¿El país sin música?

En 1904, el influyente crítico alemán Oscar Adolf Hermann Schmitz acuñó un término para describir la situación musical en Gran Bretaña que causó un enorme revuelo en un país orgulloso de su tradición y considerado por entonces como una de las grandes potencias musicales europeas: “Das Land ohne Musik”, es decir, el país sin música. Con ello se refería Schmitz al sorprendente hecho de que, a pesar de la solidez de sus estructuras musicales y de que Londres era una de las principales capitales musicales europeas, el país no había producido un solo genio musical desde la muerte de Henry Purcell en 1695. Y, para mayor oprobio, se daba el caso de que la figura cimera de la música inglesa desde aquel momento había sido un alemán, Georg Friedrich Haendel, que había sentado las bases estructurales del sistema musical inglés, sobre todo con los oratorios en lengua vernácula que compuso en Londres durante la primera mitad del siglo XVIII. En las décadas finales de ese siglo, Londres ya era una potencia musical de primer orden. Sus orquestas, grupos corales, auditorios, firmas editoriales, escuelas y sociedades musicales habían convertido la capital británica en uno de los destinos más atractivos para el músico profesional. Inglaterra fue el primer país en aclamar a Haydn como un genio musical, y los dos viajes que realizó en la etapa final de su carrera, cuyo fruto más notable fueron las doce célebres “Sinfonías de Londres”, supusieron su emancipación definitiva de su condición de Kapellmeister al servicio de la nobleza Esterházy, regresando a Viena como un maestro  rofesionalmente autónomo y muy solicitado. Beethoven intentó seguir el ejemplo de su maestro, y hasta el final de su vida acarició la idea de trasladarse a Londres. Nunca lo haría (de hecho nunca abandonaría su odiada Viena) pero su relación con Inglaterra fue siempre intensa e impregnada de admiración, bien fuera con editores, constructores de pianos, cantantes, instrumentistas e incluso con sociedades musicales (la Novena sinfonía surgió de un encargo londinense). Durante el siglo XIX la “atracción británica” prosiguió, y compositores como Felix Mendelssohn, Hector Berlioz, Charles Gounod o Edvard Grieg mantuvieron vínculos intensos y recurrentes con las Islas Británicas. Pero lo cierto es que, tras la muerte de Haendel, y durante prácticamente todo el gran siglo romántico, Gran Bretaña sólo había producido compositores de menor enjundia, como John Field, Arthur Sullivan o William Sterndale Bennett.

Gran Bretaña empezó a dejar de ser “Das Land ohne Musik” con la irrupción de la figura de Edward Elgar (1857-1934), considerado el autentico padre del renacimiento musical británico, y el primer compositor isleño en ganarse una sólida reputación en el continente. Nacido en 1857, en plena época victoriana, Elgar supo crear un sólido estilo que combinaba el gusto británico por el género del oratorio con la gran tradición sinfónica centroeuropea. De formación autodidacta (pese a que su padre detentaba una tienda de música en Worcester), la maduración de Elgar como compositor fue lenta y tardía. No sería hasta la década de 1890 (es decir, cuando ya había cumplido los treinta años) que comenzaron a surgir los primeros frutos estimables de un talento que en pocos años experimentaría
un enorme impulso, hasta convertirse a finales de siglo, gracias al enorme éxito que obtuvieron en 1899 sus Variaciones Enigma, en el compositor británico por excelencia.

