Haydn y las guerras napoleónicas

En ese momento, Haydn está en la cumbre, da la impresión de que no puede llegar más alto, tener más consideración, fama y honores; aunque nadie duda de que pueda seguir componiendo obras espléndidas, como esas últimas misas, como las recientes sinfonías londinenses. Al mismo tiempo Haydn es, o parece ser, un músico libre. Hace tiempo que no depende de los Esterházy, aunque siempre planean por allí en sus homenajes, en sus celebraciones, como dándole más legitimidad al que fue siervo. La prueba es que las misas finales de Haydn se estrenan en Eisenstadt, predio de los Esterházy, no en Viena, donde sí es ya un hombre libre, o lo parece. Al fin y al cabo, son encargo de la familia. Ahora veremos. Ah, el Antiguo Régimen no ha recibido todavía su primera gran estocada cuando Haydn muere en mayo de 1809. Está en juego en las llamadas guerras napoleónicas, pero es inconcebible que pueda surgir nada distinto a la sociedad estamental.

Mientras, la indiscutible posición de Haydn molesta y hasta ulcera (qué palabra, pero es así) a algunos jóvenes compositores. A Beethoven, por ejemplo, el que será grandísimo, más grande que ninguno, pero que entonces aún no ha cumplido los treinta, edad ya respetable para la época. Y es que en Viena hay al menos dos referencias abrumadoras en ese momento. Una es Mozart, desde luego. Abrumador, sí, pero al menos está muerto. En cambio, Haydn se resiste, vive todavía. Y compone obras como la Misa in tempore belli (la que escuchábamos en esta misma serie de conciertos durante la temporada pasada) y la de hoy, la llamada Misa Nelson.

En efecto, hace algo más de un año, al comienzo de la temporada 2018-2019 de la ORCAM, oíamos y veíamos aquí mismos la Misa in tempore belli. La que oímos a continuación es su hermana gemela, tanto en intención como en envergadura y en alcance. Permítanme repetirme, siquiera en parte. Las misas de la última época de Haydn son posteriores a doce sinfonías “de Londres”, obras que, junto con las últimas de Mozart, preparan el terreno para el insólito itinerario de las nueve de Beethoven, y a las últimas tentativas de Schubert, obras que lamentablemente no se conocerán hasta mucho más tarde; y que por ello no tendrán la influencia debida.

Una Misa como la Misa Nelson y la anterior, provienen de la práctica y el pensamiento sinfónicos de Haydn; son discursos sinfónico-vocales, sinfónico coral en varios movimientos. Los cinco movimientos de la liturgia (Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus, Agnus) son los fundamentales, pero hay una subdivisión interna amplia, dilatada, en algunos de ellos.

En la Misa Nelson, el Kyrie es una secuencia breve de apenas cuatro minutos, un susurro en el que “ten piedad” alcanza un especial sentido para Eisensdadt o Viena en plena guerra; el Gloria alcanza ya más de los diez y contiene tres secciones diferenciadas, Gloria, Qui tollis y Quoniam, aunque es muy cierto que la transición a Quoniam no admite cesura, es continuación motivada; natural, podríamos decir. Curiosamente, el Credo tiene una duración algo menor que el Gloria, pero también se subdivide internamente en tres episodios musicales distintos: Credo, Et incarnatus, Et resurrexit. El Sanctus, con su casi siempre diferenciado Benedictus, es de una duración aún menor, pero semejante. El Agnus Dei es la secuencia más amplia, dos episodios diferenciados con una lógica indiscutible: el inicio del Agnus, que es un ruego encendido; el Dona nobis pacem, que es el objetivo de la Misa: la paz, la paz.

