Fragmentación y unidad en la Novena Sinfonía de Mahler

Gustav Mahler (Kaliště, Bohemia, 1860, – Viena, Austria,1911) escribió su Novena Sinfonía entre 1908 y 1909, aunque no dejó de retocarla hasta el año siguiente. Bruno Walter dirigió el estreno póstumo de la obra el 26 de junio de 1912 con la Filarmónica de Viena. Han corrido ríos de tinta que relacionan esta obra con la dramática situación personal de Mahler. En el verano de 1907 su hija María, de cinco años, había muerto y al músico le habían diagnosticado una cardiopatía que acabaría con su vida cuatro años después. A su lado, Alma Mahler, una madre devastada por la muerte de su hija, una esposa relegada al cuidado del compositor y director, pero, sobre todo, una pianista y compositora a la que Mahler le había arrebatado lo que más apreciaba: su propia música. Como parece lógico, el entorno emocional que inundaba sus vidas no era el más jubiloso.

Si bien esto nos ayuda a entender mejor las condiciones de composición de la Novena, son necesarias unas pinceladas sobre el contexto general. El bohemio fue el director del Teatro de la Ópera de la Corte de Viena (Wiener Hofoper) entre 1897 y 1907, para lo cual tuvo que convertirse al catolicismo, pues el antisemitismo avanzaba a pasos agigantados. Es célebre esa cita de Mahler en la que se define como triplemente extranjero, «como oriundo de Bohemia en Austria, como austríaco entre los alemanes y como judío en el mundo entero». Aunque Mahler era el director de un centro de referencia —alrededor del cual giraba la vida artística vienesa—, sentía su identidad fragmentada a varios niveles. 

«Fragmentación», «decadencia» y «convulsión» son palabras que ayudan a describir la situación vienesa de principios del siglo XX. En muchas ocasiones, Mahler es presentado como un genio de cuyo tormento brota su grandeza. Sin embargo, su conversión en un emblema musical de una época se explica desde el cambio del paradigma artístico, político y social de ese universo tan bien descrito por Stephan Zweig, en referencia a ese mundo «burguesamente estabilizado» que se ve amenazado por la Primera Guerra Mundial (y la consiguiente fragmentación del Imperio Austrohúngaro) y se mueve en los términos de «seguridad-decadencia»; esa seguridad y ese orden que fascinaba a Federico Sopeña y que este ilustra con la «alta burguesía de balneario y de gran hotel», donde se respiraba la «decadencia de una época materialista, vulgar de fondo y opulenta de superficie». Efectivamente, este es el humus en el que convivían dualidades como Gustav Klimt y Egon Schiele o el propio Gustav Mahler y Arnold Schönberg. Mientras Schiele ampliaba la perspectiva del goce escópico y Schönberg huía de los centros tonales, Mahler se mantenía en un lenguaje tradicional, pero sin renegar de su presente.

Cada vez resultaba más difícil maquillar las fracturas en el orden vienés bajo el pan de oro, los minuciosos artesonados y las estatuas neoclásicas de mármol. La novedad iba de la mano de una Modernidad que, si bien había comenzado siglos atrás, se encontraba en un estadio avanzado y frenético. Mahler fue un magnífico testigo de su época, en la que proliferaron, entre otros, los nuevos métodos de grabación musical y, con ellos, la divulgación de géneros más populares, como el jazz o el blues. Parecía que la hegemonía de los compositores académicos también comenzaba a fragmentarse. Por su parte, la filosofía y la ciencia habían desplazado la potestad de la Biblia; pensamos en Karl Marx o Charles Darwin y en Marie Curie, Maria Montessori o Albert Einstein más tarde. En este sentido, podemos decir que Mahler compuso su Novena Sinfonía en este contexto de incertidumbre —general, personal y espiritual—, en el que no cejaba de buscar algún tipo de fe para sobrellevar su agnosticismo, como explica el padre Sopeña en uno de sus libros sobre el compositor (1960): «Hay algo conmovedor en la tragedia sinfónica de Mahler porque está allí su tragedia religiosa: la de un escéptico que necesita del “misterio” para vivir».

