El lado oscuro

Eva Sandoval
Musicóloga e informadora de Radio Clásica (RTVE)

“Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz,  sino haciendo consciente su oscuridad, un procedimiento, no obstante, trabajoso y, por tanto, impopular”. Carl Jung (1875-1961)


El concepto psicológico de “sombra personal” se deriva de los hallazgos de Sigmund Freud y Carl Jung. Bajo nuestro Yo consciente se encuentran todo tipo de emociones y conductas consideradas negativas, como la agresividad, la mentira, la rabia, los celos, el resentimiento, la lujuria o el orgullo. Lo habitual es que no reconozcamos estos rasgos inquietantes y peligrosos y los ocultemos en lo más recóndito de nuestro psiquismo. Pero, aunque no los contemplemos directamente, esos aspectos desagradables aparecen de forma continua en nuestra vida cotidiana. Además, nuestra sombra personal contiene todo tipo de capacidades potenciales sin manifestar y una extraordinaria trascendencia moral.

Según la analista junguiana Liliane Frey-Rohn, “la sombra permanece conectada con las profundidades olvidadas del alma, con la vida y la vitalidad; ahí puede establecerse contacto con lo superior, lo creativo y lo universalmente humano”. Desde el punto de vista artístico, esta dualidad ha impregnado desde siempre nuestra cultura, hasta convertirse en un arquetipo narrativo. Baste recordar las Pinturas negras (1819-1823) de Francisco de Goya, El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886) de Robert Louis Stevenson o incluso la saga Star Wars (1977-2019) de George Lucas. Ese poder oculto del lado oscuro de la naturaleza humana sobrevuela las dos primeras obras del concierto de hoy, firmadas por Beatriz Arzamendi y Béla Bartók. Y también, por contraposición, se relaciona directamente con la tercera, escrita por Johannes Brahms.

Beatriz Arzamendi (n. 1961) inició los estudios musicales en su localidad natal, Arrasate/Mondragón (Guipúzcoa), para más tarde continuarlos en San Sebastián, Londres y Madrid. Se licenció, entre otras especialidades, en violín, composición y dirección, y tuvo como maestros a Pedro León, Román Alís, Antón García Abril o Enrique García Asensio. A nivel compositivo, completó su formación con Luis de Pablo, Joan Guinjoan, Armando Gentilucci o Ramón Barce, y también tuvo la oportunidad de recibir consejos en el plano de la dirección de Sergiu Celibidache, Helmuth Rilling o Sergiu Comisiona. 

Arzamendi ha desarrollado una ecléctica trayectoria profesional. Desde el punto de vista pedagógico, ha sido profesora de música en distintas disciplinas y, como directora, se ha interesado en la formación de jóvenes intérpretes. Es muy destacable su labor como gestora musical: en 2010 inicia su actividad en los Teatros del Canal de Madrid, centro en el que continúa desarrollando su labor en la actualidad como Coordinadora de Música y del Centro Coreográfico Canal. Además, ha reivindicado muy activamente el papel de las mujeres en el arte de los sonidos a través de su cargo como vicepresidenta de la Asociación Mujeres en la Música (2010-2014) o su participación en distintos encuentros, congresos o mesas redondas sobre la misma temática. Sus obras han sido interpretadas en numerosas salas de conciertos y en distintos festivales de Europa, América y Asia.

En su catálogo, concebido esencialmente en el s. XXI, encontramos un centenar de composiciones que incluyen obras orquestales, de cámara, páginas para instrumentos a solo, piezas vocales y electrónicas, bandas sonoras y arreglos de muy diversa naturaleza. Su lenguaje compositivo se asienta en las estrategias de la tradición occidental de la pasada centuria con el fin de explotar al máximo los recursos expresivos de los instrumentos. De hecho, los títulos de sus partituras nos dejan ver la cualidad programática o de inspiración extramusical de muchas de ellas, como es el caso de Sorginen soinua (El sonido de las brujas), obra encargo de la Fundación SGAE y de la Asociación Española de Orquestas Sinfónicas (AEOS) terminada en octubre de 2021. Se estrenó el 29 de septiembre de 2022 en el Auditorio Baluarte de Pamplona con la Orquesta Sinfónica de Navarra y su actual director titular Perry So, protagonistas también de la interpretación de hoy. En palabras de la propia autora:

