Coreografías concertantes

Marina Dávalos
Musicóloga y violonchelista

Serguéi Rajmáninov. Danzas sinfónicas op. 45

El 3 de enero de 1941 la Orquesta de Filadelfia bajo la dirección de Eugene Ormandy, destinatario de la composición, dio a conocer al público estadounidense las Danzas Sinfónicas op. 45. Originalmente Rajmáninov había proyectado que la obra recibiera el título de Danzas fantásticas, donde cada una de las tres piezas estaría encabezada por las diferentes etapas del día asimiladas a la esencia del ciclo de la vida: infancia, madurez y vejez; recapitulación premonitoria de su propia muerte que le sobrevendría dos años y dos meses después del estreno. Sin embargo, el compositor finalmente prescindió de toda mención programática inclinándose por la denominación de Danzas sinfónicas, una nomenclatura musical para los diferentes movimientos y la materialización de las danzas en colaboración con Mikhail Fokine que no llegó a producirse por la muerte del coreógrafo.

Una breve introducción rítmica presenta discretamente el motivo de apertura de tres notas de la primera danza, Non allegro. El primer tema, una transformación más elaborada del motivo introductorio, irrumpe sobre unos agresivos acordes orquestales variando de gama tímbrica hasta descansar en el desarrollo, un suave remanso donde, expectantes a la entrada de la deliciosa melodía del saxofón alto, dialogan a solo los instrumentos de viento madera. Este pasaje se repite cuando la sección de cuerda recupera el material temático del saxofón alto acompañada del piano y del arpa. El tono burlesco o grotesco del principio se restablece en la reexposición que se prolonga en una coda donde el compositor, sin concebir que la historiografía musical resucitaría la obra y convencido de que nadie volvería a escucharla (ya que él mismo escondió la partitura tras su nefasto estreno), reutiliza el tema con el que principia su Sinfonía n.º 1 en re menor, op. 13. El comienzo agresivo de su fallida obra se viste de consuelo en esta coda que concluye con una breve inmersión en el material temático de la introducción de la danza.

El segundo movimiento, Andante con moto (tempo di valse), no está escrito en la métrica ternaria habitual de esta danza, sino en un compás binario de subdivisión ternaria. Tampoco sigue rigurosamente los preceptos del carácter desenfadado del vals, acercándose más su espíritu al de otra de las obras que conforman este programa: La Valse de Maurice Ravel. Esta segunda danza, de la misma manera que la precedente, está preludiada por unas desgarradoras e inquietantes llamadas de las trompetas y las trompas con sordina, unos sinuosos dibujos en la flauta y el clarinete y, finalmente y como antesala al vals, por un indolente solo del violín principal. Las constantes variaciones de tempo y de dinámica, las cambiantes melodías que pretenden dar protagonismo a todo el abanico instrumental y la inestabilidad temperamental desde la melancolía a la euforia hacen de este vals un resumen del estilo tardío compositivo de Serguéi Rajmáninov. 

El último movimiento gravita alrededor de dos motivos temáticos recurrentes en las obras de Rajmáninov: la música litúrgica ortodoxa rusa, fundamento de su Misa de vísperas, op. 37, y la melodía del Dies irae de los cantos fúnebres que anteriormente el compositor había presentado en su Rapsodia sobre un tema de Paganini, op. 43 y en su Sinfonía n.º 3 en la menor, op. 44. El movimiento tiene cuatro cambios de tempo contrastantes, Lento assai – Allegro vivace –  Lento assai (come prima) – Allegro vivace,  donde las variaciones sobre el material temático de la ceremonia religiosa rusa y el Dies irae se distribuyen entre los dos Allegro vivace adaptando un carácter, una tímbrica y un ritmo danzón. No sería permisible inferir de esta exégesis sombra de irreverencia ya que, poco antes del trepidante final del movimiento, Rajmáninov escribió en la partitura “Aleluya” y al final del manuscrito “Te doy gracias señor” otra referencia a su  Misa de vísperas, op. 37 o un sincero agradecimiento por haber concluido la que sería su última obra.

Johannes  Brahms. Canciones de amor – Valses op. 52 y op. 65

Liebeslieder Walzer, op. 52 es una colección de dieciocho canciones de amor a ritmo de vals para cuarteto vocal con acompañamiento de piano a cuatro manos. Fue completada en 1869 y estrenada el 5 de enero de 1870. El gran éxito financiero que supuso su publicación incitó al compositor a crear una segunda compilación cinco años más tarde, Neue Liebeslieder Walzer op. 65. 

