Tres obras raras

Luis Felipe Camacho
Musicólogo e investigador en la Universidad Autónoma de Madrid

Raras, singulares, extravagantes, escasas en su dominio, son las tres obras que nos ocupan hoy. Rareza que no gira en torno a lo grotesco, lo absurdo, lo marginado o lo informe, como muchas veces denota la palabra raro, sino que conduce a esa parte prístina e infantil —para muchos ya olvidada— de lo nuevo, lo inexplorado o lo sorprendente. Porque incluso compositores totemnizados como Sibelius, Pärt o Shostakóvich tienen la capacidad de asombrar y romper con las expectativas al ahondar en su catálogo; y también porque precisamente esa imagen prefijada que tenemos de ellos se ve engrandecida, o cuanto menos alterada, gracias a estas obras raras. 

La gran virtud de lo raro es su alteridad intrínseca, el ser siempre lo otro, aquello alejado o distinto de lo propio. A la hora de clasificar y ordenar todas las cosas del mundo, lo otro funciona como espejo de lo propio, nos ayuda a identificar y, por supuesto, a identificarnos. No es extraño que, para muchos, la alteridad lleve inexorablemente al miedo y al rechazo, pues en lo más profundo del otro está uno mismo. Esa es —no hay ninguna duda de ello— una imagen aterradora. Por esa razón pongo en valor la rareza de estas obras: su alteridad nos permite conocer al otro Sibelius, al otro Pärt, al otro Shostakóvich; esto es, al Sibelius ruso y de familia suecoparlante; al Pärt socialista y realista; o a un Shostakóvich musicalmente negado por el realismo socialista. En Saga de Jean Sibelius, Our Children de Arvo Pärt y la Sinfonía nº9 de Dmitri Shostakóvich son la historia del otro compositor, de su sombra.

Jean Sibelius: el hombre

Jean Sibelius nació en 1865 en Rusia, dentro de lo que en ese momento era el Gran Ducado de Finlandia. Su primera instrucción musical fue aprender a tocar un viejo violín que le había regalado su abuelo. Tras terminar el instituto, comenzó a estudiar Derecho, pero pronto se trasladó al Instituto de Música de Helsinki, que hoy conocemos como Academia Sibelius. Allí recibió sus primeras clases de composición —siempre había sido autodidacta— de profesores como Ferruccio Busoni o Martin Wegelius. También allí se hizo de amigo del director de orquesta Armas Järnefelt, hermano de la que poco más adelante sería su esposa, Aino Järnefelt, con la que se casó a los 27 años.

El contexto en el que Jean Sibelius llegó al mundo no pudo ser más propicio para su música. Finlandia se había separado de Suecia en 1809 en la Guerra Finlandesa, un conflicto entre Suecia y Rusia en el que se disputaba el territorio finés. Rusia ganó y se anexionó el territorio, que formaría el Gran Ducado de Finlandia. Durante todo el siglo XIX, alimentada por el romanticismo nacionalista —que nos regaló a Dvořák, Bártok, Smetana, Grieg y muchos otros— y notablemente influenciada por los procesos nacionalistas de Alemania, Finlandia buscaría dentro del imperio ruso una identidad propia —su indepedencia llegaría en 1917—. 

En esta etnogénesis, la música y la literatura tuvieron una importancia trascendental. Destaca especialmente la obra literaria Kalevala, una recopilación de mitos, leyendas e historias folclóricas orales reunidas por el filólogo finlandés Elias Lönnrot y publicada por primera vez en 1835. Aunque Sibelius venía de una familia suecoparlante, siempre estuvo en contacto y en apoyo del movimiento nacionalista finés. Esto, sumado a que se alejó de la poética musical rusa y se acercó a la alemana, dio lugar a que su música se convirtiese en la música nacional finlandesa. 

Convertirse en un mito musical tiene sus ventajas: te apoyan las instituciones, nunca te falta el trabajo, tu obra tiene de forma apriorística innumerables admiradores, etcétera. Sin embargo, también tiene sus inconvenientes. Entre estos está que la gente olvide que, tras el mito, está el hombre. Eso, en parte, es lo que le pasó a Sibelius y lo que se puede observar en su poema sinfónico En Saga.

