Cinco veranos

Carlos Figueroa
Musicólogo

Ancha y sosegada, la tierra se extendía bajo la penumbra veraniega
y, aun así, me pareció que tras esas sombras y esos silencios se
ocultaban sueños y posibilidades capaces de hacer arder la sangre.

(Eduard von Keyserling, Aquel sofocante verano, 1906)

A pocas semanas de que eche a andar la temporada estival, concitar a Johannes Brahms y a Gustav Mahler en un mismo programa es una oportunidad para zambullirse en las rutinas creativas, fundamentalmente veraniegas, de ambos músicos. Algunas de las obras que se escucharán hoy fueron compuestas lejos de la ciudad, en contacto con la naturaleza, en el perfecto aislamiento proporcionado por una cabaña en el bosque o unas habitaciones de alquiler en una tranquila localidad campestre. El placer de esos períodos de paz, trabajo y esparcimiento queda patente en las creaciones mismas. Repasaremos a continuación cinco veranos en las vidas de los dos; veranos que alumbraron o dieron pie al surgimiento de estas obras.

Nänie, op. 82. J. Brahms

Brahms conoció al pintor Anselm Feuerbach, que había acudido al balneario de Baden-Baden para tratarse de ciertos achaques, en 1865. La amistad se basaba, en palabras del musicólogo Francesco Bussi, en «una notable afinidad en la concepción artística» y duraría hasta 1880, año de la temprana muerte de Feuerbach, con sólo 50 años. Sería durante el verano de 1881, esta vez en Pressbaum, cerca de Viena, cuando el compositor diera forma a un homenaje fúnebre que le había rondado la cabeza desde la desaparición del amigo. «En este último período –escribirá a la madrastra del pintor, Henriette Feuerbach, en agosto de 1881–, he puesto música a Nänie, el poema de Schiller, en una composición para coro y orquesta. Con mucha frecuencia, cada vez que esas hermosas palabras me venían a la mente, me vi obligado a acordarme de usted y de su hijo, y sentí involuntariamente el deseo de dedicar mi música a su memoria». En la misma carta, Brahms indicaba a la señora Feuerbach su intención de dedicarle la obra, estrenada en Zúrich el 6 de diciembre de aquel mismo año.

Con Nänie (Nenia), el músico se basó, por primera y última vez en toda su producción, en un texto de Friedrich Schiller. El poema, repleto de alusiones a la mitología grecolatina, tomaba como punto de partida las nenias, cantos fúnebres propios de las exequias en la antigua Roma. En su tratamiento del asunto, como también veremos en el op. 17, Brahms elude deliberadamente toda visión trágica. Como si hubiera tenido en mente a Horacio, su Nänie parece remitirnos al poeta latino: «Lejos estén de mi vano funeral las nenias / y los torpes duelos y lamentos» (Carmina II, 20). La Nänie brahmsiana está, en efecto, en las antípodas de cualquier forma de patetismo funerario. Es, irónicamente, lo contrario de lo que su título anuncia. Como en el Réquiem alemán, como en tantos de sus lieder, el músico arrostra la muerte con una mezcla de paz y resignación.

La pieza consta de dos partes: la primera, una especie de pastoral instrumental en re mayor. No es una «música de jardín», advirtió Brahms a su amigo, el cirujano Theodor Billroth, hacía finales del verano de 1881. El oboe, protagonista de la sección, departe delicadamente con flautas, trompas, clarinetes y fagotes. Al punto entra el coro, que en una especie de estilo fugado introduce el primer verso, piedra angular del edificio que va a levantarse: «¡Incluso la belleza debe morir!». Se suceden a continuación sendas alusiones a los mitos de Orfeo, Adonis y Aquiles: tres muertos egregios que no conmovieron al «estigio Zeus», es decir, que hubieron de atravesar la célebre laguna que conduce al Hades. El músico no desaprovecha las ocasiones que le presenta el texto para subrayar lo que se narra. Obsérvese, por ejemplo, la dulzura con que se arropa a Afrodita entre el arpa y las maderas. Al término de estos episodios, cuando Tetis, madre de Aquiles, surge del mar junto a las nereidas, un agitado pizzicato y la modulación a fa sostenido mayor nos hacen adentrarnos en la segunda parte de la pieza. «¡Mira! ¡Lloran los dioses!». Todo parece prepararnos para el verso decisivo del poema, el penúltimo, aquél que Brahms hace repetir varias veces al coro; el que escoge, llevando la contraria al propio Schiller, para concluir la obra con la vuelta a la pastoral primigenia: «Ser un lamento en boca del amado es maravilloso». Y así, en indescriptible placidez, la orquesta al completo lo sanciona.