Los textos para el cuarteto vocal están extraídos de la colección de poemas populares de diversas partes del mundo recopilados en Polydora: ein weltpoetisches Liederbuch de Georg Friedrich Daumer (1800-1875), poeta y filósofo alemán admirado por Brahms, quien ya había musicado anteriormente otras obras del autor. La segunda colección de canciones de amor contiene como epílogo un texto de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832). La métrica del poema obligó al compositor a abandonar el tradicional compás de vals de ¾, presente en todas las canciones de amor de las dos colecciones, y ampliarlo a uno de 9/4.

Las canciones reunidas en el primer volumen perfilan con ligereza y encanto los ingredientes que agitan el alma de un enamorado: amor, alegría y sufrimiento. Los valses más reposados ensalzan el poder sanador y curativo de la pasión, los de carácter grazioso estimulan la búsqueda del amor, los ricos en marcadas articulaciones y dinámicas contrastantes muestran su cara más tormentosa, mientras que melodías expresivas alejadas de la danza y más cercanas al Lied brahmsiano, evocan las lágrimas del abandono. 

Las distintas morfologías adaptadas por el vals en la primera colección, que fluctúan por los distintos estados del amor, se aúnan en el op. 65 en un único tono más lúgubre en consonancia con el carácter de los versos y quizá, igualmente, como reflejo de la tormentosa vida pasional del compositor. De las quince canciones de este segundo ciclo, casi la mitad están escritas para voz solista: un grito solitario de furia y desesperación del corazón herido. En lugar de juguetones pajaritos y claros de luna en la nocturnidad del bosque, el texto habla de barcos a la deriva, náufragos en el océano del amor y amantes infieles de burlescos y hechiceros ojos. Como respuesta a la oscuridad de los versos, la música es a su vez más trágica y compleja, donde las cuatro voces divergen mayoritariamente sus trayectorias con figuraciones rítmicas rupturistas y armonías cromáticas que navegan preferentemente en modos menores. 

Anna Clyne. Dance para violonchelo y orquesta (2019)

Dance está inspirado en un poema del místico sufí Rumi. Los cinco movimientos en los que se divide la obra se corresponden con los cinco versos de la composición y el título responde al velado imperativo que los preludia: “Dance, when you’re broken open. / Dance, if you’ve torn the bandage off. / Dance in the middle of the fighting. / Dance in your blood. / Dance, when you’re perfectly free”.

La melodía melancólica y reflexiva del primer movimiento en un registro extremadamente agudo para el violonchelo y potenciado por el sonido del vibráfono tocado con arco araña el alma. Las intervenciones de la flauta suavizan el sufrimiento de la misma manera que la danza es un refugio ante el dolor.

Para mostrar la amplitud de la herida, en el segundo movimiento, la compositora exhibe el contraste entre temáticas musicales diametralmente opuestas: ecos judíos envueltos en un constructivismo ruso que rememoran el segundo tema del primer movimiento del Concierto para violonchelo nº. 1 en mi bemol mayor, op. 107 de Dmitri Shostakóvich, yuxtapuestos a una melodía de inspiración irlandesa. La disparidad tímbrica del violonchelo en dobles cuerdas y el flautín que dobla o continúa sus frases potencia la dimensión de la herida abierta. 

El metódico y ordenado tercer movimiento está conformado por dos temas que siempre poseen la misma distribución instrumental: una melodía que interpreta la sección de cuerdas que bien el violonchelo solista acompaña con armónicos naturales o dobla ornamentándola; y un segundo tema presentado por el instrumento solista y el contrafagot. El carácter reflexivo y calmado de este movimiento invita a buscar el consuelo en la danza como contrapunto al combate.