“Siempre he sentido una enorme atracción por el mágico, sugerente y misterioso mundo de las brujas. La bruja es la encarnación de la amoralidad y de todo aquello que va en contra de los ideales de la sociedad; por ello se le hace responsable de todos los males que suceden en la vida cotidiana. Muchos de los mitos y supersticiones sobre ellas han sido recogidos por la cultura y tradición vasco-navarra escuchados por mí en el entorno familiar. La caída de la noche significaba un mundo nuevo en el imaginario popular, y las brujas surcaban los aires… Se reunían en akelarres para adorar al demonio que adoptaba la forma de macho cabrío –Akerbeltz-. Salían de las casas por ventanas y chimeneas y cuando se encontraban se saludaban con irrintzis. Los festejos concluían con el canto del gallo”.

La partitura de Sorginen soinua (El sonido de las brujas) está escrita para gran orquesta con una nutrida sección de viento metal y, sobre todo, de percusión con la prestancia de tres intérpretes. Arzamendi recrea el ambiente fantástico de una noche de aquelarre a través de un único movimiento dividido en siete secciones. En el primero, “I. Claro de luna sobre el prado”, lento y lejano, la cuerda en divisi nos presenta una atmósfera enrarecida y misteriosa mediante los trémolos con armónicos que se alternan con los, aún más perturbadores, glissandi de los trombones. El subtítulo de la “II. Danza nocturna entre nogales” es “Ez geala, bageala, amalaumilla emen geala” (“Que no somos, que sí somos, catorcemil aquí somos”), frase que proviene de un testimonio de 1917 recogido por José Miguel de Barandiarán, especialista en mitología vasca. Asistimos a una frenética danza que lideran los timbales y continúan las cuerdas. 

El emotivo “III. Lamento de brujas” se dibuja a partir de una lírica melodía en las cuerdas no exenta de armonías disonantes y dolientes. Más adelante, el corno inglés y el clarinete exponen una tonada procedente del cancionero vasco recogido por Aita Donostia en Zugarramurdi. Tras la melancolía llega la celebración con el “IV. Akelarre, orgía y fiesta de Akerbeltz”, en donde los materiales se superponen y se enfrentan en las distintas secciones de la orquesta. “V. Turrun-ttuttun, ttuttun… Sorginak dantzan (Baile de brujas)” representa la danza favorita de las hechiceras, por eso, también su material musical principal está extraído de una canción popular autóctona con la caja imitando al tamboril. 

En “VI. Irrintzi de las brujas” nos encontramos con una melodía lenta, quebrada y lúgubre presentada por el clarinete bajo, el trombón y el oboe en una sucesión punteada por tres irrintzis (grito ancestral agudo, estridente y largo) que se identifica con las llamadas de las brujas. Por último, “VII. Azken hegaldia (Último vuelo)” lleva por subtítulo “¡sasi guztien gainetik eta hodei guztien azpitik!” (“Por encima de todas las zarzas y por debajo de todas las nubes”). A partir de esta fórmula utilizada por las brujas vascas para volar, Arzamendi concluye la obra con un tutti que juega con los motivos de la sección anterior y que muere en el silencio.