En Saga (Op.9) es un poema sinfónico de un movimiento compuesto en 1892. La obra no tiene programa, algo raro en los poemas sinfónicos de la época, lo que ha derivado en que se hagan incontables interpretaciones sobre su significado. El nombre original en finlandés es Satu, que significa “cuento de hadas”. El término “saga” es de origen alemán (sage, en alemán) y significa, según la Real Academia de la Lengua Española, “cada una de las leyendas poéticas contenidas en su mayor parte en las colecciones de primitivas tradiciones heroicas y mitológicas de la antigua Escandinavia”. En consecuencia, el nombre por el que normalmente aparece la obra en la actualidad nos predispone a pensar que estamos ante una obra mitológica, romántica o nacionalista finlandesa más del compositor. Se ha hablado de que la obra trata sobre el Kalevala, pues la compuso en Karelia, una zona de Finlandia donde transcurren la mayoría de historias de la recopilación. También que es un poema sobre el carácter del pueblo finés, la historia de una cacería o el cantar de un bardo. Todas estas interpretaciones giran en torno a la idea de que Sibelius es un compositor finlandés y que, por tanto, tiene que escribir música sobre Finlandia. Sin embargo, hay una interpretación que parece verdadera y que ha pasado notablemente desapercibida, la del propio compositor: 

“De todas mis obras, En Saga es psicológicamente una de las más profundas. Casi podría decir que contiene toda mi juventud. Es la expresión de un determinado estado del alma. En la época en que escribí En Saga, estaba experimentando muchas cosas que me angustiaban. En ninguna otra obra me he mostrado a mí mismo como en En Saga. Por esta razón, todas las interpretaciones son, por supuesto, para mí bastante ajenas”.

En Saga es una obra que habla de Jean Sibelius, el hombre. Es un poema lírico, no una epopeya nacional. La escribió en su luna de miel, en Karelia, y ese podría ser perfectamente su “cuento de hadas”. Hay que decir que en esa época también compuso Las leyendas de Lemminkäinen y la Suite Karelia, que sí son obras nacionalistas; pero En Saga no lo es.

Es interesante que Sibelius hable sobre la angustia. La angustia es terror, es incertidumbre y es ansiedad, se dice que sin causa, pero habría que decir que sin causa conocida. Es ese terror, de hecho, lo único notable y memorable de la obra: un crescendo que suena aproximadamente cada tres minutos —en la obra— y que nos mantiene alerta. 

Esta obra es rara porque no es la obra mitológica que esperábamos. Es una obra sobre Sibelius, el hombre, el recién casado que echa la vista atrás y se despide angustiosamente de su juventud. Es más excepcional todavía que, en medio del florecimiento de la nación finesa, cuando no hay más identidad que la colectiva, el compositor pueda mirar en el yo y, sorprendentemente, verse.

Sibelius compuso durante treinta años más sin contratiempos, sin problemas de dinero, sin grandes fracasos —aunque con muchos detractores—, hasta finales de la década de 1920, cuando la calidad y el éxito de su Séptima Sinfonía pudo con él. Entonces dejó de escribir en lo que se llamó el Silencio de Ainola y, según su mujer, Aino, vivió más feliz. 

La Incómoda Novena de Shostakóvich

La Sinfonía n.º 9 en Mi bemol mayor (op. 70) de Dmitri Shostakóvich se estrenó el 3 de noviembre de 1945 en la actual San Petersburgo. Esto es, un mes después de que la Unión Soviética ganara, junto a los demás Aliados, la Segunda Guerra Mundial. El compositor ruso era en aquel momento el máximo exponente de la música soviética junto al ya veterano Sergei Prokofiev, y además su novena sinfonía cerraba lo que se conoció como la Trilogía de Guerra, de la que formaban parte también las vitoreadas y queridas Sinfonía n.º 7 “Leningrado” y Sinfonía n.º 8. Todo estaba dispuesto para que Shostakóvich hiciese “lo que tenía que hacer”: una sinfonía de la victoria soviética sobre las fuerzas del Eje, con pompa, con triunfo, con júbilo y épica. Pero también todo estaba dispuesto para lo contrario: para criticar al régimen de Stalin o para reflexionar sobre la hipocresía y frivolidad de unos burócratas que buscan festejar con música el haber llevado a la muerte a millones de jóvenes. Todo estaba dispuesto para que Shostakóvich marcará un hito en la historia de la música occidental. Y a pesar de ello, la novena de Shostakóvich es prácticamente todo lo contrario a lo que cualquier persona pasada, presente o futura cabría esperar: una obra sencilla, divertida y mayormente burlona. Para comprender el por qué, debemos ir a los comienzos de la Unión Soviética.

