Naturaleza, creación y genialidad

Manuel Gómez del Sol
Profesor de Historia y Ciencias de la Música en la Universidad de Salamanca 

Es un programa de concierto extraordinario y no solo por la música eterna del Concierto para violín No. 5 K. 219 “Turco” de Mozart y la Sinfonía No. 7 Op. 92 de Beethoven, creaciones excelsas de genialidad compositiva, sino también por el acompañamiento de una mirada reflexiva de la naturaleza con el estreno en España de una obra contemporánea de la compositora Helena Winkelman: Conversaciones de árboles (2011).

Helena Winkelman: Conversaciones de árboles

La relación de la música con la naturaleza ha sido una fuente de inspiración constante para muchos compositores a lo largo de los siglos. Esta exploración del mundo natural a través del arte de los sonidos, lejos de ser una aproximación abstracta, puede rastrearse en la composición de repertorios musicales muy diversos y pone en valor el cultivo de esta sensibilidad artística dentro de la Historia de la Música. La obra de Helena Winkelman —compositora y violinista sueca— ha contribuido muy meritoriamente a esta larga tradición musical con su composición Conversaciones de árboles (Baumgespräch) escrita para dos violonchelos solistas y una orquesta de cámara de cuerda (2011). Este trabajo está inspirado en los árboles de los que se fabrican los instrumentos de cuerda y la autora sugiere una vía empática de comunicación con ellos a través de la música: adentrase a reflexionar acerca de cómo influye la experiencia de no poder moverse del lugar en la construcción de una estructura musical, si existe una representación sinestésica en el sonido para conocer cómo se percibe la existencia de un ser vivo que está dentro y fuera de la tierra o explorar cómo los adjetivos del lenguaje humano pretenden describir sensaciones de dominios sensoriales diferentes. 

Respecto a la aproximación musical, esta obra orquestal tiene una clara influencia de los compositores espectralistas del siglo XX —Gerard Grisey, Tristan Murail, Hughes Dufourt o George Benjamin— a través de sus sugerentes armonías y sonoridades, rítmicamente muy fluidas, como masas sonoras. Lo significativo es que su narrativa compositiva es desarrollada con un lenguaje neo-romántico expresivo en el uso de melodías de naturaleza casi improvisatoria, sobre todo para las cueras solistas (muy audibles en los dos violonchelos principales), y destaca igualmente por la incorporación puntual de influencias musicales asiáticas (de tradición india) con la utilización de algunas cadencias ragas. Por otro lado, destaca el elemento rítmico muy contrastante de su discurso musical, con tiempos muy marcados. Debe advertirse que esta composición sigue un plan formal ordenado basado en la ley natural de las cuatro estaciones (comienza en la primavera): creando un mundo sonoro sugerente lleno de actualidad. Es muy reseñable la programación de música contemporánea en salas de concierto con obras importantes del canon histórico de la música europea, en aras de no perder de vista las creaciones de nuestro tiempo.

Mozart: Concierto para violín No. 5 KV 219 “Turco”

La relación de Mozart con el violín comenzó precisamente en su infancia de la mano de su padre Leopold Mozart quien, además de ser un reputado violinista e iniciarle en el instrumento, tuvo el mérito de publicar un método de violín Violinschule (1756) que ha pasado a la Historia de la Música como una de las obras didácticas más famosas del siglo XVIII, al contar con cinco ediciones impresas en alemán, así como de múltiples copias manuscritas, y ser traducido en apenas cinco décadas al francés, inglés, holandés, e incluso al ruso. La anécdota es que Leopold Mozart hacia el final de su tratado dejaba entrever la intención de publicar un segundo libro (Nieves Pascual León: Leopold Mozart. Escuela de violín. 2021, p. 587), si bien la llegada del recién nacido Wolfgang Amadeus debió de ser un “golpe” fuerte de realidad, siendo difícil para Leopold conciliar sus responsabilidades profesionales con la dedicación plena hacia la enseñanza musical de su hija Nannerl y el pequeño Mozart. Lo significativo es que no hay duda de que la escuela italiana dieciochesca del violín fue la base de la formación recibida por Wolfgang Amadeus tanto desde la influencia pedagógica paterna como a través del encuentro personal con algunos los más célebres violinistas de aquella época —especialmente de la mano de Pietro Nardini (discípulo del Giuseppe Tartini)— como resultado de los viajes que hicieron (padre e hijo) a las ciudades de Verona, Mantua, Milán, Bolonia, Florencia, Roma, Nápoles y Bolonia en los primeros años de la década de 1770. 