La Misa está titulada “De Lord Nelson” por la victoria de éste sobre la marina francesa cuando Napoleón iba a asaltar Europa desde Egipto. Y porque se supone que estuvo en su estreno en Eisenstadt. Nelson, la gran esperanza de la Europa del Antiguo Régimen proviene del único régimen liberal de Europa. Pero la misa estaba compuesta ya cuando llegaron a Viena las noticias de esta esperanzadora victoria. Viena no se libraría a medio plazo de la presencia invasora francesa. Recordemos que el primer estreno de Fidelio, de Beethoven, tuvo azarosamente estreno unos días después de entrar las tropas de Napoleón en la capital del Imperio, en noviembre de 1805. Es bien sabido que el verdadero título de esta Misa es Missa in angustiis, lo que va mucho más allá del título de la Missa in tempore belli de la temporada pasada. Aquélla era cuando el mundo estaba en guerra; ésta ve que el mundo se desmorona.

La monumentalidad es importante, y se justifica por la espectacularidad del culto católico frente a la sobriedad luterana, que parece avergonzarse del ser humano, mientras que el catolicismo lo celebra con su característica teatralidad, y no la niega, sino que la despliega y exalta. Así, esta ópera tiene mucho de operística, de teatral. Puro teatro, acaso, lo cual no quiere decir falsedad (dejemos eso para lo coloquial o las canciones populares). Teatral es aquello que representa un conflicto desarrollado por seres humanos, sabiendo todos que no es realidad, sino representación: se airean, se conjuran los fantasmas; sin desconocer, pues, que, como en esta Misa, es trasunto de una dolorosa o incluso trágica situación inmediata. En ese drama es protagonista el canto, que se apoya en un limitado efectivo orquestal, y que es más que acompañamiento. El canto lo despliegan cuatro solistas que no siempre están solos en su meditación o su exaltación; un canto que a menudo es belcanto, y así se llamará con el tiempo y que tiene concreta aunque dilatada fecha histórica. Y los acompaña una masa coral, que es protagonista y que permite en varios momentos los cantos de los solistas. Estamos en el verano de 1798, y lo peor de las guerras napoleónicas estaba por venir, desde Austerlitz y Wagram hasta Waterloo. En 1795 los Esterházy encargaron a Haydn que compusiera una misa cada año por la onomástica de la Princesa Maria Hermenegilda. En aquel momento ya se había producido la ejecución de reina de Francia, Maria Antonieta de Austria, y la guerra estaba más que justificada (a los ojos de ambas partes). La tercera de esas Misas se estrena, pues, en el momento culminante de la soliviantada historia de aquel tránsito del siglo.

Anton Bruckner, 1883

Leemos a Jean Gallois en su libro sobre Bruckner:

“Todavía no ha terminado el Cuarteto en sol menor cuando en diciembre Kitzler descubre a su amigo la partitura de Tannhäuser, que iba a montar en el teatro de Linz el 13 de febrero de 1863. Este descubrimiento será para Bruckner como un segundo nacimiento, e iba a convertirlo en otro hombre y también en otro músico. Se abre paso en su espíritu, de manera arrolladora, una liberación que nace mediante la enarmonía y el cromatismo wagnerianos, maneras de expresión que él ya había investigado confusamente, pero a las que Sechter había combatido con vigor” [Jean Gallois: Bruckner]. [Sechter: maestro y, como todos los maestros, benéfico y limitador.]

Ahora bien, podríamos pasar a otros teóricos y estudiosos de Bruckner, para los cuales resulta delicado o enfadoso tratar el wagnerismo de Bruckner en las sinfonías. Hay matizaciones que son como desmentidos:

“El aspecto más irritante del estilo de Bruckner es el de su relación con Wagner […] que va más allá de la influencia puramente musical para plantear problemas que afectan a la personalidad y la estética de Bruckner. Es bastante obvio que la escritura de sinfonías contradice la imagen de la historia de la música que Wagner sostuvo durante gran parte de su carrera; desde la perspectiva de Bayreuth, aquello sería una herejía…  […] El analista se queda con la teoría principal de que la deuda de Bruckner con Wagner se hallaba esencialmente en la armonía. (John Williamson: The Brucknerian symphony: an overview, en The Cambridge Companion to Bruckner, edición del mismo Williamson).

