Humo y oro; polvo y ceniza

Si te dejas arrastrar por los recuerdos el tiempo parece caminar hacia atrás como un reloj averiado en el que las agujas girasen en sentido inverso al esperado.

¿Qué es ahora Gregorio Baudot? Ceniza. ¿En qué terminó la vida de Enrique Granados? También en ceniza; o tal vez en alimento para peces tras alcanzar el torpedo de un submarino alemán al vapor Sussex en el que viajaba junto a su esposa, Amparo. ¿Qué pasó con Federico Chueca y Jacinto Valverde? Son ahora polvo y también ese compuesto de celulosa, taninos, sales de calcio y potasio, carbonatos y fosfatos que llamamos ceniza. Lo decía ya hace casi dos mil años el emperador romano Marco Aurelio, probablemente el filósofo estoico más apreciado hoy en día y cuyas Meditaciones para mí mismo son el manual perfecto para capear temporales y administrar con mesura el dolor en las adversidades: «Ayer un poco de moco, mañana momia o ceniza».

Como ese reloj imaginario que gira al revés, el programa de este concierto también parece desplazarse hacia atrás, pues precisamente empieza con lo que uno esperaría como su lógico final, donde se agazapan siempre la pérdida, el dolor y la desdicha. Dolora sinfónica de Gregorio Baudot sería, pues, ese epílogo lánguido, resignado y perfecto tras la pérdida (ponga cada uno, a continuación, lo que quiera que sea que haya perdido [dejar en blanco si está todavía a la espera de perder algo]…) En el caso de este programa que dirige Víctor Pablo lo perdido es esa España que pudo haber sido pero no fue, con ese despertar en forma de proyecto constitucional y luminoso que arrancaba con la promesa libertaria –aunque imperfecta– que proclamaba la Constitución de Cádiz de 1812, coincidiendo en su despertar con el arranque de un nuevo siglo en el que todo parecía posible pero que muy poco más tarde se mostraría como sumamente improbable.

Nacido en Colmenar Viejo en 1884, Gregorio Baudot acabó su prometedora carrera de autor el mismo día que consiguió, en 1910, su plaza como director de la Banda de Música del Segundo Regimiento de la Infantería de Marina, ubicada en Ferrol. No podía ser de otro modo: uno de los lugares favoritos para perderlo todo en la vida está a un paso de allí, en «A Costa da Morte» [La Costa de la Muerte], un tramo de la costa noroeste en la provincia de A Coruña pavimentada con los restos de los más de mil cuatrocientos naufragios inventariados (entre los que no figuran los de pequeños pecios o restos anónimos) —y a los que habría que sumar los más de dos mil naufragios documentados del resto de la costa gallega— y alimentada con las almas de los varios miles de cadáveres de esos marineros y  escadores gallegos para los que nunca es domingo.

En Ferrol, en Galicia, Baudot recopila músicas y melodías tradicionales, hace arreglos y dirige la Banda a la que debe dedicar gran parte de sus energías. El poco tiempo libre lo dedica a escribir algunas de sus piezas de mayor calado, como esta Dolora sinfónica que termina en 1908 y estrena, en 1915, la Orquesta
Sinfónica de Madrid bajo la dirección de Enrique Fernández Arbós en el Teatro Rosalía Castro de A Coruña. La primera interpretación madrileña tuvo lugar en 1921, con el maestro Pérez Casas a la batuta frente a la Orquesta Filarmónica en el Teatro Price de Madrid. En su catálogo, además de pasodobles que se pusieron de moda y le dieron fama, mucha música militar, música para circunstancias varias según iban viniendo o imponiendo las autoridades competentes y  correspondientes así como algunas zarzuelas y óperas de las que probablemente jamás volveremos hablar.

El valor musical de la Dolora sinfónica –resucitada y calurosamente defendida por Víctor Pablo en las temporadas de abono de la Orquesta Sinfónica de Galicia (incluyendo grabación discográfica) en el Palacio de la Ópera de A Coruña, a tan solo un puñado de centenares de metros del teatro en el que se escuchó por primera vez– fue inmediatamente refrendado por directores como Jesús López Cobos, quien también la incluyó en su repertorio y es el triste pero perfecto colofón a la vida malgastada de notable creador, considerado como un genuino representante del postromanticismo musical español que falleció (quizá por segunda vez, tras vivir la vida de los vivos) en el Hospital Militar de Ferrol en 1938.

