De heroínas, relatos y viajes

El concierto de inauguración de la temporada 2021/22 de la ORCAM nos sumerge en un apasionante mundo de relatos, con un marcado protagonismo femenino.

El árbol rosa de Manchado

La nueva temporada se abre con el estreno absoluto de El árbol rosa de Marisa Manchado, encargo de la Fundación SGAE y AEOS. Una obra para orquesta sinfónica, coro mixto y soprano solista en la que Manchado pone música, en una adaptación libre, a dos cuentos de Emilia Pardo Bazán (1851-1921). La compositora madrileña —pionera en la reivindicación de la presencia, visibilidad e igualdad de las mujeres en el panorama musical— rinde así su particular homenaje a la eminente novelista que, como es sabido, también luchó en su época por la misma causa. El árbol rosa se compone de dos canciones sinfónicas que se interpretan sin solución de continuidad: «El pozo de la vida», basada en el cuento homónimo de 1913, y «El árbol rosa», que sirve de título a toda la composición y se inspira en uno de los últimos cuentos de Pardo Bazán. 

La partitura de «El pozo de la vida» se inicia con la intervención de la soprano solista, que ejerce la mayoría de las veces como narradora, aunque también da voz a algunos personajes de la historia. Con un sutil acompañamiento de percusión, nos describe una escena en el desierto: al pie del «pozo de la vida», cuyas aguas parece sugerir la melodía del flautín, encontramos a un camellero enfermo. La soprano, acompañada de toda la orquesta, relata la leyenda de la ilustre Aixa. Se trata de «una de las cuatro mujeres incomparables que han existido en el mundo» que, prisionera y vencida, bebió de las aguas del pozo y encontró su sabor tremendamente desagradable, como ilustra después magníficamente la orquesta. Un grupo de muchachas —representadas quizás por el coro cantando a bocca chiusa («boca cerrada»)— parecen contradecirla al beber y abastecer sus odres con las aguas del pozo. Dan a probar el agua al camellero y a éste le resulta amarga. Sin embargo, no puede parar de beberla, como ilustra una sucesión de incesantes glissandos en los violines. Se le aparece entonces un santón y el camellero le aconseja no beber esa agua insoportable. Aquél le hace ver —mediante un canto solemne y homofónico del coro— que el sabor del agua solo depende del gusto de quien la consume. Concluye la canción con un conmovedor final en el que la soprano solista, junto al coro y la orquesta, explica que las aguas del pozo de la vida son aún dulces para bastantes paladares.

Culmina la composición con la canción que da título a toda la obra: «El árbol rosa». El texto del cuento de Pardo Bazán es resumido por la soprano solista, apenas acompañada por la viola y el violonchelo. En un recitado, da las claves del argumento: dos amantes se ven furtivamente debajo del árbol rosa del parque de El Retiro. La orquesta al completo parece «dibujar» los encuentros de la pareja. Después, la atmósfera adquiere cierta dulzura para dejar hablar a los protagonistas, cuyas voces interpreta la soprano solista, mientras el coro, a bocca chiusa, parece «endulzar» la conversación.

La doncella elegida de Debussy

Concluido en torno a 1888, el poema lírico La doncella elegida («La damoiselle élue») se estrenó en la Société nationale de musique el 8 de abril de 1893. Su creación se encuadra en el período en el que Claude Debussy (1862-1918) estuvo estrechamente relacionado con el círculo parisino de poetas simbolistas e inmerso en la música de Wagner. La «wagnermanía» le llevó al festival de Bayreuth en dos ocasiones (1888 y 1889), e intervino regularmente en los salones de París interpretando al piano las partituras del compositor alemán. Según Pierre Louÿs, en una ocasión Debussy apostó que podía tocar Tristán de memoria y salió victorioso. Posiblemente se sintiera atraído por aquel entonces por la sensualidad de la música de Wagner y su capacidad para sugerir, en lugar de describir, un mundo de sueños e imaginarios místicos. 

Fue la lectura de una antología de poesía inglesa traducida por Gabriel Sarrazin (1883), lo que le dio a Debussy la idea de componer una cantata sobre el poema «The Blessed Damozel», del poeta y pintor prerrafaelita Dante Gabriel Rossetti. Aunque Debussy también poseía una copia del retrato homónimo que Rossetti pintó posteriormente, su fuente de inspiración habría sido la traducción francesa. La obra exploraba la tensión entre lo místico y lo carnal, representada en la propia doncella, precursora de la futura Mélisande de la ópera de Maeterlinck y Debussy. El argumento revela a una joven enamorada que no puede disfrutar del cielo mientras su amante está todavía en la tierra.