Por no poner el acento en lo arcaico de la vieja música de iglesia, desde el Medievo y el mismísimo Gregoriano, en la estética de Bruckner. Que, vista su vida y sus milagros orquestales y corales, no hay más remedio que considerar ética confesional.

Y ahora saltemos al año de la sinfonía que vamos a oír hoy.

Una advertencia previa, que en realidad es una buena noticia, si la desconocían: la Sexta Sinfonía no presenta los problemas de edición de otras. Solo hay una versión de esta sinfonía, al margen de los errores de la edición de Böblinger (1899), de manera que tanto Haas como Nowak presentan apenas diferencias a tener en cuenta.

El año 1883 es de gran importancia para Bruckner. Por una parte, se estrenan en febrero dos movimientos de esta sinfonía, la Sexta, en la mayor, terminada un año y medio antes. Sí, solo dos movimientos, el Adagio y el Scherzo [Sehr fierlich, Mich schnell). Los cuatro son tal vez demasiado para la sensibilidad vienesa del momento, para el desdén por lo no conocido (ya lo conocerán generaciones posteriores, que a su vez desconocerán a sus contemporáneos). Pero es un éxito, lo cual es raro en la vida artística de nuestro compositor, al menos hasta ese momento. Los años finales de su vida (le quedan trece años en este mundo) serán progresivamente más gratos en cuanto al favor del público, pero la salud envenenará esa satisfacción. Pero ese año es también el de la muerte de Wagner. Conocemos la importancia de Wagner para Bruckner. El humilde Bruckner y el desafiante Wagner. Wagner, el ejemplo artístico por excelencia para Anton, porque la obra del autor de Tristán e Isolda le demostró que se podían transgredir determinadas reglas que parecían inamovibles, y que eso conducía a la expresión mayor de lo humano, lo divino y lo sagrado, el Eros y la muerte que configuran el mundo dramático del sajón y el trasfondo febril a menudo, concreto nunca, del austriaco.

Esto, que hoy día lleva a menudo al lugar común, no era algo tan conocido y sabido para el nivel de conciencia de aquellas décadas; pongamos esa década, ese año 1883, muerte de Wagner. Serán generaciones posteriores las que desistan de lo excesivamente humano de las obras del Romanticismo tardío; no solo Wagner o Bruckner, sino también el supuesto gran clásico y rival o acaso enemigo de Bruckner, el hosco, también soltero sempiterno, Johannes Brahms, vecino de Viena, alemán llegado a la capital de Imperio el mismo año que Bruckner, 1868. También su música es “humana, demasiado humana”, y también habrá que reaccionar contra ella, porque, parafraseando a Verlaine, si no tenemos cuidado, ¿hasta dónde podemos llegar? Pero eso queda lejos aún. Los vecinos rivales parecen opuestos, cuando hoy los vemos como dos caras de la misma moneda, dos hijos de una familia más amplia que solo dos: la intensidad humana de lo musical. En concreto, en el caso de Bruckner, de lo sinfónico, cuando lo sinfónico no era el caballo ganador, cuando el mundo sinfónico tenía que ganarse su puesto, porque no había orquestas sinfónicas ni locales expresamente dedicados a ello. Para ese año 1883, las cosas habían cambiado bastante, pero el camino había sido largo y duro; y lo que es peor, incierto, nadie sabía el punto de llegada. Aún era duro en muchos sentidos. Especialmente si el sinfonista era sobre todo valorado como virtuoso, como organista, acaso como maestro, más sabio que hábil, algo torpe; especialmente si tratabas de imponer esas sinfonías catedralicias, y la Sexta lo es, aunque dure menos que la siguiente, la muy conocida Séptima; y que algo menos que la anterior, la exitosa Quinta.