En cambio, la música incidental para Torrijos, de Enrique Granados,está ubicada justo en el lugar que le correspondería según el orden natural de las cosas: en ese tránsito de la esperanza de la nueva constitución a la desgracia de la restauración del absolutismo del rey Fernando VII, al que se opuso el general liberal José María Torrijos quien, al igual que los sueños rotos de tantas vidas que por aquí pasan, acabó fusilado junto a algunos de sus más fieles seguidores en la costa de Málaga, a los pies del mar, sin juicio; sin opciones; sin miramientos.

Ya el poeta José Espronceda destiló su frustración y su rabia por la pérdida de «patria y libertad» en su incendiario soneto A la muerte de Torrijos y sus compañeros, que finaliza con la esperanza de que vean los tiranos «alzarse sus espectros vengadores». Los espectros, por cierto, ni están ni se les espera.

Quizá en su música incidental para Torrijos con textos de Fernando Periquet, Enrique Granados no resulte tan expeditivo al tiempo que conciso como Espronceda en su soneto. La obra –compuesta de cinco escenas para coro y orquesta es una recuperación de Douglas Riva y Walter A. Clark recientemente editada por la SGAE– es más bien un canto al heroísmo de quienes dieron su vida en el desafortunado intento golpista para derrocar al rey Fernando VII en 1831. Su forma de narrar lo que es el infortunio en el caso del desventurado general dista mucho de la forma, concisión y serena belleza del poema Humo y Oro que Juan Ramón Jiménez escribe tras conocer el trágico final del matrimonio Granados en el Canal de la Mancha.

Los Granados se encontraban en Nueva York –donde vivía el poeta–en enero de 1916, con motivo del estreno de Goyescas en el Metropolitan de Nueva York. Las cosas que tiene la vida: el estreno fue todo un fracaso comercial –con solo cinco funciones– pero deparó al compositor una popularidad instantánea que llegó hasta oídos del mismísimo presidente Wilson, quien invitó a la ya célebre la pareja a la Casa Blanca. La vida es lo que tiene, que algunas cosas buenas llevan a otras mejores y éstas, a su vez, al caos y la pérdida. Con pasajes para volver a Europa el 8 de marzo, el matrimonio debe cambiar sus billetes para el día 11 de marzo, con el fin de asistir a la recepción del presidente estadounidense programada para el día 7. Esos homenajes, reverencias y miramientos serán los últimos homenajes, reverencias y miramientos de los Granados. Con ambos pasajes habían adquirido, también, el borrador prácticamente definitivo de su propia esquela: el 24 de marzo un submarino alemán confundía con un buque minador al vapor Sussex en el que viajaban: un torpedo partió la embarcación en dos pecios: uno de ellos se mantuvo a flote; el otro se perdió en el fondo del mar junto con los Granados. Hay momentos en los que la felicidad, la dicha o la calma parecen estar siempre al otro lado de la ventana.

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Supongo que hablarles aquí a los madrileños de su querido Chueca es un insulto de parecido calibre al intento de explicarles a los gallegos los distintos modos de decir «lluvia» o cuántos tonos de verde puede albergar un paisaje remoto del país de las vacas. Así que para quienes necesiten saber algo más de Chueca pueden usar sus smartphones o, en el caso de Cádiz, escuchar por streaming la magnífica grabación que el mismo Víctor Pablo dirigió para la discográfica Deutsche Grammophon con un reparto ejemplar, el Coro de la Comunidad de Madrid y la Orquesta Sinfónica de Galicia. No hay mejor manera de de justificar el gasto de nuestros carísimos smartphones: de Spotify a Apple Music pasando por las exquisitas Tidal o Qobuz para los audiófilos más refinados, Cádiz está ahí para quien quiera escucharla.

Este concierto, como tantas cosas en la vida, parece desplazarse en dirección contraria. Dicen que la luz está al final del túnel, pero la verdad no es esa: la luz está precisamente justo al principio del mismo, cuando todavía no sabes que al final el túnel se angosta y estrecha hasta la asfixia.

O tal vez la propuesta de Víctor Pablo es mucho más inteligente y esperanzadora de lo que es capaz de vislumbrar el autor de estas notas. Quizá lo que quiere es que empapemos todo con lágrimas nada más llegar y dejemos para el final el brillo luminiscente de la zarzuela.

¿Dónde están ahora Baudot, Granados, Valverde y Chueca? ¿Dónde Juan Ramón Giménez y Espronceda? Todos ellos viven ahora la vida de oro que tienen algunos muertos.

Javier Vizoso