Es precisamente en esta etapa de transición profesional entre sus últimos viajes europeos como niño prodigio —siendo ya un adolescente— y su posterior contratación de concertino y compositor al servicio del arzobispo de Salzburgo (1769-1781) donde es posible situar la estrecha cronología de la composición de sus únicos cinco Conciertos para violín escritos en la ciudad de Salzburgo entre la primavera y el invierno del año de 1775: No. 1 K. 207 (Sib Mayor), No. 2 K. 211 (Re Mayor), No. 3 “Straßburg” K. 216 (Sol Mayor), No. 4 K. 218 (Re Mayor) y No. 5 K. 219 “Turco” (La Mayor). Hay que señalar que estos cinco conciertos mozartianos presentan una misma plantilla orquestal (de 2 oboes, 2 trompas, cuerdas y violín solista), aunque lo que les diferencia realmente es el lenguaje de su estilo compositivo. Mientras los dos primeros están más próximos al acercamiento de la forma concierto desde las referencias musicales barrocas de autores italianos precedentes (como Tartini, Locatelli o Nardini), los tres últimos muestran la destreza del concierto galante de su época —llenos de lirismo, expresión y sonoridad— siguiendo la estela del lenguaje concertista del violonchelo de Luigi Bocherini o los conciertos parisinos de Giovanni Battista Viotti (Nos. 1-19) donde la exhibición virtuosística del solista frente al tratamiento de la orquesta está siempre planteada desde el equilibrio de las fuerzas musicales empleadas.

Aceptando, pues, las influencias musicales italiana y francesa sobre las que Mozart escribió el Concierto para violín No. 5 K. 219 “Turco” debe recordarse que esta obra presenta una arquitectura tripartita arquetípica en tres movimientos: rápido-lento-rápido. El primer movimiento Allegro aperto —escrito sobre una forma sonata oculta—arranca con una exposición orquestal tutti de los dos temas principales de la composición. El primero de carácter enérgico se presenta rápidamente tras el acorde inicial de la apertura del concierto y está extraído de su tonalidad mayor, arpegiando ascendentemente su triada en piano con corcheas y silencios, bajo un acompañamiento tremolo ininterrumpido de las cuerdas, y en el que la tensión de su fraseo melódico es dirigida con interés hacia un forte final ornamentado donde también aparecen los vientos. En la rápida transición hacia la presentación del segundo tema, destaca la introducción de una breve fanfarria tutti de carácter militar. Esta solemne llamada de aire marcial conecta muy rápidamente con la exposición del segundo tema de la sonata en el registro medio de las cuerdas: una melodía acompañada más cantábile (fácilmente reconocible por su línea melódica descendente con cierto tono “gracioso”) que parece evocar las huellas galantes de la literatura instrumental de Haydn. Es aquí donde Mozart sorprende muy inesperadamente en la primera intervención del solista a tempo de adagio, al romper la tradicional forma de la sonata. Es una sección autónoma per se donde una belcantista melodía del violín solista roza (bien rozado) la evocación de una aria operística. Después es lanzado el arquetipo formal de la sonata, ya de manera definitiva, con un tiempo de Allegro. El primer tema, ahora como material orquestal de acompañamiento, es la base armónica del lucimiento del solista que abre una tercera melodía. La repetición del segundo tema es si cabe aún más militar y está muy bellamente acompañada por toda la orquesta. Será el solista a lo largo de sus intervenciones sobre quien recaiga la responsabilidad de desarrollar el material de los temas expuestos y quién ofrezca al público una cadenza a placer (improvisada) hacia el final del movimiento. Mozart explora muy decididamente el virtuosísimo solístico con una mayor generosidad que en sus conciertos precedentes y además modula con mucha expresividad en el desarrollo. La orquesta cierra el movimiento con una coda brillante procedente del final de la exposición (previa al adagio). Es un movimiento magistral lleno de ingenio formal y brillante inspiración. 