Encuadramos la obra de Mahler en el romanticismo tardío. Podemos decir que Das Lied von der Erde (La canción de la tierra) y las sinfonías 9 y 10 son ejemplos del canto del cisne del romanticismo musical. Sin embargo, Mahler tendría que «reconciliarse tanto con la Modernidad como con sus universos musicales en rápida expansión», según Joseph Auner, que ve como un gran logro la «multiplicidad de influencias, ideas y sonidos del pasado y del presente» que el compositor logró integrar en su obra. 

Mientras Mahler componía su Novena Sinfonía, observaba cómo las formas académicas tradicionales se disolvían y caminaban hacia nuevas premisas como el «fin de la figuración» y «de la tonalidad». En alguna ocasión, llegó incluso a preguntarse para qué seguía componiendo, si la escritura de Schönberg acabaría siendo el futuro. En 1908, este ya había escrito Tres piezas para piano, op. 11, paradigma de la música atonal. En este sentido, Theodor Adorno ve en Mahler cierta resistencia al «progreso», como una solución alternativa a ese colapso sufrido por los compositores finiseculares, cuyo único modo de evolucionar era seguir la estela de Wagner (y su idea de música del provenir), cuyo desarrollo parecía precipitarse irrefrenablemente hacia la atonalidad. Podemos decir que los sistemas musicales de la Europa de principios de siglo estaban en crisis. En palabras de Adorno:

Del mismo modo que ponen en duda la lógica inmanente de la identidad musical, sus sinfonías [de Mahler] se oponen también a aquel veredicto histórico que desde el Tristán seguía impulsando unidimensionalmente a la música: la cromatización como descalificación del material. No como reaccionario, pero sí como si temiera el precio del progreso (Th. Adorno, Una fisionomía musical, 1960).

De algún modo, Adorno entendió que el atonalismo seguía legitimando y manteniendo la organización de las alturas en la cúspide de la jerarquía. Por su parte, Mahler miró hacia el pasado (pensamos en sinfonistas como Beethoven, Liszt o Berlioz), pero nunca abandonó el diálogo con su bagaje y su presente más cercano. Ejemplo de ello lo encontramos en la inclusión en sus obras de géneros como el ländler, danza popular aparecida en el siglo XVIII (a la que recurrieron varios compositores académicos); o los valses, las fanfarrias militares, las melodías checas, judías o austríacas; algunos elementos musicales infantiles, etc. Por tanto, esto produciría una mirada histórica menos lineal y daría lugar a una perspectiva que pone en el centro el propio devenir histórico, libre de premisas impuestas por el citado progreso.

Sin embargo, este diálogo con la tradición no libró a Mahler de compartir una misma inquietud con Schönberg: la reflexión acerca de la incompatibilidad entre la genialidad y la popularidad. Debemos tener en cuenta que ambos son parte de un canon occidental con un gran peso de la idea de «autenticidad». Mahler se imponía a sí mismo ese sufrimiento y esa redención, basándose en la premisa de que nunca sería reconocido en vida como compositor. Según Alex Ross, y tras comprobar el éxito de Salomé (1905) de Richard Strauss, el bohemio le dijo lo siguiente a un crítico en 1906: 

mientras sea el «Mahler» que camina entre vosotros, «un hombre entre hombres», tengo que estar preparado como creador para un trato «demasiado humano». Sólo se me hará justicia cuando me haya sacudido el polvo de esta tierra. Soy, por decirlo con palabras de Nietzsche, un «extemporáneo» […] el verdadero «temporáneo» es Richard Strauss. Por eso disfruta ya de la inmortalidad aquí abajo.

Sin embargo, esta autopercepción es harto subjetiva, pues Mahler estrenaba con cierta facilidad y se alegraba de su propio éxito. Alma cuenta en sus memorias que la gran acogida de la Octava Sinfonía le devolvió la confianza a Mahler y que la falta de una plena comprensión de la Séptima por parte del público fue entendida por él como «un éxito de prestigio». A este respecto, y precisamente gracias a la prensa española del momento, sabemos que el repertorio mahleriano aún no había cuajado en nuestro país. Encontramos referencias a Mahler como aquel que, junto con Bruckner y Sibelius, «esperan a que les llegue el turno» (C. Roda, La Época, 17/V/1906). Y he aquí las palabras que Felipe Pedrell le dedica:

[Mahler] Ha de imponerse y se impondrá […] Mahler será para nuestros hijos lo que Gluck y Beethoven fueron para los admiradores de Berlioz, lo que Wagner es para los que vivimos en la época presente (Felipe Pedrell, La Vanguardia, 16/IV/1907).

