Serguéi Prokófiev. Sinfonía clásica en re mayor, op. 25        
Arnold Schönberg. Noche transfigurada, op. 4 
Ludwig van Beethoven. Concierto para violín y orquesta en re mayor, op. 61     

¿Cómo sonaría una sinfonía si fuera escrita por un Haydn del siglo XX? Eso se preguntó Prokófiev cuando en 1916 afrontó la composición de su Sinfonía nº 1. La llamó Clásica porque su intención fue traducir el clasicismo al idioma del siglo XX: “Me pareció que si Haydn hubiera vivido en esta era, habría mantenido su propio estilo mientras absorbía las novedades de la época. Ese es el tipo de sinfonía que quería escribir: una sinfonía en estilo clásico”. Pero también confiaba en que el título funcionase como una suerte de profecía y que con el tiempo la obra se convirtiera en un “clásico”. Y así sucedió. Da la casualidad de que fue también la primera obra notable que compuso sin el piano como protagonista.

Importante para su compositor, y de consecuencias inestimables para la historia de la música, es el siguiente título que integra el programa: La noche transfigurada de Schönberg, estrenada como sexteto de cuerda en 1899 y arreglada para orquesta precisamente en la misma época de la obra de Prokófiev, en 1917. Poco tenía que ver, sin embargo, con la obra del ruso. A las puertas del siglo XIX, Schönberg se propuso traspasar los límites de la armonía tradicional en busca de disonancias nunca antes escuchadas. Tras su estreno en 1902, La noche transfigurada fue recibida con escepticismo por unos oídos aún no acostumbrados a este tipo de sonoridades. 

Es precisamente un clásico el que pone fin a este concierto.  En 1806 Beethoven inauguró un nuevo periodo en su carrera con obras fundamentales como los Cuartetos Razumovsky, la Sonata para piano Appassionata, la Cuarta Sinfonía y, cómo no, su Concierto para violín en re mayor. Lo escribió para el joven prodigio del violín Franz Clement y, como en tantas ocasiones en la historia de la música, circula una leyenda que dice que Clement lo leyó a primera vista el día del estreno. Fuera como fuese, la obra pasó sin pena ni gloria. No sería hasta la interpretación de Josef Joachim bajo la dirección de Mendelssohn cuando comenzaría a ocupar su lugar indispensable en el repertorio canónico.

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