El segundo tiempo de Adagio tiene una belleza melódica sublime (como todos los segundos movimientos de la literatura mozartiana). Iniciado por un plácido preludio orquestal lleno de expresión, cantabilidad admirable en los retardos, con dulces terceras ocasionales y silencios plenos de intencionalidad. Es un canto lírico ininterrumpido dentro de una canción estrófica variada con una orquesta colorista que acompaña con obediencia al solista, pero que también tiene la autoridad de sorprender con hermosos diálogos enfrentados, en aras de ofrecer un mejor entendimiento del fraseo melódico del solista dentro del conjunto orquestal y una mayor comprensión de la dramaturgia general del movimiento. Destacan admirablemente algunas intervenciones muy contemplativas de los vientos en valores largos llenos de emoción en la parte central de la composición, así como muchas y variadas flexiones modulantes de la armonía. Estas páginas podrían definirse poéticamente como una oda musical concebida para deleitar oídos, almas o conciencias, especialmente en aquellos que nunca dejan de mirar al cielo o al infinito firmamento de las estrellas en la contemplación de la creación y la noble aspiración de alcanzar virtudes morales e intelectuales: una meraviglie dell’arte

Este concierto termina con un Tempo di menuetto clásico en forma de rondó que documenta hoy en día un testimonio musical de la moda exótica alla turca de las élites sociales de la Viena de finales del siglo XVIII. Otros ejemplos mozartianos ilustrativos son: el emblemático allegretto de la Sonata para piano No. 11 K. 331 (La Mayor) y su ópera El rapto en el serrallo K. 348. Es precisamente por esta referencia cultural que este concierto de violín sea conocido con el sobrenombre de “Turco”. En él Mozart recoge el aroma musical del folclore otomano (como el modo menor) y lo culturaliza insertándolo con su música dentro del repertorio cortesano de su época con una danza francesa ternaria (de menuet A-B-A). En el primer bloque (A) comienza el rondó con el tema principal (con función de estribillo) presentado primero por el solista y luego por la orquesta, le sigue el primer episodio del solista, nuevamente el estribillo (siempre solista-tutti) para conectar con el segundo episodio y cerrar la primera parte del minueto con el estribillo. La parte central (B) está escrita más rápida sobre un ritmo binario de contradanza y actúa como un auténtico Trio contrastante. Es precisamente aquí donde un solista desarrolla un episodio alla turca —extraído de su ballet Le gelosie del Seraglio KV 135a— en el que violonchelos y contrabajos tienen la indicación de tocar coll’arco all rovescio (golpear las cuerdas con los arcos al revés). A su conclusión puede haber una cadenza libre del solista que enlace con la segunda parte del minueto (A) donde se dará término a la obra con la cuarta y quinta repetición del estribillo y un último episodio entre ambos. 

El Concierto para violín No. 5 de Mozart no es una composición que presente un lenguaje virtuosístico extremo ni para la exigencia técnica del solista ni para la orquesta, más bien la dificultad de sus páginas radica en saber interpretar el equilibrio del conjunto orquestal y las intervenciones del solista, así como la atenta dirección y lectura de una escritura de impresionante claridad, articulación, control rítmico e innumerables cambios repentinos de dinámicas fortepiano (al estilo de la orquesta Mannheim que siempre fascinó al joven Mozart de esta época). Hic est chorvs.