Quedan lejanos aquellos días en los que parecía que el repertorio malheriano no acababa de asentarse.

Mahler comenzó los esbozos de la Novena Sinfonía en el verano de 1908, en Toblach (frontera austro-italiana). La pareja nunca volvería a su residencia de Maiernigg, donde había fallecido su hija. Según Alma, ese verano Mahler vivió «atormentado» por Das Lied von der Erde y los bocetos de la Novena Sinfonía. El músico nunca se refirió a los lieder sinfónicos como la Novena, «¡Creía así haber engañado al buen Dios!»— recuerda Alma, en referencia a la «maldición» que envuelve al número nueve en el mundo del repertorio sinfónico.

Sería un error hablar de la Novena como el testamento de Mahler, pues en 1909 se sentía optimista y lleno de planes, como el estreno de la Octava Sinfonía en septiembre de 1910 y la escritura de la Décima. Los últimos cuatro años de su vida, Mahler tuvo más tiempo para componer porque trabajaba como director de la orquesta del Metropolitan y de la Orquesta Filarmónica de Nueva York y solo pasaba unos tres o cuatro meses en América. 

La temática de la muerte ya había aparecido en otras obras suyas, pues Mahler reflexionaba de forma recurrente sobre el sentido de la vida y si era la muerte la que lo revelaba. También meditaba sobre lo pasajero de la juventud. De catorce hermanos, Mahler fue el primero en alcanzar la madurez; cinco murieron en la infancia, Ernst, a los trece y Otto se suicidó a los veinticinco. La última parte de Das Lied von der Erde («Der Abschied», «El adiós») resuena en el primer movimiento de la Novena, al principio y al final, lo que ha sido interpretado como un presentimiento de muerte que atraviesa la sinfonía.  

La Novena cuenta con una plantilla orquestal muy amplia, con gran variedad en la percusión y el viento. La estructura es clásica, pues consta de cuatro movimientos, si bien coloca los dos lentos en los extremos, algo inusual. Otro rasgo peculiar es su larga duración y que no empieza y acaba en la misma tonalidad (en re mayor y re bemol mayor, respectivamente).

Una de las características fundamentales de la Novena es la transformación constante del material motívico. Nada vuelve a ser igual; he aquí lo efímero de la música… y de la vida. Mahler parte de formas tradicionales desde un enfoque personal. Por ejemplo, en el primer movimiento (Andante comodo) se sugiere una forma de amalgama de sonata y rondó. Leonard Berstein interpretó el inicio de la obra como el pulso irregular del corazón de Mahler. Independientemente de esta explicación, nada más empezar, podemos oír un claro diálogo sincopado y errático entre las trompas, el arpa y los cellos. A continuación, los violines primeros arrancan con un tema lírico, que se irá intrincando en la totalidad del movimiento. Podemos decir que en este movimiento se diferencian claramente dos ambientes: uno, en el que los protagonistas son el diatonismo, la tonalidad principal de re mayor (aunque cada vez con más alteraciones) y cierta regularidad rítmica; y otro, de carácter desestabilizante, debido a los grupos rítmicos irregulares, los cromatismos y las modulaciones a tonalidades lejanas. Esta especie de confrontación definirá la macroforma del movimiento. 

El musicólogo y director Hans Redlich señala una referencia al vals Freuet euch des Lebens, de Johann Strauss, como contrapunto dramático con un mensaje positivo, algo así como «disfruta la vida». También asegura que cuando en el manuscrito aparece «Lebe wohl», Mahler hace una referencia armónica a la sonata Los Adioses de Beethoven, alusión que aparecería también el segundo y tercer movimiento. 

El primer movimiento se desvanece con el material de apertura muy fragmentado en el violín solista y con la segunda mayor descendente de las últimas palabras de La Das Lied von der Erde («ewig, ewig, ewig», «eternamente») en el oboe.