Compuesta en 1892, la Serenata para orquesta de cuerdas en Mi menor op. 20 pertenece a ese primer período creativo en el que Elgar luchaba por superar las influencias de los grandes modelos centroeuropeos -Schumann, Brahms, Wagner y Dvořák, sobre todo- y adquirir un lenguaje propio. El material de la Serenata está tomado de tres piezas compuestas cuatro años antes (Spring Song, Elegy y Finale), y su carácter responde a la perfección a la naturaleza elegíaca y pastoril que esos títulos sugieren. En 1883 Elgar había escuchado por primera vez el Idilio de Sigfrido de Richard Wagner, y en 1892, mientras revisaba sus piezas juveniles para elaborar la Serenata, preparaba junto a su mujer su primera visita a Bayreuth. No es de extrañar por tanto que la seductora y lírica textura de la serenata recuerde al delicioso poema sinfónico wagneriano, si bien sus modelos más directos se encuentran en sus dos ilustres predecesoras, las serenatas de Dvořák (1875) y Chaikovski (1880). En su delicado primer movimiento utiliza por primera vez el término piacevole, tomado posiblemente del último movimiento de la Sonata para violín de Beethoven en la mayor Op. 12, n.2 (Elgar, violinista de profesión, había interpretado ese año todas las sonatas para violín de Beethoven), mientras que el elegíaco Larghetto se erige en centro estructural de la obra y anuncia claramente los movimientos lentos de sus sinfonías. El Allegretto final apunta al primer tema de la obra, pero finalmente se desliza hacia el segundo tema para, después de un alegre crescendo, desvanecerse en una atmósfera de ensoñación. La pieza fue inmediatamente publicada por la editorial Breitkopf, y Elgar la tendría siempre en una gran estima, hasta el punto de elegirla para su última incursión en un estudio de grabación, en 1933.

Elgar murió en 1937, dos años antes de que el joven Benjamin Britten (1913-1976) empezase a escribir su ciclo de poemas sobre Rimbaud Les Illuminations. Hemos hablado de Elgar como el padre del renacimiento musical inglés; pero es sin duda la gigantesca figura de Britten la que acabó de devolver a Gran Bretaña el honor musical perdido. Su talento fue sin duda mucho más precoz que el de su ilustre antecesor, y cuando a los 25 años comenzó a componer en Suffolk el ciclo de canciones que nos ocupa, su nombre ya sonaba en todos los cenáculos musicales de Inglaterra, y más allá. Obras como la Sinfonietta, la Simple Symphony o las Variaciones sobre un tema de Frank Bridge habían recibido una general aclamación. Sin embargo, sería precisamente este ciclo lírico (el segundo de los cinco que
compuso) sobre textos en francés de uno de los mayores y más enigmáticos poetas del siglo XIX, la obra que coronaría el primer período creativo de la impresionante carrera del autor británico.

Britten terminó de componer este ciclo para soprano (o tenor) y orquesta de cuerda en octubre de 1939 en los Estados Unidos, país en el que había decidido instalarse junto a su compañero sentimental, el tenor Peter Pears, ante la tensa situación política europea. Poco después de completarlas, Britten escribió a la cantante Sophie Wyss, protagonista de su estreno en Inglaterra: “El carácter de la obra resulta difícil de describir, ya que todo lo que tiene que ver con Rimbaud es enigmático, pero en líneas generales la idea principal es la siguiente: Les Illuminations, tal como yo las veo, son las visiones del cielo que se le permitieron al poeta, y espero que al compositor”.

La maravillosa introducción, “Fanfare”, con su trino en los chelos y contrabajos y la imitación de fanfarrias de metales que profieren los violines y las violas, nos conduce al verso principal que impregna y marca todo el ciclo: ‘J’ai seul la clef de cette parade sauvage’ (sólo yo poseo la llave de este desfile salvaje), abriendo de par en par las puertas para la gran panoplia de vívidas escenas que el ciclo despliega: la caleidoscópica agitación del paisaje urbano de “Villes”, la brillantez de “Royauté” y “Marine”, la arrobada atmósfera de “Interlude” y la canción quizá más hermosa de todas, “Being Beauteous”. Por su parte, “Parade” es una imagen del inframundo, y según Britten se debe interpretar de forma “que suene espeluznante, maléfica, sucia (lo siento) y realmente desesperada”. Sin embargo, la canción regresa al final, y de modo inesperado, a un extático do mayor mientras el/la cantante vuelve a pronunciar el verso principal que abre el ciclo. Por último, “Depart” abandona el “desfile salvaje” con una nostálgica pesadumbre, mientras la música se desliza hasta el silencio.

Beethoven compuso las 7 Variaciones sobre God save the King poco después de haber retirado la dedicatoria a Napoleón de su Tercera Sinfonía, “Heroica”. Están basadas, cómo no, en el célebre himno patriótico inglés, y tal vez sean una señal del desplazamiento de sus intereses políticos hacia el parlamentarismo británico, por el que manifestaría una creciente admiración en los veinte últimos años de su vida. Buena prueba de ello es que el propio Beethoven volvería a utilizar la melodía en su obra La victoria de Wellington op.91, de 1813, que compuso precisamente para celebrar la derrota definitiva del autoproclamado emperador francés.