Durante los primeros años de la Unión Soviética, en el mandato de Lenin, hubo un intenso debate sobre cómo debía ser la música de la revolución proletaria. Por un lado estaban los “contemporáneos”, con la Asociación para la Música Contemporánea como máxima representante. En esta asociación había personajes tan conocidos como los reconocidos Sergei Prokofiev e Ígor Stravinsky, y las entonces jóvenes promesas: Vissarion Shebalin, Gavriil Popov o, nuestro protagonista, Dmitri Shostakovich. Su pensamiento se fundamentaba en que romper las reglas del lenguaje musical  —tonalidad, ritmo, armonía, etcétera— era la verdadera revolución musical proletaria. A este “bando” de “contemporáneos” tenemos que incluir La Sociedad Leonardo da Vinci de San Petersburgo, donde León Theremin creó su famoso instrumento electromagnético o desde donde el excéntrico Arseni Avraamov proponía quemar todos los pianos para crear un nuevo sistema microtonal. 

En el otro extremo se encontraba la Asociación de Músicos Proletarios de Rusia. Esta asociación estaba formada por críticos, políticos, musicólogos y algunos músicos profesionales. Para ellos la música debía ser sencilla, cantable y principalmente vocal. El contenido debía ser político o histórico y representar de forma fiel y positiva el modo de vida de los obreros y campesinos. Es decir, defendía lo que posteriormente se conoció como “realismo socialista”: una tendencia instaurada por el régimen de Stalin y su ideólogo cultural Andréi Zhdánov, que tomaba como referencia la obra de Maxim Gorki. Se basaba en un lenguaje neoclásico, sencillo, con temas de las clases proletarias y una romantización de sus modos de vida.

Cuando Iosif Stalin llegó al poder, todas las asociaciones de músicos se desmantelaron y se montó la Unión de Compositores Soviéticos (CCCP), la cual era, en esencia, el nuevo nombre de la Asociación de Músicos Proletarios de Rusia. Algunos compositores, que iban a ser perseguidos por formalistas y “desviados”, escaparon. Otros se adaptaron. Y otros sobrevivieron. Dmitri Shostakóvich fue uno de los supervivientes. 

Nacido en 1906 en San Petersburgo en una familia más o menos acomodada, desde pequeño tuvo un gran talento para la música. Con diecinueve años compuso su primera gran obra, la Sinfonía nº 1 en fa menor (op. 10), compuesta como trabajo de fin de curso del conservatorio y que le posicionó como joven promesa de la música soviética. Durante su juventud disfrutó de la riqueza creativa de la época de Lenin y de las influencias de la Asociación para la Música Contemporánea. De esta época data su ópera surrealista La Nariz (1927), basada en el cuento grotesco de Nikolai Gogol, o su suite futurista El Perno (1931).

Aunque la lucha contra el arte “degenerado” se endureció, especialmente en 1934, todo permaneció en relativa calma para Shostakóvich hasta 1936, cuando Iósif Stalin y Andréi Zhdánov fueron a ver su ópera Lady Macbeth de Mtsensk (op. 29). Dos días después, en la revista Pravda, un artículo sin firmar pero escrito por Stalin se titulaba “Caos en lugar de música”. En él se acusaba a Shostakóvich de formalista, de músico “de izquierdas” y de alejarse del buen arte soviético. En ese momento comenzó una etapa dura para Shostakovich: su música dejó de escucharse y sus amigos le dieron la espalda. Durante el Gran Terror, Shostakovich comenzó a ser investigado como conspirador. Solo la suerte le salvó de acabar en Siberia o directamente muerto. 