El segundo movimiento funciona por la alternancia de tres danzas, que serán las que vertebren este Scherzo-trio-scherzo: dos ländler (en do mayor y en fa mayor, más lento) y un vals (mi mayor). El protagonista de este movimiento es la batalla de tempi, así como la lucha entre los diferentes bailes por prevalecer. Si bien estos pueden diferenciarse con facilidad la primera vez que suenan (el clarinete presenta el primer ländler en do mayor), Mahler acabará por fundirlos, sirviéndose de su ritmo ternario en común, cambios de tonalidad o modo y variaciones de tempi y textura. Esto produce una desconfiguración de lo tradicional y lo urbano (ländler/vals). En este sentido, llamamos la atención sobre un momento en el que el vals interrumpe al primer ländler (interpretado por un violín solista), pero esta vez, con una sonoridad que parodia la música de feria o tiovivo. Al respecto, recordamos la visita de Mahler a Freud en 1910, en la que se concluyó que Mahler había grabado en su mente la asociación entre «la tragedia intensa y la diversión ligera», cuando, de pequeño, había salido a la calle para no presenciar la discusión de sus padres y escuchó un organillo que interpretaba una melodía popular vienesa. Al final, el movimiento acaba por disolverse en una cadencia hueca de flautín y contrafagot con los pizzicati de violines y viola.

En el tercer movimiento, Rondo-Burleske (allegro assai), aumenta considerablemente la tensión. Al comienzo de la partitura se indica «sehr trotzig», «desafiante». Si antes fuimos testigos de un ambiente pastoral constantemente teñido de oscuridad, ahora el virtuosismo contrapuntístico producirá una sensación de intensidad vertiginosa. Verificamos que la tendencia del primer al tercer movimiento es la independencia de las líneas, lo que, a su vez, produce mayores choques y tiranteces. Lo primero que se escucha es el tema «burlesco» presentado por las cuerdas, que es una reminiscencia del motivo inicial del segundo movimiento de la Quinta Sinfonía de Mahler. En este caso, los motivos también se presentan desde el principio, aunque enseguida se ven inmersos en una trama abigarrada guiada por el desarrollo de diferentes tipos de contrapunto y donde la ambigüedad tonal hace su aparición en varias ocasiones. En contraste, encontramos un momento de sosiego hacia la mitad, con una textura vertical, una armonía diatónica y un ritmo menos frenético, donde una trompeta profetiza la llegada del Adagio final. Sin embargo, acabará con una coda enérgica y presto (stretto), algo nuevo en esta sinfonía si nos fijamos en los movimientos anteriores.

El cuarto movimiento, Adagio, cuenta con una textura más diáfana. Son realmente destacables las secciones en pianísimo, que confieren gran sensación de intimidad y fragilidad, y los continuos y delicados cambios de dinámicas, volúmenes y agógicas. Al comienzo los violines presentan el primer tema (re bemol mayor), que contrasta en modo y en registro con el segundo (más agudo), encabezado por el fagot. Las alturas siguen ascendiendo paulatinamente, sobre todo en los violines y el flautín, lo que produce una notable polarización entre los registros. En general, el movimiento contiene sonoridades muy contrastadas, hasta llegar al clímax final, que se prepara gradualmente, sobre un redoble de timbal y tambor, con la orquesta al completo, hasta llegar a fff. A partir de ahí se produce una especie de recapitulación, fácilmente identificable y con gran peso de la trompa. Tras un solo de cello, la sinfonía avanza hacia su final, cada vez con menos fuerza, con notas muy altas tenidas en los violines, con una textura cristalina y en un adaggisimo. Tras una introducción de los segundos violines, se produce un silencio en toda la orquesta, tras el cual los primeros hacen una melodía que descansa en un la bemol (dominante de re bemol mayor, tonalidad en la que termina la obra). Estas últimas notas se corresponden con la melodía de un verso de la cuarta parte de Kindertotenlieder (Canciones a los niños muertos) —«Der Tag ist schön auf jenen Höhen» («El día es hermoso en las alturas»)—, una obra que Mahler no quiso volver a dirigir tras la muerte de su hija. Al fin y al cabo, Mahler también celebraba lo bello (¿acaso no lo es la imagen del reposo absoluto, del amanecer en las alturas celestes?), independientemente de lo único seguro en esta vida: la muerte. La música se extingue hasta el final, con una indicación en el último compás: «erstebend», «muriendo». Ewig, ewig, ewig….

Toya Solís