El cuarto movimiento es una exhibición de sencillez y maestría compositiva. El violonchelo solista, como si fuera dejando un reguero de sangre a su paso, va regalando células de cuatro compases dos cuaternarios y dos ternarios a los diferentes instrumentos.  La sección de contrabajos es la primera en recibir su material musical que va a repetir durante toda la primera parte de este movimiento, al que se irán sumando progresivamente violonchelos, violas, segundos violines y primeros violines en divisi que crearán un breve canon interno con flautas y oboes, jugando con las dos últimas células propuestas por el instrumento solista. Durante el desarrollo del movimiento se pueden distinguir dos tendencias: una primera en compás cuaternario de gran intensidad en la que el violonchelo solista de nuevo muestra la célula musical que van a repetir contrabajos y violonchelos durante todo el pasaje, y una segunda, también en compás cuaternario pero de subdivisión ternaria, que es un gran crescendo acumulativo por la repetición de un tema que podría rememorar el minimalismo de quien fuera maestra de Anna Clyne, la compositora Julia Wolfe. Tras una breve reexposición de los temas inaugurales del movimiento, un dúo entre el violonchelo solista y el principal de la sección de cellos nos regala un momento de intimidad.

El último movimiento, tal vez para recrear el espíritu de la libertad, es el más ecléctico de todos. Entre la enajenación provocada por la multitud de efectos sonoros reaparece uno de los temas presentados en el movimiento anterior, transformado en negras dobladas por quintas justas en el violonchelo solista y como acompañamiento al solo del violín principal con aire neoorleanés. La conclusión de este concierto alcanza por momentos la grandiosidad de las bandas sonoras.

Anna Clyne demuestra un excelente conocimiento técnico y expresivo del violonchelo que brilla omnipotente sobre una orquestación enriquecida por la fusión de una paleta inconmensurable de estilos musicales.

Maurice Ravel. La Valse

El poema coreográfico La Valse es un homenaje a la memoria de Johann Strauss y proyecto común de Maurice Ravel y el empresario y fundador de los Ballets Rusos, Serguéi Diaghilev. La idea primigenia era la creación de un ballet deslumbrante donde los bailarines brillaran sobre una rica orquestación, sin embargo, no existió confluencia en el imaginario de los dos hombres. Diaghilev rechazó la música de Ravel alegando que la partitura esbozaba la sonoridad de un ballet sin llegar a serlo. El comentario ofendió al compositor, quien puso fin a la relación. Años más tarde, cuando se reencontraron en 1925, Ravel se negó a estrechar la mano de Diaghilev quien, agraviado por el desprecio, le retó a un duelo. La providencial intervención de unos amigos impidió que se batieran, aunque no consiguió restaurar la amistad.

El principio oscuro de La Valse, un rumor en el registro grave que Ravel repetiría en el comienzo de su Concierto para la mano izquierda en re mayor, responde a la acotación de cómo ha de desenvolverse la escena que el compositor incluyó en el prefacio de la obra: las nubes que encapotan el cielo se van abriendo, dejando ver las parejas de danzantes en un salón de baile de una corte imperial vienesa de 1855. La orquesta se va iluminando a medida que se alumbra la sala de baile hasta establecer el tempo de vals.

La Valse podría dividirse en dos grandes secciones: una primera en la que los bailarines disfrutan con sus ininterrumpidos giros sobre una música que varía su morfología recorriendo los valses vieneses según la tradición de Johann Strauss, las explosivas codas que interpretan las primeras figuras de los ballets hasta los valses que proporcionan cierta intimidad a las parejas; y una segunda, marcada por la recuperación del material temático del fagot del oscuro inicio, donde la propia música parece querer arruinar la fiesta. En esta segunda sección, el vals se ve interrumpido por pasajes de una energía endiablada que transforman los giros de los bailarines en ciclones que sofocan las velas de los candelabros, y por fragmentos en tempos graves que agrietan los espejos y el suelo del salón invocando la irrupción del horror. El caos y el tormento musical impele a los bailarines hacia el febril final.

La falta de movimiento continuo en la segunda parte de La Valse pudo ser la razón por la que Diaghilev no contempló la posibilidad de coreografiarlo. Mucho se ha conjeturado sobre si la angustia que desestabiliza el final de la obra no fue un reflejo del estado de ánimo del compositor, tras haber contemplado en primera persona las atrocidades de la aniquilación humana durante la I Guerra Mundial. Ravel desmintió tales suposiciones alegando que el año de la puesta coreográfica era 1855, lejos del cataclismo europeo, y que su composición carecía del significado simbólico de la lucha entre la vida y la muerte que muchos quisieron atribuirle.

Con o sin lado oscuro, La Valse en sus tres versiones escritas entre diciembre de 1919 y marzo de 1920 —orquestal, para piano solo y para dos pianos— es una de las obras más cautivadoras e intensas de Maurice Ravel.