Aquello cambió la forma de escribir de Shostakóvich. Su cuarta sinfonía —formalista— fue guardada en un cajón y la quinta —neoclásica— se subtituló “Contestación de un artista soviético a unas críticas justas”. Shostakóvich aceptó que, si quería seguir escribiendo y viviendo de la música, tenía que seguir las directrices del “realismo socialista”. Es en ese contexto en el que se emplaza su novena sinfonía.

Shostakóvich definía su sinfonía así: “Es una pieza alegre. A los músicos les encantará tocarla, y los críticos se deleitarán con ella [haciéndola pedazos]”. La novena es una obra neoclásica, con una influencia muy notable de Mozart y Haydn —especialmente en el primer movimiento— y de Gustav Mahler —en el resto—. Es corta, burlona y totalmente alejada de la gran sinfonía que el momento pedía. De ahí su rareza y por eso su incomodidad: tras el drama humano de la guerra podría considerarse frívola y perversa. Sin embargo, el cuarto movimiento, uno de los pocos momentos serios de la partitura, se puede interpretar como una maravillosa y trágica conversación entre el hombre y las máquinas —algo que casa con lo ocurrido en la Segunda Guerra Mundial—.

Al año siguiente del estreno se endurecieron los cánones estéticos de la Unión Soviética y Shostakovich fue considerado “enemigo del pueblo”. Su música no volvería a ser la misma hasta los años 50, cuando Stalin murió.

El Jardín controlado de Arvo Pärt

En otro lugar de la Unión Soviética, a principios de los años sesenta, un joven compositor estonio ganaba el primer premio del Concurso de Jóvenes Compositores de la Unión Soviética con una obra titulada Nuestro Jardín —Our Garden, en inglés.

Arvo Pärt nació en 1935, cinco años antes de que Estonia fuese invadida por la URSS, y comenzó su instrucción musical con siete años. Durante toda su juventud, prácticamente todos los estímulos que le llegaban venían de la Unión Soviética, por lo que sus primeras influencias y composiciones fueron realistas y neoclásicas. 

Aunque el Pärt más conocido es el minimalista sacro de obras como Für Alina, Spiegel im Spiegel o Da Pacem, y el de la famosa técnica compositiva llamada tintinnabuli —tintineante, Our Garden es una obra rara y excepcional que nos muestra a un Pärt realista y neoclásico.

La cantata infantil está inspirada en el cuento homónimo (Meie aed, en estonio) del escritor Eno Raud y en ella se cuentan las vivencias de los niños en los huertos educativos de la URSS. Como nos cuenta la cosecha, la obra tiene una forma cíclica: comienza y acaba con el mismo tema musical. La letra es alegre, pero en ella se puede encontrar un notable contenido ideológico, especialmente por la mistificación soviética del trabajo. La primera estrofa dice: “tanto si quieres tener ricas zanahorias o jugosas moras, arrima el hombro. […] hay mucho trabajo que hacer”. La última: “nuestro jardín es alegre como la patria cuando trabajamos”.

Compuesta para voces infantiles y orquesta sinfónica, su sonoridad general nos recuerda a la música de Tchaikovsky. Sin embargo, en ese neoclasicismo ya se pueden encontrar detalles que nos muestran que Pärt es un compositor contemporáneo con una profunda capacidad para la experimentación y el progreso, sobre todo en la orquestación. Esa experimentación atrajo algunas críticas para esta obra, aunque es cierto que lejos quedaban los tiempos de la represión cultural soviética. Otro elemento musical destacado son los madrigalismos: arreglos que tratan de representar con música lo que dice el texto. 

Our Garden nos muestra que, antes de que el gobierno soviético le “regañara” por escribir música decadente o religiosa y antes de ser uno de los máximos exponentes de la Nueva Simplicidad, Arvo Pärt era un compositor y un orquestador magnífico en el terreno neoclásico. Tanto que incluso sus elementos modernistas o “decadentes” fueron perdonados y premiados por el régimen soviético. Our Garden es una obra rara en el catálogo de Arvo Pärt, pero, al mismo tiempo, de sus mejores partituras.