Beethoven: Sinfonía No. 7 Op. 92

De entrada no está de más comenzar recordando que la séptima sinfonía de Beethoven fue sin duda una de las obras más exitosas en la vida del compositor. De hecho, las numerosas transcripciones para piano y arreglos de Harmonie (Harmonía) que fueron publicados en la Viena de aquella época son un testimonio histórico de su notable popularidad ya que, además del repertorio doméstico para piano, la literatura destinada a estas agrupaciones de viento formadas por octetos o nonetos —con un violonchelo para reforzar los bajos— venían dominando la actividad musical palaciega de la aristocracia vienesa con la interpretación de arreglos de las óperas y sinfonías más famosas del momento desde la década de 1780. 

La fecha de la composición de la partitura beethoveniana está datada en el verano del año de 1812 con una dedicación al conde imperial Moritz von Fries, uno de los más firmes patronos del compositor, noble austriaco, banquero y mecenas de las artes. No obstante, el estreno de la sinfonía tuvo lugar un año y medio más tarde dentro del gran salón de la Universidad de Viena el día 8 de diciembre de 1813 con un enorme éxito de público y crítica, pero también económico para Beethoven y el promotor del concierto —el ingeniero e inventor austriaco Johann Nepomuk Mälzel— pues la intrahistoria de la velada musical tuvo como reclamo comercial un fin benéfico a favor de los soldados austro-bávaros heridos en la Batalla de Hanau (del 30 de octubre del mismo año) por las tropas napoleónicas ya en retirada desde Alemania hacia París. Es sabido que Beethoven dirigió personalmente el programa completo del concierto, con serias dificultades debido a su severa sordera, y que además de la séptima sinfonía también fueron interpretadas su obra sinfónica precedente conocida como La Victoria de Wellington Op. 91, así como un par de marchas de Dussek y Pleyel ejecutadas en un nuevo cacharro musical (el “Trompetero Mecánico”) construido por su colega inventor Mälzel, quien además tiene el mérito de haber sido el responsable del diseño de un audífono para Beethoven. 

Entre los músicos que ocuparon los atriles de la orquesta cabe destacar muchos de los más grandes compositores de aquel momento, excepto Haydn que había muerto (en 1809): Meyerber, Spohr, Mayseder, Dragonetti, Schuppanzigh, Romberg, Hummel, un joven Moscheles de 19 años e incluso el anciano Kappelmeister Antonio Salieri. Pero lo que resulta más llamativo es que tan extraordinario fue el éxito obtenido en este concierto que se repitió íntegramente cuatro días más tarde, agotándose también todas las entradas. Y, por supuesto, la gratitud de Beethoven hacia sus “honorables colegas” músicos y aristócratas llegó con la publicación de una larga carta en el histórico diario Wiener Zeitung que sigue publicándose en nuestros días. En los siguientes meses de enero y febrero de 1814, Beethoven contribuyó a su reprogramación vienesa en un par de conciertos junto a su gemela: la Sinfonía No. 8 Fa Mayor Op. 93.

En la producción beethoveniana su séptima sinfonía es la única obra orquestal escrita en la tonalidad de La Mayor (conocida en el Romanticismo como el tono de la esperanza) y el maestro de Bonn acomete su presentación con una exhibición de fuerza y poder por medio de una música viva y enérgica de gran variedad rítmica y combinaciones instrumentales. Incluso el contraste del ritmo con respecto a sus sinfonías anteriores es realmente excepcional. En palabras de Wagner esta composición recibió la glorificación de ser una “apoteosis de la danza”. 