No está claro el motivo por el que Beethoven decidió escribir una serie de variaciones sobre esta conocida melodía patriótica inglesa –más allá de su apego por el género de la variación, que cultivó durante toda su vida, así como por el atractivo crematístico de este tipo de trabajos- pero en todo caso los resultados son muy
interesantes. Beethoven presenta el sombrío y majestuoso tema sin ornamentos, para luego ir despojándolo progresivamente de su nobleza (no de forma irrespetuosa, aunque poniendo de relieve sus aristas ocultas). La tercera y cuarta variación son muy atractivas desde el punto de vista rítmico, mientras que la quinta es ensoñadora y casi romántica, contrastando con la energía de la sexta. La última variación comienza en una atmósfera sombría que poco a poco va alzando el vuelo para concluir en una atmósfera colorida y brillante.

Ya hemos hecho mención de las doce sinfonías (nums. 93-104) compuestas por Haydn al final de su carrera para la capital británica, que de alguna manera culminaban el titánico corpus sinfónico del conocido como “padre de la sinfonía”. La Sinfonía n. 45 es muy anterior a su colección londinense, pero se inscribe en lo que Robbins Landon ha calificado como el período de plena maduración del compositor austriaco, entre los años 1771-74. Por entonces Haydn trabajaba como Kapellmaeister para la nobleza Esterházy, y debía suministrar semanalmente nuevas composiciones en diversos géneros para amenizar las veladas de esta melómana dinastía nobiliaria. A esta época pertenecen sus magníficos Seis Cuartetos op. 20, además de un puñado de sinfonías en las que Haydn desplegó una amplísima variedad de técnicas, atmósferas y recursos que acabaron de conducir al incipiente género a su punto de maduración estilística y expresiva que más tarde recogería Beethoven: entre esas técnicas cabe destacar la amplitud y el alcance de los primeros movimientos, la renovada riqueza del material temático, los
sorprendentes avances formales, el perfeccionamiento de los movimientos lentos o la extraordinaria complejidad del juego tonal. Todos esos rasgos pueden apreciarse en la extraordinaria Sinfonía n. 45, compuesta en 1772, año en el que “papá Haydn” cumplía cuarenta años. Se trata de uno de los escasos ejemplos en los que Haydn utiliza una tonalidad menor (mi menor en este caso) para una sinfonía, y en este sentido representa uno de los más acabados ejemplos de la corriente conocida como Sturm und Drang, que amplió considerablemente los límites expresivos en la música instrumental. Durante el período clasicista, la tonalidad menor
estaba reservada para transmitir sentimientos agitados y convulsos, y el primer movimiento de la sinfonía, con sus arpegios menores descendentes en los primeros violines contra notas sincopadas en los segundos violines y acordes sostenidos por el viento son un paradigma del Sturm und Drang musical.

Sin embargo, y más allá de las cualidades formales de la obra, la sinfonía ha ganado su celebridad por su subtítulo, “los adioses”, que describe el insólito y celebérrimo final de la pieza. La historia es la siguiente: por regla general, el Príncipe Nicolás Esterházy abandonaba su palacio veraniego de Esterháza, erigido en un remoto paraje de la campiña húngara, a principios del mes de octubre. Era el momento en que los músicos a su servicio podían reunirse de nuevo con sus mujeres e hijos, ya que, con excepción del Kapellmeister Haydn, no se les permitía que trajeran con ellos a sus familias. Pero el verano de 1772 se prolongó más de la cuenta, y a finales de octubre el príncipe y sus invitados permanecían en el palacio. Desesperados y ansiosos por volver a sus hogares, pidieron ayuda a su querido Kapellmeister. El resultado fue la sinfonía Los adioses, en la que el habitual presto final se rompe para dar paso a un largo adagio. En el curso de este último sub-movimiento, un músico tras otro apagaba el candelabro situado junto a su atril y abandonaba la sala portando su instrumento, quedando la obra, en sus últimos
compases, reducida a dos únicos violines, uno de ellos el propio Haydn. Sorprendido al principio, el príncipe Nicolás comprendió la jocosa indirecta, y al parecer dijo: “Está bien, si todos los músicos se van, quizá todos nosotros debemos irnos también”. Y al día siguiente toda la corte abandonó el palacio.

Juan Lucas