No entramos en otras diferencias. La osadía de Wagner, tan benéfica para la historia de la música y tal vez para la Historia, en general; frente a la humildad enfermiza de Anton. Los éxitos privados de Wagner, como homme à femmes, que le quitaba las esposas y las hijas a sus amigos y protectores; frente a la enemistad que la diosa chipriota mantuvo siempre contra el pobre paletillo de San Florián, niño del Danubio, nacido en un pueblito llamado Ansfelden, no lejos de Linz, un tipo al que, como se decía en nuestro país con desprecio clasista, “no se la caído el pelo de la dehesa”; frente al librepensador y el nacionalista progresivo mas también perseguido durante años, está el beatón que rinde culto al Emperador y al que nadie persiguió por política, aunque no se libró Anton de ser presa en cacerías artísticas, como suele ocurrir en este sector y otros semejantes. Wagner defendió su obra y la impuso, y eso es tarea de genio, porque el genio no solo crea formas, figuras, arte; contiene también la energía para imponer lo que otros desconocen; algo que Anton no supo hacer, y que con ayuda de otros logró solo cuando ya tenía muchos años en la espalda. En fin, es mejor silenciar otra diferencia fundamental: Anton era una buena persona, un alma de Dios. Pero si en algo se parecían fue en la grandeza de las obras de ambos. En fin, 1883 es también el de la culminación artística de Bruckner con el estreno del Te Deum. Es sorprendente que tanta grandeza provenga de alguien al que se ve tan humilde, obsequioso incluso, tembloroso ante cualquiera al que considere que le debe respeto o reverencia. Ay, Anton, cómo es posible que alguien tan provinciano, que provoca el desdén, no siempre hostil, pero siempre condescendiente; cómo es posible que alguien componga esas Sinfonías, esa Misa nº 3 y ese maravilloso Te Deum. Tal vez porque la grandeza se lleva dentro y nada tiene que ver con la humildad y la propia humillación. Señor, yo no soy digno, y resulta que Anton, el que nunca conoció el amor ni la soberbia, es el más digno de todos. Cuántos, como él, no quedaron por el camino.

¿Qué quiere esto decir? ¿Acaso es Bruckner un epígono de Wagner? ¿O tal vez pretendemos que Bruckner traduce en sinfónico lo que Wagner despliega en lírico dramático? Wagner sirvió para que a muchos compositores y a un amplio público se les cayeran las vendas de los ojos (de los oídos, del cerebro, del cerebro que oye). Eso valió incluso para aquellos que fueron después más lejos que Wagner, o incluso los que se negaron a seguir a Wagner. Lamentablemente, también sirvió a los que, fuera de la música y el arte, se sirvieron de éstos para levantar un nacionalismo estrecho. Precisamente cuando la naciente Alemania necesitaba un nacionalismo amplio, no una exaltación de resentidos nibelungos. Curiosamente, la poética enemiga de los Alberich y los Mimes daría lugar al Kaiser Guillermo, al plan Schlieffen y, más tarde, al nazismo. Injusticia poética. Algo se había olido Nietzsche (del que también se apoderarán los míseros nibelungos). No así Wagner, que fue pretendiente en la corte de tiempos de Bismarck y solo encontró milagroso refugio en la Baviera del rey loco. Bruckner, por su parte, fue ajeno a política, a la historia para uso oportunistas y a los grupos de derecha, de izquierda, liberales o nacionalistas. Los liberales fueron contemporáneos de sus triunfos, quién sabe si algunos tuvieron algo que ver con algo. Los nacionalistas primero lo execraban: eso no era racial. Más tarde, se apoderaron de Wagner y, más tarde aún, se apropiaron de Bruckner. Pero eso son historias que no han de afectar a la belleza de una sinfonía como ésta, la Sexta, que contiene la grandeza de un hombre humilde, de un católico ferviente, de un hombre que sabe distinguir por instinto y arte entre luz y tiniebla, y darle a cada una lo suyo. Atención: no todos los seres humildes consiguen componer sinfonías de tamaña grandeza.

Lo cierto es que, por objetivo, por envergadura, por ambición, por amplitud de medios y de logros, las sinfonías de Bruckner suponen un paso más allá de la herencia beethoveniana. Pensemos que Mendelssohn, Schumann, Brahms y hasta Dvořák, Chaikovski y otros compositores rusos, se mantienen dentro del modelo beethoveniano, con excepción de la Novena, claro está. El legado sinfónico final de Schubert que parecía ir también “más allá”, era poco conocido (la Inconclusa no se oyó hasta 1865, en Viena); por mucho que en determinado momento se considerase a Bruckner el nuevo Schubert. La Novena, la Grande, la estrenó Mendelssohn años después de la muerte de Schubert. No era una partitura habitual, y ya hemos visto que no hubo ciclos de conciertos con periodicidad hasta muy tarde.