Debussy puso música a La doncella elegida en 1887-1888, poco después de interrumpir su prestigiosa estancia de cuatro años en Roma y regresar a París. El hecho de que se declarara por aquel entonces como «locamente wagneriano», se muestra en esta pieza, aunque se apresuró a transformar la influencia de Wagner para empezar a construir su propio mundo sonoro. Así lo refiere Robin Holloway: «La doncella pone de manifiesto que Debussy tenía muy presentes algunos fragmentos wagnerianos a los que su sensibilidad individual se sentía especialmente próxima» (1979).

La obra está compuesta para voces femeninas y orquesta. Una soprano da voz a la doncella, mientras que el coro femenino describe la escena junto a «une récitante» solista. Al igual que sucede en Pelléas et Mélisande, la partitura es tenue, íntima y misteriosa. Se inicia con un luminoso preludio orquestal en un tempo lento y calmado que despliega tres leitmotivs que reaparecen a lo largo de la obra: un motivo «circular» de cuerdas ascendentes y descendentes que se escucha desde el principio; un tema, también en las cuerdas, asociado con la esperanza de la doncella de reunirse pronto con su amado; y una suave melodía de flauta que parece evocar la figura de la heroína.

Posteriormente, entra el coro turnándose con la solista, describiendo la escena. La línea de canto sigue un estilo simple y silábico, una particular «declamación lírica» que luego se convertiría en un sello distintivo de Pelléas et Mélisande. No es hasta casi la mitad de la obra cuando la solista da voz a la propia doncella, entonando un extenso soliloquio donde revela la imposibilidad de encontrar alegría en el paraíso si su amante permanece en la tierra. Culmina su intervención haciendo votos para pedir a Cristo que le conceda el deseo de reunirse con su amado. Concluye la pieza con un breve postludio donde toman el protagonismo el coro y la narradora en un enternecedor desenlace.

A. Dvořák, Sinfonía nº 9 Op. 95 “Del Nuevo Mundo”

La Sinfonía nº 9 (o Sinfonía del Nuevo Mundo), en Mi menor, de Antonín Dvořák (1841-1904) es posiblemente una de las sinfonías más populares de todos los tiempos, ocupando un merecido segundo lugar tras la Quinta de Beethoven. Fue compuesta y estrenada en el mismo año que «la doncella» de Debussy, en 1893, en el Carnegie Hall de Nueva York. Desde entonces, su fama ha crecido de manera constante hasta convertirse en un elemento más de la cultura popular americana. Al respecto cabe recordar que Neil Armstrong, comandante del Apolo XI, llevó consigo una grabación de la sinfonía en el primer aterrizaje a la luna en 1969.

Cuando Antonín Dvořák, de 51 años, llegó a Nueva York el 27 de septiembre de 1892 para dirigir el nuevo Conservatorio Nacional de Música, tanto él como la fundadora de la institución, Jeanette Thurber, esperaban crear una escuela de composición de música estadounidense, en una época en la que casi todos los compositores americanos buscaban la sonoridad de Brahms. Durante el primer año de su estancia en el país, Dvořák comenzó la escritura de su sinfonía. Allí tuvo la posibilidad de conocer la música de los nativos americanos y de los afroamericanos, y concretamente de los espirituales negros. El conocimiento de Dvořák de esta música provenía de Henry Thacker Burleigh, un afroamericano alumno suyo que cantó las melodías tradicionales al compositor, quien quedó absolutamente cautivado. 

En unas declaraciones al New York Herald, justo antes de estrenar su sinfonía, Dvořák decía lo siguiente: «El futuro de este país debe basarse en las llamadas melodías negras (…) Ésta debe ser la base real de cualquier escuela de composición seria y original que se desarrolle en los Estados Unidos». Advertía así a los estadounidenses de que el devenir de su música residía en aquellas personas a las que habían esclavizado. Entre las características que incorporó Dvořák y que definen su sinfonía son la escala pentatónica, los ritmos sincopados y el empleo del modo eólico.

No obstante, Dvořák era ante todo un compositor europeo con fuertes raíces checas, lo que se refleja también en la obra. Un crítico de la época apuntaba que Dvořák no podía despojarse a sí mismo de su nacionalidad. De este modo, igual que la atmósfera general de su sinfonía estaba adentrándose en un «Nuevo Mundo», la estructura y procedimientos compositivos procedían de las arraigadas tradiciones europeas. Al respecto cabe recordar que su estructura en cuatro movimientos era la de una sinfonía tradicional. Algunos musicólogos la han considerado como una composición cosmopolita con una pequeña carga de «americanismos» para darle un color local.

Cristina Roldán