Sorginen soinua (El sonido de las brujas) de Beatriz Arzamendi pretende ser un homenaje a aquellas malogradas mujeres víctimas de persecución por brujería en el valle del Baztán y comarcas limítrofes a comienzos del s. XVII. La localidad del Pirineo navarro de Zugarramurdi fue el foco del proceso realizado en 1610 por el tribunal de la Inquisición de Logroño que concluyó con once mujeres condenadas a la hoguera. Debido a la dureza de estas penas, se convirtió en el juicio más grave de la Inquisición española contra la brujería. El cineasta Álex de la Iglesia se hizo eco de este hecho histórico en su premiado film Las brujas de Zugarramurdi. Y también será el cine el que nos de las claves de la siguiente obra del programa, la Música para cuerdas, percusión y celesta (1936) de Béla Bartók (1881-1945). Su cualidad enigmática y mística sirvió para que Stanley Kubrick (uno de los directores más admirados por Álex de la Iglesia, por cierto) incluyera su “Adagio” en la película de terror El resplandor (1980). Una cinta en la que también se explota la doble condición, luminosa y oscura, del protagonista Jack Torrance, así como de sus inquietantes trastornos de personalidad. Algunos analistas, incluso, consideran el largometraje como una indagación en la psique humana desde la óptica de la inmortalidad del mal.

En este caso, el objetivo de Bartók al escribir su Música para cuerdas, percusión y celesta distaba mucho de pretender provocar turbación o desasosiego con su obra. El temperamento artístico del compositor húngaro se manifestó a través de sus cuatro grandes vocaciones. En primer lugar, la de pianista, que tuvo su reflejo en el terreno pedagógico a través de los seis volúmenes de su Mikrokosmos. En segundo lugar, la de investigador pionero en el estudio sistemático de la música rural de los Balcanes. En tercero, la de compositor, en la que siempre intentó encontrar el equilibrio entre lo local y lo universal, es decir, entre el canto campesino y la tradición culta occidental. Y, por último, otro de los rasgos del pensamiento musical de Bartók es la aplicación de las proporciones matemáticas en sus partituras. Este último aspecto domina la construcción de la Música para cuerdas, percusión y celesta.

Su lenguaje compositivo se generaba, como él mismo afirmó, “a partir de las fuerzas musicales que han brotado de la tierra”. El uso de escalas modales y cromáticas, la creación de diseños de gran flexibilidad melódica y rítmica o la presencia de tempi que fluctúan de forma libre son algunos de los elementos identificativos de ese original estilo propio que combina lo primigenio y telúrico con las técnicas más avanzadas. En el caso de la Música para cuerdas, percusión y celesta encontramos, además, una intención innovadora en la plantilla instrumental elegida y en su disposición. La celesta, el piano, el arpa, los timbales y el set de percusión (xilófono, caja, bombo, platillos y tam-tam) deben situarse el centro de dos grupos de instrumentos de cuerda frotada (violines, violas, violonchelos y contrabajos) que dialogan desde lados opuestos del escenario.

La obra, concluida el 7 de septiembre de 1936, fue encargada por el director de orquesta y mecenas Paul Sacher para celebrar el décimo aniversario de su Orquesta de Cámara de Basilea. Ellos fueron los responsables del estreno el 21 de enero de 1937 en la mencionada ciudad suiza. La partitura se estructura en cuatro movimientos con características muy concretas. El primero, “Andante tranquillo”, es una fuga lenta cargada de tensión cuyo sujeto exponen las violas en pianissimo y con sordina. Las otras cuerdas se unen progresivamente hasta alcanzar un clímax que termina disolviéndose con los arpegios finales de la celesta. La obsesión del autor por las simetrías y por el número áureo se plasma en la planificación de esta sección: Bartók construye un eje de simetría alrededor de la nota La, con la que empieza y termina el movimiento, y aplica la serie numérica de Fibonacci en el desarrollo de distintos aspectos.

El “Allegro” presenta una textura contrastante que potencia el parámetro rítmico, con fuertes síncopas y figuraciones rápidas. El piano y los timbales adquieren una importancia muy destacada en esta danza vertiginosa en la que podemos advertir influencias directas de las músicas populares que tanto estudió el autor. El siguiente “Adagio”, la sección más conocida de la obra, nos propone una suerte de nocturno casi místico que comienza con una característica nota repetida en el xilófono. De inmediato aparece el recurso más original e idiosincrásico de este fragmento, los glissandi de los timbales, que, junto con el protagonismo de la celesta y el arpa le confieren esa atmósfera onírica y misteriosa tan cinematográfica. Por último, el “Allegro molto” nos permite recrearnos en la grandeza, exuberancia y virtuosismo del que es capaz la maquinaria orquestal. Nos encontramos de nuevo con una danza imparable liderada por las cuerdas y punteada por momentos de intenso lirismo.

