagonista con una bellísima melodía de aire popular y solemne, quizá las más inspirada de toda la obra. Un Andante non troppo repite la parte más lírica del número de Los cañoneros, Oh, tú, deber amargo, que pertenece al mismo tipo de motivos nostálgicos y entrañables. La voz del narrador circula con ese fondo. El tema se escucha ahora sólo en la orquesta y va creciendo lentamente y da paso a un breve recuerdo del que representa a Iván. Se inicia entonces un importante Allegro, que nos describe la pavorosa escena de La batalla, nº 17, el pasaje más desarrollado de toda la partitura, cuajado de vertiginosas y fulgurantes figuraciones sobre un ritmo frenético establecido por percusión y metales. Hay diseños temáticos que emparentan con el movimiento final del poema sinfónico Manfred, de Chaikovski.

De especial valor dramático es el número 18: el enfermo Iván implora a los boyardos para que acuerden nombrar heredero a su hijo, Dmitri. La música es luctuosa y sombría y llega a alcanzar un poderoso clímax en un acorde final disonante. Pero antes escuchamos un solo de contrabajo apoyado en la cuerda baja y en las maderas. La orquesta va creciendo a medida que sube la tensión del parlamento de Iván. El instante del comentado clímax se produce poco antes de que el zar pronuncie las palabras ¡Seáis malditos para siempre!. Y hay a continuación un espectacular contraste: se escucha la música melodiosa de La estepa tártara, que aparecía en el nº 16, pero ahora a boca cerrada; pasaje que desemboca en una vocalización sobre la misma idea. 

Enseguida (20) son presentadas Efrosinia, prima de Iván, y Anastasia, la esposa, en un pasaje del recitador en el que Prokofiev de nuevo aplica la antigua técnica del melólogo. La orquesta traza veloces y serpenteantes seisillos de semicorcheas  en un discurso de acentos secos. Continúa un episodio más lento y triste con divisi de violines. La siniestra Canción de cuna (o del castor) de Efrosinia (21) da entrada de nuevo a la mezzosoprano, que entona una melodía lenta y ondulante, que adopta poco a poco, en paralelo al significado del texto, un aire más dramático. Es sucedida por un refinado coro a cappella, nº 22, Iván ante la tumba de Anastasia, una salmodia fúnebre que da paso a la voz del derrotado zar y al nº 23, El juramento de los opritchniki, en donde sobre el sordo fondo de la orquesta se escucha la voz de Iván, que reclama el apoyo de los hombres de su policía secreta. 

A continuación sobreviene un pasaje de notable dimensión pictórica, con unos impresionantes golpes de percusión (látigo incluido) y una escritura rígida y disonante en donde se mezclan y superponen un coral ortodoxo -mismo tema que el del final de la Obertura 1812 de Chaikovski- y las brutales exclamaciones de la guardia. La intensidad se renueva en el número 24, en el que se unen el canto de Feodor Basmanov, barítono solista, y el de los policías en una escena endiablada, grosera y salvaje, poblada de gritos y de silbidos. Sigue una danza muy a lo Shostakovich, y una solemne y dramática llamada del zar a su pueblo que, por último, lo reclama –¡Vuelve!, nº 25-, lo que da ocasión para que el número final sea coronado de forma exultante, tras la repetición del motivo de Iván, con rápidas batidas de cuerdas y maderas sobre las que brillan las fanfarrias de los metales y los toques de campanas. Un aparatoso y prolongadísimo si bemol da fin a la epopeya.

Arturo Reverter