Decir que los dos primeros movimientos están escritos en forma sonata es muy pobre. El puro análisis no permite la emoción del contraste entre los dos temas principales y el tercero (¿en concordia o discordia?) del impresionante Maestoso. Que concluye sin la resolución habitual, una coda que lleva a lo que aún hoy sigue pareciendo una repentina suspensión: se nos escamotea con habilidad la apoteosis final. Sin embargo, sí es importante señalar (casi como si fuera una idea fija a lo Berlioz, incluso la forma cíclica a lo César Franck) ese ritmo insistente que concluye en tresillo, porque ahí hay una obstinación que imprime carácter a todo el
movimiento, que es una narración y conflicto.

Decir que el Adagio es forma sonata, cuando los Adagios como segundo movimiento (a veces, tercero) nunca siguen esa pauta, que se deja para el Allegro inicial, es también dar poca información. Lo grande de este movimiento es el lirismo no sé si desatado o simplemente apasionado y retenido de un cantábile lleno de turbación recogida en sí misma. Se ha identificado como canto de amor. Podemos tomarlo así, con toda legitimidad. El amor que le fue negado siempre a Bruckner, si es que se trata de amor por una mujer o por la mujer, el Eterno Femenino citado al final de segundo Fausto. Pero ahí queda el cantábile, con el contraste, desmentido o complemento de dos temas que se entreveran.

El Scherzo, que tendría que ser un movimiento de relajación, una sonrisa siquiera tenue, es en realidad un movimiento inquietante. Es agitado, y eso sin duda le viene bien a un scherzo, pero es en sí mismo un poema sinfónico que podría emparentarse con el Monte pelado de Musorgski, por lo misterioso aunado no al susurro, sino a lo frenético. En medio, el trío parece estar ahí no para desmentir o matizar el scherzo, sino porque le corresponde esa posición, ese episodio lento, para que estemos de veras ante un scherzo.

Nos hemos referido a la luz y la tiniebla como significantes del sinfonismo de Bruckner; lo que no afecta solo al sinfonismo, sino también a su música sacra. Así, antes de tratar el Finale, para cerrar estas líneas, recordemos unas palabras del musicólogo Derek B. Scott en su estudio sobre la “dialéctica de tiniebla y luz” como reinterpretación de las mismas: “La descripción de Max Auer de los comienzos de la mayor parte de la sinfonías de Brucker como un despertar desde la inconsciencia y la oscuridad a la luz y la claridad también se puede aplicar a la mayor parte de sus codas” [Derek B. Scott, en la obra citada, The Cambridge Companion to Bruckner, edición de John Williamson]. De nuevo tenemos tres temas, y ahora el Maestoso se anuncia “con movimiento, pero no demasiado rápido”. No hay tanto un viaje a la luz como una lucha acaso titánica; una brillantez, agresiva a menudo, que es trasunto de la introspección, que acostumbraba a hablar en susurro y que en Bruckner se expresa en la secuencia discontinua de apertura en crescendo hasta el forte, con especialísimo cometido de los metales, y su contrario, el sosiego, que da la impresión de estar ahí para reclamarse como objetivo inalcanzable o como breve paréntesis en la lucha. Una pregunta: ¿Qué significan esos recuerdos del Mild und leise de Isolda? La sinfonía concluye cuando (de nuevo) creemos que se nos va a desplegar toda una apoteosis. Es una sinfonía bella hasta lo imposible, podríamos decir. Y sin embargo es la malquerida de esa familia que va de la Cuarta a la Novena. Se ha dicho de todo: por ejemplo, que es desequilibrada. Caramba.

Santiago Martín Bermúdez