Por el contrario, en el caso de la Sinfonía nº 2 en Re Mayor, Op. 73 (1877) de Johannes Brahms (1833-1897), estamos ante una de sus obras más joviales y optimistas, aunque su autor diera a entender todo lo contrario. “Usted sólo necesita sentarse al piano, alternar sus pequeños pies en ambos pedales y mantener el acorde de fa menor durante un buen rato, combinando el registro grave con el agudo, ff y pp, y así se irá haciendo una idea, poco a poco, de la ‘nueva”. Con esta típica ironía brahmsiana presentaba el autor la segunda sinfonía a su amiga Elisabet von Herzogenberg en una carta de noviembre de 1877. Un mes después le volvió a escribir diciendo: “Aquí los músicos interpretan mi nueva obra con un crespón negro alrededor del brazo, a causa del sonido tan lúgubre; también será impresa con una orla fúnebre”. Y a su editor, Fritz Simrock, le advirtió: “es tan melancólica que no sé si podrás soportarlo”.

Nada más lejos de la realidad. La Sinfonía nº 2 de Brahms proyecta un carácter excepcionalmente amable, sobre todo si la comparamos con su primera página sinfónica, tensa y sombría, aún condicionada por el gigante Beethoven, que había sido estrenada el año anterior, 1876. Quizás por eso, al compositor le complacía bromear con sus amigos preparándolos exactamente para lo opuesto, con el fin de contemplar su reacción de sorpresa. 

La partitura fue el resultado de unas vacaciones veraniegas en una localidad idílica austríaca: el pueblo de Pörtschach, a orillas del Wörthersee, en los Alpes. La belleza del enclave influyó claramente en la concepción cálida y jovial de la pieza, por lo que ha sido comparada con la Sinfonía nº 6 en Fa Mayor “Pastoral” de Beethoven. Otra razón que contribuyó al buen humor de Brahms aquel 1877 fue la consecución de una independencia financiera completa, lo que le permitió concentrarse exclusivamente en la composición. El estreno el 30 de diciembre, con la Filarmónica de Viena dirigida por Hans Richter, cerró el año por todo lo alto. El tercer movimiento gustó tanto al público que la orquesta tuvo que repetirlo.

El “Allegro non troppo” comienza con una característica célula de cuatro notas en violonchelos y contrabajos a la que se superpone un bucólico tema de los vientos en compás ternario que parece recrear la sonoridad de las trompas alpinas. La transición hacia el segundo tema, que posee una indudable relación melódica con la famosa Canción de cuna, Op. 49 nº 4 escrita en 1868, introduce una cierta tristeza contenida que diluye la felicidad inicial. En el desarrollo, como es habitual en Brahms, asistimos a un elaborado trabajo de metamorfosis de los motivos ya presentados. 

En el movimiento lento, “Adagio non troppo”, se acentúa el carácter introvertido y oscuro tan propio del músico alemán. Pero, además, desde el punto de vista de la escritura, los materiales temáticos se transforman constantemente logrando un prodigio de “variación en desarrollo”, utilizando la terminología schoenbergiana. Es “más sobresaliente por el desarrollo de los temas que por los temas mismos”, bromeó el crítico vienés Eduard Hanslick. 

El “Allegretto grazioso (quasi andantino)”, un scherzo con dos tríos, restaura la luminosidad en la considerada como sección más pastoral de toda la obra, una atmósfera ya anunciada por los oboes en el primer tema. Concluye la sinfonía con el optimismo y bullicio del “Allegro con spirito”, en el que destaca una distintiva serie de cuartas que transita por distintos estados anímicos a lo largo del movimiento. La radiante coda final nos muestra el triunfo definitivo de Brahms sobre las sombras y los fantasmas beethovenianos que le habían perseguido hasta su primera sinfonía.