Gesänge, op. 17. J. Brahms

En junio de 1859 Brahms comenzó a trabajar con el Coro Femenino de Hamburgo, que no tardó en convertirse en una institución muy activa en la ciudad. Su origen se remontaba al dúo formado por Friedchen Wagner, antigua alumna del compositor, y su hermana Thuselda, que, en sus reuniones con el músico, solían cantar lieder acompañadas por él mismo al piano. El dúo se amplió cuando Bertha Porubszky, que algunos años después lo introduciría en los círculos artísticos vieneses, se mudó a la ciudad del Elba y empezó a cantar con sus amigas. Brahms vio la posibilidad de escribir obras de mayores ambiciones si conseguía formar un coro. La oportunidad le llegó gracias a su trabajo esporádico como organista en la iglesia de San Pedro, en cuyas ceremonias coincidía con las alumnas de canto de su amigo Grädener. Quedó encantado con sus hermosas voces, y el trío se engrosó velozmente, hasta transformarse en un coro de veintiocho miembros –llegaría hasta la cuarentena– que se reunía todos los lunes por la noche. Para darle cierto carácter de oficialidad, Brahms redactó unos estatutos de aire zumbón en los que aludía a sí mismo como «su servicial escribiente y metrónomo». La formación, que ofrecía conciertos públicos, siguió cantando en la iglesia. Durante los casi tres años en que se hizo cargo de su dirección –dejaría el puesto en mayo de 1861–, las coristas alternaron entre arreglos de canciones populares, obras de los antiguos maestros y las creaciones del propio Brahms. Así, el Coro Femenino de Hamburgo estrenó el Salmo XIII, op. 27, los tres Geistliche Chöre (Coros espirituales), op. 37 o estos cuatro Gesänge (Cantos), op. 17 que nos ocupan.

De acompañamiento singular, arpa y una o dos trompas, las piezas se compusieron entre 1859 y 1860. Se ha sugerido que la última pudo ser una creación posterior, escrita de cara a la publicación del conjunto en 1862. No es descabellado, teniendo en cuenta que el texto escogido, un fragmento de las baladas mitológicas de Ossian, de James Macpherson, interesó a Brahms para otra de sus canciones, la op. 42 n.º 3, del mismo año. Se trenzan en todas, como los timbres del arpa y las trompas, desamor y muerte, dos grandes temas brahmsianos tratados, como es costumbre en el músico, con dulzura y serena aceptación.

En la primera, «Es tönt ein voller Harfenklang» (Resuena plena el arpa), el compositor logra extraer cuanto de mágico hay en la llamada remota de la trompa y el discurrir arpegiante del arpa. El coro se nos aparece angélico, como surgido entre los vapores de una armonía cristalina. Dentro de la misma quietud, a modo de espejo, la pieza concluye con un pequeño episodio instrumental. «Komm herbei, komm herbei, Tod!» (¡Aléjate, aléjate, muerte!) es un célebre fragmento de Noche de Reyes, de William Shakespeare, al que otros compositores también pondrían música. Brahms añade una segunda trompa, y con una insistente pero no apremiante figuración rítmica (corchea con puntillo, semicorchea, negra), como un caminar sereno al que se une también el arpa, se exhorta a la parca en un plácido mi bemol mayor. Tras la aparente inocencia de «Der Gärtner» (El jardinero) se descubre una nota autobiográfica: el amor no consumado y el refugio alegre y enérgico en el trabajo. Al final de cada estrofa, el animado 6/8 parece detenerse. Calla el arpa, se congela el tiempo y las voces se elevan, como se elevaría un sombrero hacia el cielo: «Yo te saludo mil veces, bella dama». La «Gesang aus Ossians “Fingal”» es la pieza más oscura del ciclo. Las trompas, entre lúgubres y arcaicas, abren paso al coro, que llora con la doncella de Inistore. El arpa entra, sutil, en el preciso instante en que ésta inclina la cabeza. El pequeño cortejo fúnebre se debate, expresivo, entre la luz y las sombras para apagarse, al fin, en un breve destello de anhelado sosiego.

Sinfonía n.º 4 en sol mayor. G. Mahler

También era verano. Corría el mes de junio de 1898 y Gustav Mahler se recuperaba de una reciente operación. Apenas compuso en aquellos meses dos lieder del ciclo del Cuerno mágico, Das Knaben Wunderhorn, que venía interesándole desde 1892. Se trataba de una amplia recopilación de poemas populares, los Wunderhornlieder, realizada a comienzos de siglo por los poetas Achim von Arnim y Clemens Brentano. No era, en cualquier caso, suficiente. Mahler, como Brahms, aprovechaba el descanso estival, suspendidas por unos meses sus otras ocupaciones, para componer. Al verano siguiente, durante una estancia poco placentera en la localidad de Altaussee, el músico se queja de llevar tres veranos sin llenar más que unos pocos pentagramas. El clima es desapacible y, en su irritación, se recluye en una de las habitaciones, donde se obra el milagro: en poco más de una semana surgen los dos primeros movimientos de una sinfonía, la cuarta, en sol mayor. Se le ocurre entonces la idea de hacerse construir una casa junto al lago para trabajar mejor, sin molestas interrupciones como la de la banda de música que en ocasiones oye pasar desde su ventana. Alguien le recomienda el Wörthersee, en la región de Carintia, y finalmente se decide por la villa de Maiernigg, en la orilla sur. Allí, a unas decenas de metros de la casa, trazando un camino que se interna en el bosque, habilita también su estudio, una torre de marfil bajo la más prosaica forma de una cabaña de ladrillos. Ahora sólo se oye el canto despreocupado de los pájaros y desde su ventana no se ve más que la superficie brillante y serena del Wörthersee. 