La introducción lenta Poco sostenuto de su primer movimiento está escrito al estilo monumental de su primera, segunda y cuarta sinfonía. Destaca especialmente la presentación de sujetos melódicos evocadores en los vientos, llenos de lirismo y placidez, al gusto de la tradición vienesa, apoyados por dinámicas contrastantes, ritmos alegres y danzables, con un tratamiento armónico expresivo de enorme tensión contenida y un uso extraordinario del acompañamiento de las cuerdas muy efectista por medio de escalas ascendentes de dos octavas. Tras un pasaje de transición reconocible por la repetición reiterada de la nota dominante (mi durante setenta veces), la introducción conecta con un tempo Vivace lleno de vigor, creatividad y belleza melódica en forma de sonata. 

El segundo movimiento Allegretto está escrito en forma ternaria, expuesto sobre su tonalidad en modo menor con un fuerte carácter melancólico, en el que se desarrolla un tema con variaciones de dos motivos contrapuestos. El primero presentado por las cuerdas de la orquesta sobre el ostinato (de negra, dos corcheas, negra y negra) que ha hecho tan célebre esta sinfonía. El segundo desplegado de una manera disimulada en las violas y cellos a modo de una agradable contramelodía de acompañamiento, la cual irá dinámicamente imponiéndose hasta eclosionar en un tutti fortísimo de toda la orquesta. Después de este punto climático de gran majestuosidad colectiva, la sección de viento madera (de clarinetes y oboes) son los responsables de iniciar esta sección central y llevar la luz de este movimiento hacia la tonalidad mayor con una apacible melodía de dulces síncopas en valores largos. No debe extrañar que en las primeras interpretaciones de este Allegretto —incluido su estreno— el público pidiera con insistencia su repetición completa. En su conclusión, tras tres fortísimos consecutivos en corcheas, la orquesta recupera el segundo tema para llevarlo hacia un periodo musical de quietud a través de un fugato estricto en pianísimo, casi inmóvil, poco fantasioso, y tras un final fuerte apoteósico del tema, la música desaparece débilmente hacia su extinción natural con pizzicatos en las cuerdas y pianos en los vientos. 

Muy abruptamente, Beethoven recupera la tensión rítmica de la sinfonía al inicio del tercer tiempo. Es un movimiento Presto (en realidad un Scherzo rápido y un Trio ligeramente más despacio) que sigue la forma ternaria alternada. Más allá de los arquetipos compositivos, la técnica de la repetición es la base utilizada en estas páginas. Primero con la presentación de un tema ligero, rápido, muy brioso y enérgico en el Scherzo. Segundo con la explotación manifiesta del contraste de su Trio a través una melodía más cantábile, lenta y expresiva, que pudiera haber sido parafraseada de una melodía austriaca tradicional de peregrinos. Su final parece que repetirá por tercera vez la sección del Trio, sin embargo, en una demostración de creatividad y control de la forma será transformado en una inesperada coda conclusiva.

Esta sinfonía termina con un extraordinario Allegro con brio en forma sonata sobre el que Beethoven recapitula la esencia rectora de los tres movimientos anteriores en la misma tonalidad original de La Mayor, aunque con prodigiosos cambios armónicos puntuales. En resumen, la música de estas páginas salvaguarda una crónica viva del carácter más individual del compositor. Muy posiblemente sea la más romántica de sus nueve sinfonías debido a la sistematización constante de cambios drásticos e inesperados durante su narración musical. También en la exhibición dinámica de los extremos de la agógica de la obra y en la riqueza de los planos rítmico y melódico que debieron de romper las expectativas tradicionales del público de aquella época; llevándole hacia una atmósfera creativa llena de sorpresas, nada convencional dentro del imaginario musical vienés de su tiempo y que hoy llega a nosotros siendo una obra maestra plena de majestuosidad, pompa, fortaleza y brillante fuerza rítmica.

Es un programa de concierto para emocionarse desde la primera nota hasta la última y no solo por la alta calidad de la música eterna de Mozart y Beethoven, creaciones excelsas de genialidad compositiva, sino también por el acompañamiento de una reflexión contemporánea sobre el medio ambiente a la que Helena Winkelman invita desde una catedra de concienciación social sobre el futuro de las personas, del planeta y de la naturaleza en el siglo XXI.