En esa cabaña fue rematada la Cuarta el 5 de agosto de 1900. Se estrenó, con mala acogida de la crítica, en noviembre de 1901. Tratándose de Mahler, es una sinfonía breve; cabría decir que concisa. El músico parece volver la vista al modelo clásico al dividirla en los cuatro movimientos de rigor: un primero en forma de sonata, un scherzo, uno lento y un movimiento final a modo de rondó. Todo ello, claro está, tamizado por la estética mahleriana, juguetona, brillante, excesiva, arrebatadoramente lírica o súbitamente profunda, según el momento. A diferencia de sus anteriores sinfonías, el compositor no quiso dotar a la obra de carácter programático, lo cual no es óbice para que intente reflejar, de manera un tanto enigmática, a través de la música pura, el paso de la vida terrena a la celestial. 

El primer movimiento, con la indicación «Bedächtig, nicht eilen» (Despacio, sin prisa), se inicia, paradójicamente, con un veloz tintineo de cascabeles, como si un trineo desbocado nos transportase desde un ignoto si menor hasta el sol mayor de la tonalidad principal. Pese a la ausencia de programa, se nos conduce a una suerte de sala de baile. No es sólo el formato de la sinfonía lo que remite a la antigua Viena. Los episodios se suceden en forma de danzas, ora de estilo mozartiano, ora cercanas al más popular ländler. Los motivos, de naturaleza despreocupada –«Infantil, simple, completamente confiado», explicaba Mahler– se contraponen, solapan y hasta se enfrentan. Los cascabeles reaparecen para preludiar el desarrollo, la reexposición y el final del movimiento. En un momento dado, el Paraíso –último movimiento– se anuncia mediante el unísono en la mayor de cuatro flautas, cómodamente dispuestas sobre el mullido colchón que ofrecen las cuerdas. Estos paréntesis celestes, deslizados en los siguientes movimientos, se harán siempre mediante tonalidades cercanas: al la mayor del primero seguirán el re mayor del segundo y el mi mayor del tercero, hasta desembocar de nuevo en el sol mayor inicial. Tras una especie de caos orquestal, se alza heroica una trompeta, como queriendo imponer un poco de orden. Reaparece el salón de baile y se reanuda con sosiego la danza hasta culminar en un enérgico, irrefutable final.

El scherzo, indicado en la partitura como In gemächlicher Bewegung. Ohne hast (Movimiento pausado. Sin prisa), nos presenta otro tipo de danza, esta vez retorcida y llena de aristas. El violín debe tocarse afinado un tono por encima de lo que corresponde, en una buscada tosquedad: «Wie eine Fidel» (Como un violín popular), se reclama sobre el pentagrama. Se ha querido ver en este movimiento el contraste entre la música de la alta sociedad y la de los gitanos. Mahler ironiza, así, sobre el zingarismo sublimado de autores como Dvořák o Brahms. Hay también referencias a la muerte en esta extraña danza, más retorcida que macabra. La luz se hace en los dos tríos, el primero encomendado al clarinete y la trompa; el segundo anunciado por la trompeta. Después de una nueva alusión al Paraíso, al final del segundo, la danza de la muerte se derrama altanera e inconmovible, hasta que un pellizco repentino de las maderas pone fin a todo.

En el bellísimo tercer movimiento, Ruhevol (Sosegado), las protagonistas son las cuerdas. Planteado a modo de variaciones, la orquesta lo mismo se abisma en dramáticas oscuridades que sobrevuela cumbres de indescriptible lirismo. Cuando todo parece haberse derrumbado, la calmada tristeza termina por sobreponerse a la catástrofe. Hacia el final de este sorprendente adagio, un sorpresivo torbellino de los metales anuncia que nos hallamos a las puertas mismas del 4º movimiento, esto es, del Paraíso.

Para concluir la sinfonía, Mahler escogió una de aquellas canciones del ciclo Wunderhorn, Das himmlische Leben (La vida celestial), a la que ya había puesto música en 1892. A continuación de un breve preludio de aire pastoril encomendado al clarinete, se van desgranando las diferentes estrofas, separadas por pequeños episodios instrumentales en los que reaparecen los cascabeles con los que había prendido la chispa, allá por el remoto si menor del comienzo. «Ohne Parodie» (Sin parodia), advierte serio el compositor. La infantil alegría, la inocencia, la extrañeza del texto nada tienen que ver con las danzas sugeridas en el primer movimiento o el scherzo: la ironía no tiene cabida en este cielo inusual donde los ángeles amasan pan, Santa Marta cocina jubilosa, corre el vino a raudales, no faltan deliciosas frutas y la severa Santa Úrsula ríe sin disimulos. Un cielo recibido entre la sorna y el espanto por los críticos muniqueses que asistieron al estreno en 1901. Un cielo, en fin, que pone punto final con altiva coquetería: «Kein’ Musik ist ja nicht auf Erden. / Die unsrer verglichen kann werden» (No hay música terrenal / que pueda compararse a la nuestra).